César Fraga 27/01/2007
César Fraga, habitual colaborador en nuestra web, nos ofrece en esta ocasión el cuarto de los artículos correspondiente al ciclo LOS SIETE PECADOS CAPITALES: LA SOBERBIA.
César Fraga 27/01/2007
César Fraga, habitual colaborador en nuestra web, nos ofrece en esta ocasión el cuarto de los artículos correspondiente al ciclo LOS SIETE PECADOS CAPITALES: LA SOBERBIA.
Decía Juanma Trueba, redactor jefe del diario deportivo “As”, allá por el verano de 2004, que “nunca un elogio mató a tantos gigantes”. El objeto de su comentario fue aquel Real Madrid “galáctico” que pasó del reconocimiento unánime al ridículo más espantoso en sólo tres meses; sus figuras (o como quieran llamarse) parecían ser entes que no tenían contacto con la realidad. Cuando todo parecía ser deliciosamente caótico, la autocomplacencia (o ceguera galáctica) blanca se encargó de mostrar que lo que parecía impoluto estaba, en realidad, totalmente roto.
La soberbia (cf.lat.superbiam), cuarto de los siete pecados capitales de nuestro ciclo, es la que mejor puede resumir este modus operandi de los jugadores de la “Casa Blanca”; si bien existen interpretaciones más o menos subjetivas, la que más se acerca a nuestro idioma se definiría como la satisfacción y envanecimiento por la contemplación de las propias prendas (sc. los logros) con menosprecio de los demás. La soberbia no es sólo el mayor pecado según las escrituras sagradas, sino la raíz misma del pecado; por lo tanto, de ella misma viene la mayor debilidad. No se trata del orgullo de lo que tú eres, sino del menosprecio de lo que es el otro, el no reconocer a los semejantes.
Como no podía ser de otra forma, la soberbia tiene su punto de partida en el mundo greco-latino; ya los griegos condenaban al ostracismo a aquellos que se destacaban y empezaban a imponerse a los demás. Creían que así evitaban la desigualdad entre los ciudadanos; el ridículo es el elemento más terrible contra la soberbia, y por esa razón los tiranos y los poderosos carecían de sentido del humor, sobre todo aplicado a sí mismos. También el mundo romano conoció las consecuencias de este pecado capital; el propio emperador romano Marco Aurelio llegó a decir: «No creas a los que te alaban, no creas lo que dicen de ti». Y los estoicos añaden, para más inri: «Cuando te levantes cada día no pienses si vas a ser emperador, piensa: hoy debo cumplir bien mi tarea de hombre.” Esa es la idea: nadie puede estar por encima de la labor humana.
La causa por la que la soberbia ocupa este lugar tan principal se debe a que fue la pasión que provocó la rebelión y caída del cielo del ángel Lucifer. Sin embargo, conviene no olvidar la connotación positiva que, ya en su origen latino, posee esta palabra, puesto que la calificación de un acto como soberbio puede ser sinónimo de óptimo o de bella factura. Entre las varias representaciones artísticas con que se ha identificado a este pecado se encuentran el león (ojo a los Leo), el caballo, el pavo real, el murciélago, el color violeta y el espejo. Respecto a este último, puede referirse bien a una mujer que se refleja en un espejo, bien al reflejo del propio Satanás en el lugar de la figura representada frente al espejo.
Pero, volviendo a la interpretación clásica de este pecado, no nos podemos olvidar de un elemento dentro de la literatura griega como es la hibris o hybris, que es un concepto griego que puede traducirse como “desmesura” y que en la actualidad alude a un orgullo o confianza en uno mismo exagerados, resultando a menudo en merecido castigo. En la Antigua Grecia aludía a un desprecio temerario hacia el espacio personal ajeno unido a la falta de control sobre los propios impulsos, siendo un sentimiento violento inspirado por las pasiones exageradas, consideradas enfermedades por su carácter irracional y desequilibrado, y más concretamente por la divinidad denominada como Ate (en griego, “la furia” o “el orgullo”).
La soberbia, en fin, imposibilita la armonía y la convivencia dentro de los ideales humanos; el hecho de que alguien se considere, por así decirlo, al margen de la humanidad, por encima de ella, que desprecie la humanidad de los demás, que niegue su vinculación solidaria con la humanidad de los otros, probablemente ése sea el pecado esencial. Negar la humanidad de los demás es también negar la humanidad de cada uno de nosotros, y, en consecuencia, negar nuestra propia humanidad; queda demostrado que es la propia sociedad o, en su defecto, el azar y el destino del que uno no es dueño, el que se encarga de castigar a estas mentes. Ser lo que familiarmente conocemos como un “perdonavidas” o “baladrón” puede ser hasta positivo en un momento y lugar adecuados, pero no así de manera permanente; ser soberbio implica ponerse por encima de los demás, aunque no es malo, sin traspasar el límite entre la autoestima y la soberbia, que un individuo tenga una buena opinión de sí mismo. La soberbia es debilidad y la humildad es fuerza, porque al humilde le apoya todo el mundo, mientras que el soberbio está completamente solo, desfondado por su nada. Puede ser inteligente, pero no sabio; puede ser astuto, diabólicamente astuto, pero siempre dejará tras sus fechorías cabos sueltos por los que se le podrá identificar. Es por ello que lo realmente negativo es quien no admite que nadie en ningún campo se le ponga por encima; entonces romperá el equilibrio social y construirá un muro alrededor suya que le aísle del resto del mundo y le deje completamente sólo, o, como bien dice un popular refrán, “el oro hace soberbios, y la soberbia hace necios”.