www.intereconomia.com 10/03/2010

‘Un día en la Antigua Roma’, de Alberto Angela, curiosidades e intimidades de los romanos en tiempos de Trajano.

Los romanos ricos del siglo II d.C. tenían esclavos especiales para el cotilleo, los ‘nomenclator’, para que les contaran los chismes del foro. Los hombres se depilaban, las mujeres utilizaban un carmín tóxico… El libro de Alberto Angela ‘Un día en la Antigua Roma’ recorre sus interesantes costumbres.

Si el noviazgo de los famosos es el plato más suculento de la crónica del corazón y el bocado más dulce cuando acaba en boda, ¿qué tendrá de apetecible la condición de soltero… a juzgar por el apetito ara que una civilización se imponga sobre otras durante más de mil años, debe poseer algo muy poderoso. Según Alberto Angela, autor de Un día en la Antigua Roma (La Esfera de los Libros), el secreto del predominio romano fue su modus vivendi cotidiano.

De Roma procede nuestro alfabeto, sistema jurídico, arquitectura, red de carreteras, pintura escultura… Y no sólo eso, también las tabernas, la mesa plegable y los armarios.

Un Día en la Antigua Roma contiene cientos de curiosidades sobre la intimidad de un imperio que llegó a extenderse desde Escocia hasta las fronteras de Irán, desde el Sáhara hasta el mar del Norte. En esta etapa de máxima gloria, la que gobernó el emperador Trajano, la ciudad de Roma tenía un millón y medio de habitantes.

Era la Nueva York del siglo II d.C. y tenía los problemas propios de la las capitales de imperio: atascos, ruido, suciedad, precios astronómicos de las viviendas, fuerte inmigración e inseguridad, sobre todo por las noches. Ésas son las sombras.

En las luces de la Roma imperial se incluyen sus 40 arcos de triunfo, 12 foros, 28 bibliotecas, 11 grandes termas y casi mil baños públicos, cien templos, 3.500 estatuas de bronce, 46 lupanares, un acueducto, 1.352 fuentes públicas. Y dos circos, dos anfiteatros, cuatro teatros, dos naumaquias (lagos artificiales para combates acuáticos y navales), un estadio para competiciones de atletismo…

La Roma de tiempos de Trajano era una metrópoli bulliciosa con sus domus, (los chalets de los ricos) y sus insulae, (edificios de viviendas populares). Como ahora, aunque algunas cosas han cambiado. En las casas de los ricos, por ejemplo, los dormitorios eran pequeños y oscuros; y las cocinas no tenían una ubicación precisa, eran estancias despreciadas porque no existía la figura del ama de casa: en la cocina sólo entraban los esclavos.

El peristilo, sin embargo, el amplio jardín interior rodeado de una preciosa columnata, era un lugar para fardar. Lo del lucimiento era muy importante para el patricio romano. De él hemos heredado, por ejemplo, lo de exponer la vajilla buena en el aparador del salón. Ellos colocaban lo más valioso de sus casas (bustos de mármol, la plata) bien a la vista. Y vajillas completas las disponían en las abaci , unas mesas especiales para tal misión. Era importante (todavía lo es) la exhibición de la riqueza. Así que la caja fuerte de la domus estaba en un lugar de honor, donde todos pudieran verla, en el atrium, aunque eso sí, bien clavada, y custodiada por un esclavo triensis, el vigilante jurado de la época.

Los muebles no los exhiben, al contrario procuran que pasen desapercibidos para que no roben protagonismo a los frescos de las paredes o los mosaicos de los suelos.

Tuvieron buenas ideas con los muebles: se les ocurrieron las mesas de tres patas, porque es más difícil que cojeen, y las mesas plegables. También inventaron los armarios, algo desconocido para griegos y etruscos. Allí depositaban objetos frágiles o valiosos, la ropa la guardaban en arcones (arcae vestiariae).

La Roma Antigua era un almacén de contrastes: la ciudad apestaba, pero sus habitantes se acicalaban en las termas. Y se limpiaban los dientes con un instrumento del tamaño de un tenedor que tenía un doble uso: por un extremo, con forma de pincho, servía para limpiar los dientes, por el otro (similar a una cucharilla) se hurgaban en los oídos, y no era de mala educación hacerlo en público.

Ellos utilizaban calzoncillos, unos taparrabos de lino llamados subligar y faldas (la túnica y la toga, ésta reservada sólo para los ciudadanos romanos). En la época de Trajano sólo llevaban pantalones los legionarios (una especie de bombachos) y los bárbaros. Ellas llevaban sujetador (mamillare), una faja hecha con piel suave.

Eran muy coquetos. Sabemos por Suetonio que César se depilaba. Las mujeres se maquillaban, utilizaban pelucas y postizos, se hacían peinados complicadísimos, y se pintaban los labios utilizando como carmín minio o cinabio, que, por desgracia, son tóxicos. Los romanos del siglo II medían de promedio 1,65 centímetros, sus mujeres, 1,55; ellos vivían unos 41 años y ellas unos 29 (los partos eran asesinos en serie).

Pero en estas cifras influía la posición social, sobre todo en los esclavos que trabajaban en el campo, donde sus condiciones de vida eran similares a las de una vaca. Un ciudadano romano, sin embargo, podía ir al Foro y contemplar a los nomenclator, esclavos cultos capaces de recordar nombres, cargos y cotilleos.

Eran una agenda viviente muy útil en la Roma de las intrigas. También podía tomarse un vino caliente en una taberna vinaria; almorzar unos boquerones en salmuera en una restaurante (popina), o alojarse en un hotel, (caupona). Como explica Alberto Angela «buena parte del sistema de vida occidental no es otra cosa que la evolución moderna del sistema romano».

MÁS INFO: Alberto Angela, Un día en la Antigua Roma (La Esfera de los Libros)