[El Pugil en reposo, imagen de dominio público]

Jose Carlos García de Paredes, vicepresidente de la Asociación Cultura Clásica  04/11/2020

   Las distintas leyes educativas con las que el gobierno de turno aspira a pasar a la posteridad (sin conseguirlo nunca) se suceden en España conforme al patrón del eterno retorno propugnado por los estoicos: desde la aprobación de la LOGSE en 1990, diversas leyes han ido parcheando la Enseñanza Secundaria y el Bachillerato sin conseguir ninguno de los objetivos propuestos de acuerdo con los estándares internacionales a los que estamos sometidos. Todas esas leyes, cuyos nombres con dificultad conservamos en la memoria, tienen un rasgo común entre sí: en cada una de ellas y en la práctica diaria de las distintas administraciones educativas, las Humanidades han ido perdiendo terreno inexorablemente. En especial las Lenguas Clásicas, como eslabón más débil dentro de estas materias: no son obligatorias para ningún alumno en ninguna etapa educativa, honor que comparten con la Religión (aunque, como es lógico, por muy distintas razones). En el proyecto de la nueva ley educativa, actualmente en trámite en el Congreso, no aparecen por vez primera ni siquiera citados el Latín y el Griego. Si bien el Ministerio afirma que aparecerán en los decretos de desarrollo de la nonata LOMLOE, nada permite asegurar que esto vaya a suceder en todas y cada una de las Comunidades Autónomas ni mucho menos en todos los Institutos de España. Además, no hace falta ser un experto en Derecho Administrativo para entender que un decreto puede cambiarse en cualquier momento por otro, con lo que la inestabilidad de ambas materias está asegurada. El cada vez más escaso número de alumnos que eligen estas materias no se debe a que no les atraigan: no se puede optar por lo que no se conoce. No es lógico dejar al criterio de estudiantes de quince años la decisión de cursar estas materias, porque salvo los muy motivados o los que procedan de un ambiente familiar cultivado que conozca lo que aportan al currículo, para la gran mayoría no serán una opción que entre en sus cálculos. ¿A alguien en su sano juicio se le ocurriría que las Matemáticas fueran opcionales? ¿Cuántos alumnos las escogerían por propia voluntad? ¿Por qué el Latín y el Griego no pueden ser obligatorios en algún momento del currículo? Sin duda, el Latín para todos, el Griego, al menos, para los de Humanidades. ¿Alguien del Ministerio ha estudiado cuál es la situación de las Lenguas Clásicas en Italia, Alemania o Francia? Observaría que se pueden estudiar hasta cinco o seis años estas materias: el Liceo Classico italiano sigue gozando de un amplio prestigio y lo cursan estudiantes que luego se matriculan en Medicina, Empresariales o Ingeniería, pero que consideran que haber cursado varios años de Latín y Griego les proporciona una base cultural significativa.

   La decimonónica división entre Ciencias y Letras no se sostiene epistemológicamente: las fronteras entre la Filosofía, la Física, la Química y la Biología se difuminan en las neurociencias; los historiadores necesitan leer Latín para estudiar el Renacimiento o saber Economía para entender el mundo actual (y pueden dedicarse a elaborar videojuegos); a los filólogos se les pide que trabajen con los informáticos en el procesamiento del lenguaje en el campo de la inteligencia artificial o que creen un sistema de comunicación para un hipotético encuentro con seres avanzados de otros mundos. El sistema educativo debería garantizar, para toda la población, una formación científica y humanística conjunta, dejando la decisión sobre estudios posteriores para el último momento posible, pero después de haber pasado por todas las materias relevantes. Resulta paradójico que el ensayo más vendido en España sea El infinito en un junco, en el que Irene Vallejo traza una erudita (a la vez que apasionante) historia del libro en la Antigüedad o que acabe de recibir el premio Princesa de Asturias de las Letras Anne Carson, profesora de Griego en Michigan, cuya obra no existiría sin una atenta lectura de los líricos griegos (como la de Louise Glück. Premio Nobel de Literatura). Hemos leído también La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine, defensa de la literatura o el arte en una sociedad atenta solo al beneficio tangible (a lo que habría que añadir, al modo de Quevedo: Solo el necio confunde valor y precio). E, incluso, un matemático, Ricardo Moreno, nos ha regalado una aportación de título transparente: Los griegos y nosotros. De cómo el desprecio por la Antigüedad destruye la educación.

   Lo que está en discusión es qué se entiende por educación y qué valor le damos a la transmisión del conocimiento. Si, como afirma Gregorio Luri, hay que defender un conocimiento poderoso, o, por el contrario, seguimos la senda antiilustrada de un conspicuo gurú educativo: “¿A quién le importan los contenidos?”. El camino por el que discurre la nueva ley, en la que se habla de agrupar las materias en áreas, no parece ser el del conocimiento profundo. Esto perjudica especialmente a las clases más desfavorecidas: los más pudientes tienen medios de sobra para suplir las carencias del sistema educativo, pero, para algunos, su paso por la escuela va ser el único contacto con la reflexión, la cultura o el libro. ¿O es que se pretende que haya ciudadanos de primera y de segunda?

   La plataforma Escuela con clásicos, de la que forman parte la Sociedad Española de Estudios Clásicos, la Asociación Cultura Clásica y otras, ha conseguido el apoyo de la Real Academia Española en defensa del mantenimiento de las Lenguas Clásicas en España, expresado en una carta al Ministerio de Educación. Personalidades del mundo de la cultura como Arturo Pérez Reverte o Lorenzo Silva se han manifestado en artículos y otras intervenciones públicas también a favor de la conservación del Latín y el Griego. Se han mantenido entrevistas con todos los partidos del arco parlamentario para transmitirles la gravedad de la situación y solicitarles su apoyo. Estamos en un momento crucial, en el que nos jugamos la supervivencia de dos materias que han formado parte de la columna vertebral de la cultura occidental durante más de veinte siglos. Son las autoridades educativas las que tienen que decidir cómo quieren pasar a la historia: como quienes apoyaron las Humanidades, sin las que la idea misma de democracia es impensable, o como quienes les dieron el golpe de gracia. Queda tiempo aún para arreglar el entuerto durante la tramitación parlamentaria, que actualmente se encuentra en la fase de discusión de enmiendas. A ustedes, señoras y señores diputados, les corresponde pensar en la próxima generación, y no en las próximas elecciones.