Bernardo Souvirón 23/09/2018

Soy profesor desde el año 1978. Durante mi vida he conocido tres planes de estudio. El primero de ellos, conocido como Plan de Estudios de 1957, es el que cursé como estudiante. Establecía unos estudios de bachillerato que duraban seis cursos, divididos en dos etapas, bachillerato elemental y bachillerato superior, a cuyo término (en cuarto y sexto curso) había que hacer dos exámenes de reválida. El ciclo de la que entonces se llamaba enseñanza media terminaba con el llamado curso Preuniversitario. 

Cuando un alumno de este Plan entraba en la Universidad, había realizado dos exámenes de reválida y otro más de acceso a los estudios universitarios (las famosas Pruebas de Madurez del Preuniversitario), después de haber cursado un bachillerato que se extendía a lo largo de siete cursos.

El Plan del 57 fue sustituido por la Ley General de Educación de 1970, promovida por José Luis Villar Palasí, ministro de educación desde el año 1969. Viví el arranque de este nuevo Plan de Estudios a mediados de los años setenta como estudiante universitario de Filología Clásica, y recuerdo la preocupación que entonces sentimos muchos ante la sensible disminución de los estudios de letras (especialmente de latín y griego) que la ley proponía. 

A mi juicio, la LGE se basaba en estos pilares fundamentales:

1.- Una mayor duración de la enseñanza primaria, rebautizada por la ley como Enseñanza General Básica (EGB), que pasaba a ser obligatoria hasta los catorce años. 

2.- Una drástica reducción de los estudios de un bachillerato que pasaba a llamarse Unificado y Polivalente (BUP). Los antiguos siete cursos del Plan del 57 (los seis del bachillerato más el preuniversitario) se veían reducidos a cuatro: tres de bachillerato (exactamente la mitad que en el Plan anterior) y un Curso de Orientación Universitaria (COU). Ni durante los muchos años que impartí clases de BUP en los Institutos de Bachillerato ni hoy día, cuando el BUP es apenas un recuerdo, he conseguido comprender por qué razón aquel bachillerato fue llamado “unificado”. Tampoco sé la razón que justificaba que el curso previo al ingreso a la Universidad fuera llamado de “orientación universitaria”. 

3.- La creación de una red de Institutos de Formación Profesional (FP), que tendía a sustituir a las antiguas Escuelas de Artes y Oficios. De esta manera cada alumno, al terminar sus estudios de EGB debía elegir entre los Institutos de Bachillerato, cuya preparación era claramente preuniversitaria, y los de FP, que orientaban a los alumnos hacia el mundo del trabajo.

4.- Desde el punto de vista pedagógico la aportación clave de la LGE era el concepto de “evaluación continua”. Se intentaba hacer desaparecer la noción de “examen”, con la carga negativa que parecía contener esta palabra, y sustituirla por la de “evaluación”. Para conseguirlo se encargaba a los Institutos de Ciencias de la Educación (ICE), dependientes de las Universidades, la impartición de un curso (obligatorio para todo licenciado que pretendiera ser profesor), en el que debía impartirse la nueva doctrina de la evaluación. Los aspirantes a profesores que lo superaran obtendrían un Certificado de Aptitud Pedagógica (CAP), sin el cual se hacía imposible el ejercicio de la profesión docente. 

Fue la primera vez que me puse en contacto con quienes, algunos años después, habrían de dirigir la educación en España: los psicólogos y los pedagogos.

5.- La drástica disminución de los estudios de humanidades clásicas, especialmente del latín y el griego. En el caso del latín, se mantenía como obligatorio sólo en el 2º curso de BUP. De esta manera, un alumno que elegía ciencias en el curso siguiente (3º de BUP) sólo estudiaba latín durante un año (dos en el Plan del 57). Los alumnos que elegían letras lo hacían durante dos cursos más: 3º y COU (tres años frente a los cinco del Plan del 57).

