Jacinto Antón www.elpais.com 03/04/2010
Escipión, Pompeya, los gladiadores, las legiones, el sexo… Los libros sobre Roma proliferan. Este es un recorrido por algunos de los mejores títulos recientes y opiniones de varios de sus autores sobre el auge literario y la fascinación que ejercen los romanos.
Nada mejor para simbolizar el auge de los libros de romanos, que nos ofrecen legiones, césares, bárbaros, gladiadores (¡cómo no!) y hasta una novela sobre la que según su autor acaso sea la primera mujer maltratada documentada en la historia -la esposa de Adriano, Sabina (La emperatriz amarga, de Manuel Francisco Reina, Roca editorial, 2010)-, que empezar por un triunfo, la celebración por excelencia de la victoria en Roma. O mejor, dos triunfos.
Uno es, claro, el merecidísimo de Escipión el Africano en La traición de Roma (2010), el título que cierra la exitosa y monumental trilogía de Santiago Posteguillo sobre el personaje. En un pasaje de la novela, una novela como las dos anteriores llena de episodios sobrecogedores -las cargas de los catafractos sirios y los elefantes del ejército de Antíoco III en Panion y Magnesia, el paseo de Catón tras la batalla de Emporiae rematando guerreros iberos con su gladio, la maldición del rey númida Sífax contra Escipión mientras lo precipitan desde la roca Tarpeya («¡Malditooooo…!»)-, asistimos desde primera fila (privilegios del lector de narrativa histórica) al desfile triunfal del Africanus, vencedor de Zama, un verdadero espectáculo: el general con la cara pintada de rojo en un carro militar, los valerosos legionarios, los cautivos, el botín… el kit completo vamos. «¿Las razones del éxito de mi trilogía? Roma somos nosotros mismos y por eso nunca deja de interesarnos», reflexiona Posteguillo. «En plan reivindicativo déjame decir que ya era hora de que relatásemos la historia de Roma desde aquí: no fuimos precisamente una esquina del imperio. A la gente le ha gustado eso, una novela de romanos escrita por un español. Y escrita con atención a los hechos acaecidos en Hispania; y con un lenguaje asequible, no simplón pero tampoco rebuscado. ¿Licencias? Es una novela, pero cuando pinto a Catón cruel hay que recordar que se jactaba de haber destruido una ciudad ibera por cada día que pasó en Hispania. Y cuando muestro el encuentro legendario entre Escipión y Aníbal en Éfeso lo hago verosímil». Posteguillo avanza que trabaja en otra larga historia de romanos, en época imperial, sobre otro gran personaje.
El segundo triunfo, en realidad un abanico de ellos, una documentadísima historia de esa singular celebración de las victorias bélicas tan importante durante mil años de vida romana, es el del libro de Mary Beard El triunfo romano (2009), en el que la simpática catedrática de Clásicos en Cambridge analiza el fenómeno con la amenidad y profundidad que la caracterizan. El triunfo, del que se realizaron más de trescientos y que se convirtió en el modelo de conmemoración del éxito militar en Occidente, es, nos dice Beard, un elemento fascinante de la cultura romana y que está lejos de haber sido entendido del todo. Por ejemplo, una imagen como la que Postiguillo describe en su novela y que a todos nos suena como la más habitual en un triunfo, la del general victorioso en su carro con un esclavo detrás recordándole su condición mortal, está acreditada sólo en contadísimas ocasiones.
Beard explica en su libro cosas sensacionales: en la colosal celebración de Pompeyo Magno se habría exhibido un busto del propio vencedor realizado enteramente con perlas (Plinio el Viejo, ese cascarrabias, apuntó cáusticamente que el desfile fue «una derrota de la austeridad y un triunfo del lujo»). Entre los soberanos y enemigos destacados obligados a desfilar en algún triunfo ante currum, delante del carro del general, figuran Yugurta y Teutobodo (en los de Mario), Arsínoe -hermana de Cleopatra-, Juba y Vercingetórix (en los de César), Tusnelda, esposa de Arminio (en el de Germánico), Simon Bar Giora (en el de Vespasiano y Tito) o Zenobia (en el de Aureliano): tanta nomina, que diría Tito Livio. En cambio, Lucio Vero tuvo que recurrir a un grupo de actores para representar monarcas en su triunfo porque, pobrecillo, no había apresado ninguno de verdad. Cleopatra se escapó de la humillación gracias a los áspides, así que Octavio hizo desfilar a una estatua de la reina egipcia.
