En las termas había servicio de masaje y depilación, pero también una legión de empleados para la limpieza diaria de los romanos
César Cervera www.abc.es 02/06/2023
La imagen que viene a la mente de la Antigua Roma es la de esos sofisticados patricios instalados en sus villas haciendo política con una mano y comiendo manjares con la otra. Sin embargo, los ciudadanos adinerados eran solo una minoría dentro de una inmensidad de esclavos, plebeyos, libertos y clases desfavorecidas. Esta masa silenciosa pero multitudinaria de gente era el verdadero músculo que movía la república y luego el imperio y que realizaba los empleos más ingratos, lo que los intelectuales romanos consideraban de peor gusto por hacerse con las manos y con esfuerzo físico.
En esta larga lista de profesiones, casi todas con sus nombres propios, hubo trabajos totalmente intraducibles hoy en día y otros de extraño nombre y funcionamiento, pero muy familiares en su esencia:
Los alipilarius eran los esclavos que se dedicaban a depilar el vello púbico de las mujeres en una sociedad donde era visto como algo grosero. Las mujeres solían depilarse en los baños públicos o en sus hogares, si se lo podían permitir, recurriendo desde la adolescencia a estas profesionales que usaban diversos métodos como las pinzas (‘volsella’) o las cremas depilatorias a base de resina (‘philotrum’). Además, existía todo un gremio de esclavas dedicadas a la belleza, las ‘ornatrices’, encargadas de peinar y maquillar cada día a la mater familias.
En las termas había servicio de masaje y depilación, pero también una legión de empleados para hacer funcionar unos edificios fundamentales para la limpieza diaria de los romanos. Había un administrador, cobradores de las entradas, encargados de que la temperatura del agua estuviese perfecta, el que controlaba que la conducta de los asistentes fuese la correcta, los que ungían y después quitaban el aceite, los trabajadores de los hornos, los vendedores de perfumes, de comidas, bebidas, etc. Lo mismo pasaba en las letrinas, el lugar donde hacían sus necesidades en común y charlando los romanes, que estaban ocupados por trabajadores especializados para cobrar la entrada, vigilar el comportamiento de los usuarios en un espacio donde se socializaba mucho y, por supuesto, limpiar las estancias.
Las prostitutas romanas, conocidas como meretrix, palabra que se cree que proviene del verbo ‘mereo’ (‘ganar’ o ‘cobrar’), que trabajaban en casas con licencia municipal estaban bajo el paraguas de un ‘proxeneta’ o ‘chulo’, que en Roma recibía el nombre de ‘leno’ si era un hombre o ‘lena’ si era una mujer. Su cometido era lucrarse del trabajo de las prostitutas ofreciendo protección e instalaciones para que se llevaran a cabo las actividades sexuales. Este profesional, encargado también de contratar o comprar a las empleadas y de pagar los correspondientes impuestos, tenía muy mala reputación y no podía luego acceder a puestos públicos.
El Emperador estableció un impuesto específico sobre la orina (urinae vectigal) que se aplicaba a todo aquel que quisiera obtener «suministros» de las cloacas y las letrinas
Había recaudadores de impuestos en torno al negocio de la prostitución y también del de la orina humana. Este líquido se recogía de los urinarios públicos de Roma y luego era vendido como ingrediente para uso en procesos químicos como la limpieza de la ropa. A la vista de lo lucrativo del negocio, el Emperador Vespasiano estableció un impuesto específico sobre la orina (urinae vectigal) que se aplicaba a todo aquel que quisiera obtener suministros de las cloacas y las letrinas. El historiador Suetonio cuenta en clave de anécdota que cuando Tito, el hijo de Vespasiano, se quejó ante su padre de la naturaleza desagradable del impuesto, el Emperador le mostró una moneda de oro y le preguntó si se sentía ofendido por su olor. Tito le dijo que no y en ese momento Vespasiano le respondió: «Sin embargo, se trata de la orina».
Lanzar esclavos por los aires
Las ‘fullonicae’ (tintorerías) daban buena cuenta de esta orina para eliminar con su amoniaco las manchas más complicadas y, en caso de que fuera necesario, teñir las prendas con otras sustancias. El lavado y teñido se llevaba a cabo en cubetas que estaban enlucidas para poder asegurar su impermeabilidad y a cargo de unos operarios (‘fullones’) que pasaban gran parte del tiempo pisando las ropas para empaparlas bien en los respectivos tintes.
Los ‘moriones’ eran los esclavos con enanismo que ejercían de bufones en las orgías de los patricios. Incluso los había especializados en el atroz arte de ser lanzados por los aires en el colmo de las bacanales. Según autores clásicos como Suetonio, Tácito o Tertuliano, los más valorados eran los que habían sufrido deformaciones en sus rostros a causa de las brutales caídas que ocasionaban estos espectáculos. De aquella práctica se conocen nombres muy populares como Sísifo, propiedad de Marco Antonio, que comenzó su carrera atravesando los aires en exclusivas veladas.
Los combates de gladiadores estaban perfectamente reglados por un ‘suma rudis’, un árbitro que vigilaba el desarrollo de la lucha y que mandaba parar el combate cuando uno de los contendientes no respetaba las normas. El ‘suma rudis’ era siempre un gladiador retirado y portaba una espada de madera, símbolo de su pasado como luchador de la arena.
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