Enrique Alonso Pérez | León www.diariodeleon.es 07/01/2010

En ocasiones se olvida que la raíz más propia de lo leonés es prerromana. Fueron los vadinenses los que llenaron la montaña de construcciones en lo que ahora se estudia como Cultura Castreña.

Un pueblo sin Historia es como un hombre sin niñez y, sin vivir en ella, es necesario de vez en cuando recordarla para sentirse adulto. Todos hemos sentido fascinación por lo que nuestros antepasados vivieron, y es imprescindible conocerlo para entender nuestra sociedad actual, ya que somos herederos de lo que otros hicieron antes que nosotros.

Eso es lo que pasa con la historia de los pueblos, cuya herencia ancestral mantiene vivos los impulsos que obligaron a nuestros antepasados a superar las dificultades del momento, que hoy superamos con la sofisticada ayuda de tantos y tantos elementos que se han ido sumando a lo largo de las experiencias de ayer y el aprendizaje asimilado por cada generación, que con los modos de hoy, nos recuerda la incorporación sistemática de los elementos al disco duro.

Los leoneses de la Montaña Central y Oriental, tenemos un pasado apasionante. Los castros fueron el fermento de los primeros poblamientos que se asentaron en nuestro entorno. Los astures, y sus primos hermanos los vadinienses, sembraron la montaña leonesa con un sin fin de estas construcciones estudiadas con el nombre de «Cultura Castreña».

Es curioso conocer cómo vivían aquellas gentes que nos precedieron hace más de dos mil años, pues se habla mucho de la Edad Media, pero a veces nos olvidamos de que las características más propias de lo leonés son prerromanas.

De los griegos a Lancia. Tenemos la suerte de que el famoso historiador griego, Estrabón, y su antecesor, Posidonio, conocieron de primera mano la vida y costumbres de aquellos astures que poblaban con sus castros la montaña leonesa, y nos dejaron escrito: «Todos los montañeses son sobrios, beben agua duermen en tierra y dejan sus cabellos largos y sueltos según la costumbre de las mujeres aunque cuando combaten se ciñen la frente con una banda. Generalmente comen carne de macho cabrío y sacrifican a Areas uno de estos animales, prisioneros y también caballos. Se alimentan con bellotas dos partes del año, dejándolas secar y triturándolas; luego las muelen y hacen pan con ellas para conservarlo largo tiempo. También beben cerveza. El vino, sin embargo, es escaso y, cuando lo consiguen, lo consumen al punto en fiestas con sus familias.

Podríamos hablar durante muchas horas de la vida y costumbres de nuestros antepasados astures, pero vamos a seguir la secuencia de los hechos que tuvieron que soportar para defender su libertad, que al final fue doblegada por los romanos con la destrucción de su último baluarte, la ciudad de Lancia, donde se refugiaron de la manera que comentamos en nuestro relato: «Cansados estos hombres, del agotamiento romano, plantaron cara a los soberbios legionarios, hasta el punto de que el propio César hubo de venir desde Roma para dirigir personalmente la estrategia de un ataque combinado. Y mal lo hubieran pasado los tenaces dominadores, sin la traición que recibieron los astures de manos de sus vecinos de tribu, los brigecinos, asentados en las cercanías del actual Benavente, que alertaron al general Tito Carisio de los planes concebidos por los astures. De esta manera, los bravos montañeses, se vieron obligados a refugiarse en la muy poderosa ciudad de Lancia, que se encontraba a nueve millas de la que sería Legio VII (León), según el famoso «Itinerario de Antonino».

Y aunque los relatos de la heroica resistencia de los lancienses se los debemos a los historiadores Anneo Floro y Paulo Orosio, meros intérpretes de Tito Livio y tan parciales como él, no pueden menos de reflejar la grandiosa tragedia de los acosados astures, que defendieron la ciudad y la libertad hasta límites que rozan las fronteras de lo sobrehumano.

Los romanos dominaron a nuestras gentes, pero aquellos astures, cuya sangre hervía, frenada por su impotencia, nunca olvidaron sus orígenes y solapadamente tuvieron que admitir el consejo de sus mayores: «Si con tu enemigo no puedes, únete a él», y de esta manera ayudaron a la romanización en su parte más sustanciosa: la construcción de calzadas, puentes, termas y la reconstrucción de sus maltratados castros, que los romanos convirtieron en aldeas y ciudades, según la extensión de sus emplazamientos.

Otros dominadores. Otra fuerza emergente, vino cuatro siglos después a desmontar el poderío romano, muy deteriorado por la relajación de sus costumbre y la vida cómoda que disfrutaban crecientemente. Los pueblos bárbaros, que acechaban desde todas las fronteras a los decadentes romanos, irrumpieron con fuerza en sus territorios repartiéndose las distintas provincias de Roma. Nosotros, que no habíamos perdido en ningún momento el sentimiento de nuestra ascendencia astur, quedamos dominados, una vez más, por uno de los pueblos germánicos más civilizados: los visigodos, que durante tres siglos señorearon la península Ibérica consolidando muchas de las infraestructuras romanas, así como gran parte de la leyes fundamentales, contenidas en el Derecho Romano, pero con ciertos matices que distinguían su origen germánico.