Entre los casos más curiosos que señala Beard está el de Publio Ventidio Baso, que, originario de Piceno, desfiló de niño como prisionero en el triunfo de Pompeyo Estrabón tras la guerra social y después lo hizo ¡como vencedor! en el triunfo que se le dedicó al derrotar a los partos. Si desear demasiado un triunfo -como hace el Escipión Africano de Posteguillo- era sospechoso, también estaba mal visto no quererlo. No obstante se consideró honorable que lo rechazara el cónsul Marco Fabio Vibulano, por el pesar que sentía a causa de la muerte del otro cónsul y de su propio hermano en la campaña en que había obtenido la victoria.
Del triunfo a un aspecto menos sublime del mundo romano: las letrinas. Del asunto de los lavabos en tiempo de los césares, largamente evitado por el mundo académico, se ocupa una obra tan asombrosa como Latrinae et foricae (2009), del arqueólogo Barry Hobson. Pormenorizado estudio con una amplia investigación sobre el terreno (!), el libro explica los diferentes modelos y usos, y explica cosas tan curiosas como que los romanos generalmente evacuaban, con perdón, sin nuestra necesidad de privacidad, y mientras lo hacían podían conversar y atender, ajenos al pudor, los asuntos mundanos. El mobiliario más extendido al efecto eran los retretes públicos conocidos como foricae, largos bancos con múltiples agujeros, que se encuentran en prácticamente todo el mundo romano. El libro, en inglés, recuerda el único caso de un emperador asesinado en una letrina, Heliogábalo, por su -poco delicada, hemos de convenir- guardia pretoriana.
En Pompeya (2009), de la propia Mary Beard, encontramos también información sobre este apremiante tema. En la ciudad sepultada por el Vesubio se han estudiado 195 ejemplos de excusados, y se han investigado los parásitos intestinales hallados en las letrinas (¡qué dura es a veces la arqueología!). Los retretes de las casas se encontraban habitualmente en la cocina y no disponían de puerta. Para limpiarse, los romanos usaban una esponja con mango y es célebre -Beard lo recuerda- la anécdota del prisionero germano que en tiempos de Nerón, antes que ser esclavizado, prefirió ahogarse metiéndose por la garganta dicho instrumento (que en su bárbara inocencia habrá confundido con vete tú a saber qué). Los legionarios en campaña empleaban musgo.
Pompeya es un interesantísimo paseo por la ciudad (esta sí realmente eterna). De lo minúsculo (las lironeras, donde los lirones eran criados como los hámsteres hoy, aunque luego los pompeyanos se los comían salpicados con miel y semillas de amapola, como atestigua el recetario de Apicio) a la estructura urbanística (había calles peatonales) o el clientelismo político y la corrupción, pasando por los sutiles mensajes eróticos («aquí follé yo», en un grafito) y la omnipresencia iconográfica del falo. Pompeya no es sólo el libro más apasionante e iluminador y entretenido que puede leerse sobre la ciudad (y su catástrofe, cuando el cielo se puso negro a mediodía y los cerebros de la gente agonizante se cocieron en sus cráneos por el efecto del flujo piroclástico) sino que ofrece una revisión sobre la idea misma que tenemos de la urbe enterrada.
