23/12/2013
Miguel Ángel González | Ibiza www.diariodeibiza.es

El Museo de Puig des Molins nos hace retroceder miles de años y la necrópolis nos habla de la ciudad y de sus habitantes.

El Museo del Puig des Molins, por su asentamiento en una necrópolis, nos descubre cómo se vivía la muerte en el mundo antiguo. Pero no nos equivoquemos, porque los vestigios hallados en las fosas y en los hipogeos –los útiles que se le dejaban al fenecido para que le acompañaran en su último viaje­–, desde la muerte nos hablan de la vida. De ahí que en el museo y en la necrópolis tengamos la mejor evidencia de cómo vivían los pueblos que habitaron nuestro mismo solar.

Ignoro cuántos ibicencos, residentes o turistas, saben que la ciudad de Ibiza tiene el privilegio de ser una de las más antiguas del Mediterráneo y que desde su ya lejana fundación como colonia de Cartago ha estado habitada en un mismo solar, capa sobre capa como una cebolla, sin solución de continuidad; y que, como recogen Diodoro de Sicilia (Historicon Bibliotheque, V, 16-18) y su paisano Timeo de Taormina, Ibosim era ya una población importante de aproximadamente seis mil habitantes, con «formidables murallas, muchas casas bien construidas y habitada por toda clase de extranjeros» cuando los nativos de la vecina Mallorca todavía se vestían con pieles de oveja y se peleaban a pedradas. Pero no es sólo eso, porque la isla –toda la isla– es un formidable parque arqueológico que nos hace retroceder no menos de cinco mil años. La razón de que en el hecho civilizador madrugáramos tanto en Ibiza tuvo varios motivos. El primero es que, en la Antigüedad, todo el universo conocido en nuestras latitudes era un mar rodeado de tierras como significa la misma palabra Mediterráneo, un mundo que se veía sobre todo desde el mar. Y siendo este mar interior la vía de comunicación que facilitaba una interacción constante entre pueblos que por vía terrestre se habrían ignorado durante siglos, Ibiza, siendo la isla más cercana a las costas ibéricas y africanas, disfrutaba de una situación estratégica incomparable.

A nadie se le escapa, por otra parte, que, si en aquel contexto marítimo los puntos de partida y llegada de las naves eran los puertos, en Ibiza no faltaban lugares de amarre, refugio y aguada. A partir de aquí, es fácil entender la importancia que en una isla con una historia tan dilatada como la nuestra tiene la arqueología, única disciplina que hoy puede explicarnos vidas, generaciones y siglos, en una cronología que se nos ofrece como un fascinante viaje, hacia atrás en el tiempo, a nuestras raíces.

Dicho esto, la mejor muestra de las huellas que nos han dejado los pueblos que nos precedieron la tenemos en la Necrópolis del Puig des Molins y en su formidable museo, que si ha estado cerrado por obras 18 interminables años, ahora se nos muestra felizmente renovado. Es cierto que al estar ubicado en un cementerio, las piezas en él expuestas nos hablan sobre todo de la muerte, de inhumaciones e incineraciones, de las distintas formas de enterramiento en hipogeos, fosas, pozos y urnas, pero me parece más exacto decir que el museo, desde la muerte, nos habla de la vida. No sólo porque vida y muerte son la cara y la cruz de una misma moneda, sino porque los ajuares funerarios recogen los objetos de uso cotidiano que el muerto necesitaría en la otra vida. Todos estos objetos nos descubren así sus creencias, sus esperanzas, sus miedos y también sus costumbres. Ver en el museo los vasos, las jarras y los platos que utilizaban, además de amuletos, escarabeos, huevos de avestruz decorados con el color almagre que simbolizaba la vida, así como ungüentarios, terracotas, elementos de acicalamiento y adorno como collares, pulseras, anillos, brazaletes, pendientes, navajas de afeitar, espejos, útiles de cirugía, herramientas de trabajo, incluso los anzuelos que utilizaban para pescar, es algo que nos emociona. Y nos emociona porque nos traslada a sus casas, a sus talleres y, en definitiva, a la vida que hacían en el mismo solar que ahora pisamos. Y en aquellos objetos descubrimos también los oficios que entonces eran comunes, alfarero, pescador, agricultor, esquilador, carnicero, mercader, escriba… Lo que quiero decir, en resumidas cuentas, es que la necrópolis nos habla de la polis, de la ciudad de Ibiza y de sus habitantes.

Dos colinas colindantes
Es sintomático que la ciudad de los vivos y la ciudad de los muertos ocupen dos colinas colindantes, que sólo separa la pequeña vaguada del Soto. Visto el lugar en su conjunto, es imposible no imaginarse las procesiones funerarias entre el Puig de Vila y el Puig des Molins, cortejos que irían precedidos por los sacerdotes, seguidos por las plañideras y los allegados del difunto que entonarían salmodias y rezos. Es muy difícil no imaginar la luctuosa liturgia que acompañaba a las incineraciones, la colocación, en su caso, a la temblorosa luz de las antorchas, del finado en su hipogeo y el amor con el que algún familiar depositaría sobre la tumba los objetos que el fallecido había utilizado durante toda su vida. El museo, sin embargo, no sólo nos invita a soñar. Dispone de una bien nutrida biblioteca y ha editado una extensa colección de monografías que nos permiten adentrarnos en aquel mundo que hoy conforma un legado impagable. En la colina podemos pasearnos entre los olivos y las tumbas. Y entrar en los hipogeos, donde todavía se conservan los enormes sarcófagos monolíticos de marès. Lo he dicho otras veces, el lugar tiene aura, tiene algo especial que nos hace percibir la necrópolis como tierra sagrada. Cuando abandonamos el lugar, sabemos que buena parte de nuestra historia sólo podemos desvelarla en esta colina, en el Puig des Molins, en la necrópolis y en su museo. ¡Un mundo tan lejano y, sin embargo, tan cerca de nosotros, tan próximo al nuestro!

FUENTE: http://www.diariodeibiza.es/pitiuses-balears/2013/12/22/muerte-mundo-antiguo/664796.html