Carlos Mtnez. Aguirre www.rebelion.org 28/05/2008
La semana pasada estuvieron en mi clase de francés tres profesoras alemanas que habían venido unos días a París para una estancia formativa. Las tres eran de latín, aunque completaban horario dando francés, así que se pusieron muy contentas cuando, durante la presentación, dije que soy profesor de griego.
Pero la alegría les duró hasta que, tomando un café, comenzamos a hablar sobre la educación y los problemas del sistema educativo. ¡Menuda decepción les dí a las pobres! Creo que alguna hasta se enfadó.
Me suele pasar: en general los profesores de clásicas suelen dar por supuesto que todos pertenecemos a una especie de secta ultrarreaccionaria partidaria de los métodos educativos decimonónicos y del examen de Bachillerato a lo Napoleón Bonaparte (lógica, latín, historia, griego, geografía y aritmética).
La primera decepción llega cuando comienzo a hablar de la necesidad de renovación pedagógica en nuestras disciplinas: «¿Enseñar latín y griego como lenguas vivas? ¿Pero usted qué dice? ¿Y así se puede llegar a traducir a Cicerón?» Ahí empiezan a comprender que algo no va muy bien, aunque por lo general sonríen condescendientes como quien oye hablar a un soñador o a un iluso.
Pero la indignación, el cabreo, llega cuando la conversación deriva a temas más generales: ¿Cuál es el mejor modelo de sistema educativo? ¿Qué objetivos debe perseguir? Ahí ya la cosa se pone seria. Parece evidente que todos los clasicistas deberíamos estar de acuerdo en lo mismo, y cuando no lo estás, no es raro encontrarse con actitudes nada dialogantes, o incluso con descalificaciones baratas del tipo: «¡Pero como un profesor de griego puede hablar así!» (teoría de la secta ultrarreaccionaria de la que antes hablaba)
¿Pero qué es lo que les molesta de mi discurso?
El problema de fondo radica en la concepción que tenemos de educación: en nuestra sociedad la escuela es concebida como un instrumento destinado a transmitir el máximo de conocimientos a la generación presente. De esta concepción no se suelen librar ni los profesores de clásicas. Así que el problema para ellos consiste en cómo justificar la presencia de nuestras disciplinas dentro de esos conocimientos. Ardua tarea para la que, sin embargo, existe una buena batería de respuestas que van desde las de apariencia más razonable (el conocimiento del latín ayuda a enriquecer el castellano), hasta las más peregrinas y sorprendentes (el análisis morfosintáctico mejora el pensamiento lógico del alumno ¿?)
Sin embargo yo parto de una idea de escuela distinta: para mi la educación debe tener como objetivo el cultivo en nuestra juventud de las cualidades y aptitudes más valiosas para el bien de la sociedad. ¿Cuáles son esas cualidades? En primer lugar el desarrollo del espíritu crítico e independiente respecto al bien y la belleza, y después la creatividad y el deseo de conocimiento.
Todo esto choca frontalmente con las ideas actuales (mayoritarias entre el profesorado de clásicas, por desgracia), sobre recuperar la «cultura del esfuerzo» la «disciplina» y la «autoridad», que bajo mi punto de vista pretenden convertir nuestras escuelas en campos de castración intelectual donde el adolescente lo único que llega a aprender es que el esfuerzo surge del temor, la coacción y el deseo ambicioso de autoridad sobre los demás. ¿De verdad es esa la escuela que queremos los clasicistas?
Pero alguien me podría decir ¿entonces qué pinta el latín o el griego en tu modelo de escuela? Pues mucho, aunque no de la forma dogmática con que generalmente lo defienden los clasicistas.
El problema no radica en qué enseñamos, sino en cómo enseñamos. Yo suelo decir a mis alumnos que «a mí lo que menos me importa que aprendáis aquí es latín», aunque no es del todo cierto, pero el latín (o el griego), no deben ser entendidas como materias «imprescindibles para el bagaje intelectual de una persona culta» (concepción elitista y utiliatarista de la educación que me repugna).
Si yo soy profesor de latín y griego es porque creo que a través del estudio de la civilización grecorromana nuestros jóvenes pueden desarrollar el espíritu crítico y descubrir hasta qué punto nuestra visión de la realidad está condicionada por los prejuicios de nuestro tiempo.
Dice Einstein que «Una persona que sólo lee los periódicos o libros de autores contemporáneos es como un miope que se burlara de las gafas: depende por completo de los prejuicios y modas de su época, puesto que nunca llega a ver ni oír otra cosa.»
El conocimiento de la literatura clásica, de los autores de mente más lúcida y mejor estilo del pasado, debería tener como principal objetivo el estímulo del juicio crítico entre nuestros jóvenes: conocer a través de Salustio o Herodoto cómo pensaban nuestros antepasados no debería ser entendido como «el bagaje necesario de toda persona culta» (prejuicio elitista), sino como un ejercicio imprescindible para analizar el presente confrontándolo con con las ideas y juicios de nuestro pasado.
Pero no es sólo eso lo que nos lleva al estudio de las lenguas clásicas desde una perspectiva de escuela humanista y libertaria. También está el desarrollo del espíritu estético: las obras clásicas no son el fruto de la casualidad: la etimología de la palabra clásico nos lo dice: classicus scrpitor era el escritor de primera línea. Cada siglo es capaz de dar un reducido número de individuos de mente y estilo privilegiado, y si pretendemos formar la sensibilidad estética de la juventud es preciso ser muy cuidadosos a la hora de ofrecerles modelos. Una educación que ignora a los clásicos corre el riesgo de verse inmersa en el marasmo del nihilismo relativista y el feísmo.
Por último el estudio de las lenguas clásicas debería surgir de la propia curiosidad de los alumnos que despierta al descubrir la profundidad de su propia lengua: educar a hombres y mujeres para que aprendan a disfrutar con la magia de las palabras residentes en la evolución de la gramática y los significados, con el juego de la etimología y el cambio linguístico, sería la gran aportación de nuestras disciplinas a la sociedad, y un verdadero vivero de futuros filólogos, más que de licenciados cuyo único interés es aprobar unas oposiciones.
(Carlos Martínez Aguirre es poeta y profesor de griego clásico en enseñanza secundaria)