Para Beard, Pompeya no es la «ciudad congelada en el tiempo» del tópico, sino «un lugar mucho más intrigante y sugestivo». Una ciudad que aquel día del año 79 no sólo estaba lejos de vivir un momento habitual sino que se enfrentaba a una emergencia: una ciudad en fuga, convulsionada. O sea que cuando la visitas no estás paseando por una ciudad romana normal. En buena medida, advierte la historiadora, Pompeya es una ciudad después de que sus habitantes hicieran el equipaje, echaran la persiana de sus negocios y salieran por piernas (la mayoría se salvaron). Además, en realidad los edificios aparecieron en un estado ruinoso, como si hubieran sido bombardeados (y de hecho buena parte de la ciudad lo fue de verdad luego durante la II Guerra Mundial) y lo que vemos hoy es una reconstrucción. Beard investiga también el tema de los burdeles pompeyanos, y el de los gladiadores («ídolos de las nenas»), y extrae interesantísimas e imprevistas conclusiones…
«Lo sorprendente con el mundo clásico es que cada generación siente que está descubriendo la antigüedad por primera vez», dice Beard en conversación con este diario. «En los sesenta y setenta fueron extremadamente populares los libros de Michael Grant y Robert Graves, como en el XIX fue Los últimos días de Pompeya, de Bulwer Lytton. El mundo antiguo nunca ha perdido su poder de atraernos, pero cada vez la gente se siente concernida de una manera especial y encuentra cosas distintas y nuevas». Para Beard la novela histórica tiene una capacidad «formidable» de transmitir información. «Los propios romanos ya sabían que la frontera entre historia y ficción es muy borrosa. A menudo la ficción es excelente para devolver la vida al mundo romano y mostrar cómo era. Los libros de Robert Harris sobre Cicerón, por ejemplo, son muy buenos. Y el cine, bueno, Roma ha sido la coartada para alguna burda pornografía, como Calígula, y de hecho durante al menos doscientos años se ha usado la antigüedad como excusa para mostrar carne desnuda, pero hay cosas estupendas, Yo, Claudio, Gladiator. Cuando son buenas, las películas son muy buenas».
Del ensayo regresemos a la novela. Tenemos una auténtica legión de títulos recientes, y valga lo de legión porque la inmensa mayoría se inscriben en un marco bélico. A mí personalmente me ha hecho disfrutar mucho Traición (2009), de Anthony Riches, que trata sobre un joven oficial patricio cuya familia ha sido exterminada por Cómodo y que encuentra refugio en una cohorte auxiliar en el muro de Adriano, en Britania. Personajes muy bien trazados, intrigas, el ambiente rudo y violento de las legiones perfectamente reflejado, combates que te dejan con la boca abierta, y muchos fuerza y honor, que diría nuestro general (y gladiador) favorito, Máximo. Fuego en Oriente (2009), de Harry Sidebottom, la primera entrega de una nueva serie de romanos, una trilogía, que propone Edhasa (por cierto, está a punto de aparecer la nueva novela de la serie de Scarrow sobre el centurión Cato ¡y se titula El gladiador!), nos lleva al otro extremo del imperio y a otra época, menos habitual, el siglo III. «Un periodo del que se sabe tan poco que nadie podrá demostrar que estoy equivocado», bromea el autor, profesor de historia antigua en Oxford. La novela es ágil, emocionante y bien documentada y sobre todo cuenta con un carácter estupendo: Marco Clodio Ballista (sic), el protagonista, un hérulo, un germano, un bárbaro incorporado al ejército romano en el que ha alcanzado la más alta dignidad, dux ripae, y al que envían como comandante a la guerra contra los persas sasánidas. Muchas cosas interesantes: el ruido de la spatha (la espada larga) al entrar en un cuerpo, «como el de cuchillos cortando repollo»; la imagen de los ejércitos de Sapor resplandecientes y amenazantes bajo el sol, con su estandarte de guerra y su poderoso ariete…