Los estudios de griego quedaban reducidos a dos años sólo para los alumnos de letras (tres en el Plan del 57).

Con la llegada al poder del primer gobierno socialista de Felipe González, se puso en marcha, de nuevo, una revolución del sistema educativo. Las razones que las nuevas leyes aducían en sus preámbulos eran muy parecidas a las que ya esgrimía la LGE: había que modernizar la sociedad española, había que equipararse a los países de nuestro entorno (¡siempre el mismo complejo de inferioridad!). En definitiva, los nuevos tiempos exigían un nuevo tipo de enseñanza. Para conseguirlo, el gobierno socialista impulsó fundamentalmente tres leyes: la Ley Orgánica del Derecho a la Educación (LODE) en 1985, y la Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (LOGSE) de 1990, que se referían a la Enseñanza Media (rebautizada de nuevo como Secundaria), y la Ley de Reforma Universitaria (LRU), de 1983, responsable directa de la situación definitivamente endogámica del profesorado universitario español.

La LODE es la ley que sostiene la carga ideológica general, la concepción que el primer gobierno socialista (con el sociólogo José María Maravall a la cabeza) tenía de la enseñanza pública y de los Centros educativos. En las líneas que definen el contenido de esta ley se ve ya con claridad algo que, después, habría de ser consagrado por la LOGSE: la irrupción de la pedagogía y la psicología en la médula de la enseñanza. En una palabra, el triunfo de un humanismo light que pretendía catalogar al humanismo clásico como algo antiguo, rancio, vinculado a tiempos oscuros. Algo que debía ser paulatinamente desterrado de los estudios generales, pues su sola presencia evitaba el progreso educativo. 

Más que esto, en realidad. Siguiendo con la tendencia, iniciada por la LGE, de "extender" los estudios obligatorios, la LOGSE reducía el bachillerato a dos años y extendía la llamada Enseñanza Secundaria Obligatoria (ESO) hasta los dieciséis.

Así pues, los siete años del bachillerato del Plan de 1957 quedaban reducidos primero a cuatro en virtud de la aplicación de la LGE; después a dos, gracias a la entrada en vigor de la LOGSE. 

Además, esta ley borraba del mapa educativo español los Institutos de FP, pues, en virtud de los modernos conceptos psicológicos y pedagógicos, su mera existencia suponía un agravio al principal leiv motiv de la reforma: la llamada enseñanza inclusiva. De paso, cambiaba la esencia de los Institutos de Bachillerato, acuñando un nuevo nombre (inclusivo, por supuesto) que pretendía ser un símbolo de la nueva situación: todos los Institutos serían, a partir de la entrada en vigor de la LOGSE, Institutos de Enseñanza Secundaria (IES).

Las consecuencias educativas de esta concepción psicologizada de la enseñanza han sido demoledoras. En lo que respecta a las humanidades, tales consecuencias han resultado casi letales: la implantación de la LOGSE ha supuesto la desaparición del único curso obligatorio de latín, que ha sido convertido en una asignatura optativa para los alumnos de letras puras, igual que el griego. A cambio, la ley introducía una materia, también optativa, llamada Cultura Clásica, que se imparte en el segundo ciclo de la ESO.

La reforma de la LOGSE se ha hecho, como la que propiciaba la LGE, a costa, sobre todo, de dos asignaturas: el latín y el griego, pero también a costa de algo más profundo, de secuelas más difíciles de prever: la desaparición de los estudios de Humanidades tal como habían sido concebidos hasta entonces. 

Finalmente. Las nuevas ideas llegaron a la Universidad. Las consecuencias de la entrada en vigor de la LRU, propiciada también por el sociólogo Maravall, están haciéndose evidentes hoy. 

Ése será el tema del próximo, y último, artículo de esta serie.

(*) Bernardo Souvirón Guijo es escritor, profesor de lenguas clásicas, divulgador de cultura helénica, músico, locutor de radio durante años y colaborador en diversos medios culturales. (www.bernardosouviron.com)