Algo más allá, en el siglo IV transcurre la interesantísima La profecía de Jerusalén (Edhasa, 2010) de la historiadora Margarita Torres, que debuta en la novela con este thriller histórico centrado en el general Flavio Teodosio, un célebre y aguerrido militar que fue el padre del emperador Teodosio, nacido en Hispania. Con Gobernador imperial (2010), de George Shipway, regresamos a un escenario (Britania) y un tiempo (el de Nerón) más habituales -sobre todo en los autores británicos-. El protagonista es el general Suetonio Paulino al que el emperador le encomienda consolidar la conquista de la díscola provincia y que deberá enfrentarse con la revuelta de la reina Boadicea. La escena en que el legado desembarca al frente de sus legionarios en la isla de Mona y se enfrenta al horror de los sacrificios humanos de los druidas es de las que no se olvidan. Unas palabras sobre Shipway: es el autor de Lanceros, aventuras en la India colonial, y fue él mismo teniente coronel de la Caballería Real India (se enroló para poder jugar al polo). Sertorio (2009), del portugués Joao Aguilar (autor de Viriato), es una novela bastante convencional, pero tiene el interés de presentar literariamente a alguien tan extraordinario como Quinto Sertorio, el célebre general romano convertido en proscrito por Sila y que agrupó a otros compatriotas y a las tribus hispanas para erigirse en una especie de procónsul rebelde y librar una exitosa guerra de guerrillas contra Roma (¡qué gran aventura!). Parte de la novela está narrada por un amigo griego de Sertorio -un recurso habitual-, otra por uno de sus comandantes y la final por un muchacho lusitano gay, que es el que ha cuidado de la famosa corza blanca de Sertorio.
Una de las grandes novelas de romanos reciente es sin duda Los Idus de marzo (2009), de Valerio Manfredi, que narra en forma de tenso thriller («¡lo fue!», me dice Manfredi) las 48 horas previas al asesinato de Julio César. La trama se centra especialmente en la peripecia de varios mensajeros, entre ellos el centurión Publio Sextio, que tratan de llegar a tiempo a Roma con información de la conjura para advertir a César -«el águila está en peligro»-. Mientras, este se muestra extrañamente vulnerable, despide a su guardia, intima con sus futuros asesinos, hace oídos sordos a confidentes y arúspices. Manfredi retrata a Marco Antonio como el gran enigma de los idus, recuerda lo que se decía de Bruto («no sabe lo que quiere pero lo quiere apasionadamente») y orquesta un suspense acongojante: uno incluso llega a creer que César puede salvarse… Entre lo mejor, el consejo de guerra de preparación de la guerra contra los partos, la precisión en los itinerarios de los agentes y contraagentes por la campiña itálica y la imagen del brazo ensangrentado del gran Julio que pende de la camilla. «Roma nos sugiere autocracia y violencia», reflexiona el autor en charla con este diario, «pero sobre todo ciudadanía y ley. Nada más lejos de la verdad que las palabras de Ben-Hur a Mesala: ‘Cuando caiga Roma surgirá un grito de alegría en el mundo’; no fue así: Britania incluso pidió el regreso de las legiones. La alternativa fue el caos, la oscuridad. El interés por Roma no pasa, aunque los políticos y los editores olvidan a menudo ese interés de la gente, la fascinación de lo que éramos».
Del magnicidio en Roma a una serie de asesinatos en Tarraco: los que aparecen en El sicario de los idus (precisamente), de la jurista Cristina Teruel (Edhasa, 2009), una primera novela que se lee muy bien. Sin salir de la Tarraconensis, con extensiones a Ilerda y Baétulo, El somni de Tarraco, en catalán, de X. R. Trigo (Edicions 62, 2009) recorre el pasado romano de la actual Cataluña. Añadamos la estupenda Hay luz en casa de Publio Fama (RBA, 2009), de Juan Miñana, historia de periodista avant la lettre (uno de los subrostrani, vendedores de información) en una Barcino más que creíble.
Si hablamos de biografías, hay que destacar Marco Aurelio (2009), de Anthony Birley, un retrato impecable del emperador filósofo, el césar casi perfecto que sólo falló (y Cómo -do-, perdonen el irresistible juego de palabras) en su sucesión y cuyo recuerdo para las nuevas generaciones es inseparable de Gladiator. Birley, al que le gustan Yo, Claudio y el Juliano de Gore Vidal, y ha leído a Lindsey Davis y Fuego en Oriente -¡Sidebottom ha sido pupilo suyo!-, tiene algunas interesantes observaciones que hacer sobre el interés actual por los romanos. «Aunque es cierto que la fascinación por las legiones atrae a mucha gente hacia la antigüedad», dice en unas declaraciones a este diario, «me parece un poco triste que la violencia y la lucha jueguen una parte tan importante en la imagen popular de la antigua Roma».
Un poquito de sexo: Amor y sexualidad en la antigua Roma (2009), del clasicista Alfonso Cuatrecasas, nos explica cosas tan interesantes como que Claudio, aficionado a las prostitutas, llegó a esperar toda una noche por una ramera armenia -eso no salía en la serie de TV- y que el cruel Domiciano gustaba de depilar él mismo a sus concubinas. Correrse en latín es, hay que ver, destillatio o gaudere, y una erección, rigidam habere. Volviendo a los gladiadores, un libro en francés, La mort en face, le dossier gladiateurs (2009), de Éric Teyssier, nos pone al día sobre los luchadores del anfiteatro, con una documentación amplísima, y advierte que nuestra visión sobre el fenómeno de la gladiatura está falseada; no se trataba ni mucho menos de un asunto simplemente cruel y sanguinario sino que estaba sometido a normas y códigos muy precisos, y muy tecnificado. De la seriedad académica de este libro pasemos al humor del simpatiquísimo, pero en absoluto falto de rigor histórico Legionary, the roman soldier’s manual (2009), de Philip Matyszak. Este librito indispensable nos introduce en el mundo de las legiones ¡como si los lectores fuéramos a enrolarnos en ellas! Con la excusa de cuál sería la mejor opción, se pasa revista a todas las unidades. También se examinan las ventajas de servir en la caballería, la flota, o los auxiliares; se explica cómo elegir armas, la lucha, los enemigos (cómo distinguir un dacio de un picto)…
Para los que leen alemán, una delikatessen oportuna en este año pos-aniversario de la batalla de Teutoburgo y la clades variana, el desastre de las tres legiones de Quintilio Varo el año 9: Das Limes-Lexicon (2009), un diccionario de términos relacionados con la frontera en Germania. Y si de la lucha con los bárbaros se trata, Furor barbari! (Versátil, 2009), de Francisco Gracia, ofrece interesantísima información de especialista sobre los aspectos militares de celtas y germanos. Finalicemos convenientemente con La caída del imperio romano (2009), del imprescindible Adrian Goldsworthy, un ameno recorrido por el declive de Roma desde el siglo III, ideal para estos tiempos de crisis.
Pero que ello, la caída, no nos haga olvidar a Tíbulo: Roma aeterna. Ya se sabe, Gloria non moritur. Y menos con tantos buenos libros.
Una legión de papel
-La traición de Roma, Santiago Posteguillo.
Ediciones B. 22 euros
-El triunfo romano / Pompeya, Mary Beard.
Crítica. 29 y 29,90 euros
-Traición, Anthony Riches.
Militaria. 21 euros
-Fuego en Oriente, Harry Sidebottom.
Edhasa. 29 euros
-Gobernador imperial, George Shipway.
Pàmies. 19,95 euros
-Sertorio, Joao Aguilar.
Edhasa. 24 euros
-Los idus de marzo, Valerio Manfredi.
Grijalbo. 18,90 euros
-Amor y sexualidad en la antigua Roma, Alfonso Cuatrecases.
Letras Difusión. 16 euros
-Laetrinae et Foricae, Barry Hobson.
Duckworth. 20,65 euros
-Marco Aurelio, Anthony Birley.
Gredos. 30 euros
-La mort en face, Éric Tessier.
Actes Sud. 33 euros
-Legionary, The roman’s soldier manual, Phipìl Matyszak.
Thames & Hudson. 20 euros
-La caída del imperio romano, Adrian Goldsworthy
La Esfera de los Libros. 33 euros