E. J. Rodríguez 06/2016 www.jotdown.es

Escribió Pascal que de haber tenido la reina Cleopatra una nariz distinta, la faz del mundo hubiese cambiado para siempre, porque la legendaria belleza de la reina de Egipto se interpuso en los planes de los líderes romanos, envalentonados por su superioridad militar pero subyugados cuando se encontraban con ella. Así, la más famosa nariz de todos los tiempos se convirtió en el emblema del personalismo en el análisis de la historia; los cronistas antiguos tendían a pensar que un único individuo podía desviar el curso de las cosas tanto como la conjunción de otros muchos factores, por lo que concebían la historia como un tejido de nombres propios. Hoy creemos más bien que para llegar al momento en que un único individuo marque la diferencia, antes han debido producirse muchos otros acontecimientos. Los historiadores modernos juegan con un sinnúmero de circunstancias, estudiando desde la economía y el clima hasta los sistemas culturales y religiosos. Pero nada de esto, en el fondo, desmiente a Pascal. Cleopatra pudo hacer uso de su atractivo, por qué no; quizá unido a su astucia influyó sobre la política romana.

Hubo otro rey africano que, varias décadas antes que Cleopatra, marcó su nombre a fuego en la memoria de Roma. Generaciones enteras lo recordarían como el demonio africano que contribuyó a acelerar el declive de la República, sistema político que había perdurado durante siglos. Yugurta (en latín Iugurta, y por lo general llamado Jugurta en la versión española tradicional) fue el tercer rey de Numidia y una figura desconcertante, combinación de aliado y enemigo, que convirtió su reino en un Vietnam para los romanos. No porque los derrotase —al contrario, fue él quien salió peor parado de la guerra entre ambos—, sino porque su hábil juego de despachos causó varios escándalos de enorme magnitud. Para salirse con la suya, recurrió a sobornos y asesinatos, desestabilizando una corrupta estructura política republicana que estaba ya muy desprestigiada. Sus manejos entre bastidores indignaron a unos ciudadanos que estaban perdiendo la paciencia hacia sus líderes. Como aliado de Roma, que lo fue, resultó molesto y poco digno de confianza. Como enemigo, que también lo fue, nunca  causó un gran daño militar, ya que no podía soñar con vencer a los romanos sobre el campo de batalla como hacían los bárbaros del norte, que estuvieron cerca de acabar con la República. Yugurta se limitó a defenderse en su propio territorio y nunca intentó invadir territorio romano. Pero el daño que causó fue más duradero, porque era un daño moral.

El texto canónico que narra el conflicto entre Yugurta y Roma fue escrito varias décadas después de los hechos por el político e historiador romano Cayo Salustio Crispo; Bellum Iugurthinum (La guerra Jugurtina), que así se llama, es un relato muy revelador que nos habla, más que de batallas, de los destrozos que Yugurta causó en la percepción que los romanos tenían de su propio sistema político. Salustio no deja de subrayar la maldad y falta de escrúpulos del rey númida, pero también describe las instituciones republicanas con tintes muy oscuros. Es verdad que Salustio estaba muy preocupado por la deriva de Roma en su propio tiempo —murió unos diez años antes de que la República desapareciera para siempre—, así que hacía mucho hincapié en que los males provenían desde varias generaciones atrás y que los pecados del sistema eran antiguos. Si Salustio era un «indignado» de su generación, la guerra de Yugurta le sirvió para ejemplificar todos los males de Roma. Pero su relato es consistente. Narra cómo los dirigentes romanos permitieron los desmanes de Yugurta en el reino satélite de Numidia, dejándose comprar sin disimulo alguno hasta que Yugurta empezó a incurrir en provocaciones que Roma ya no pudo tolerar (y aun así, todavía los hubo que accedieron a ser sobornados). Yugurta convirtió en un hueso duro de roer en el campo de batalla, pero sobre todo fuera de él. Cuando fue vencido por fin, había contribuido a emponzoñar el ambiente de una República que con semejante clase de golpes morales no podía sino empezar a caer. Apresado en el año 106 antes de nuestra era, Yugurta fue cargado de cadenas, exhibido como trofeo en un grandioso desfile triunfal y ejecutado. Pero su venganza póstuma fue proverbial: unos veinte años después de la muerte de Yugurta, los dos dirigentes romanos que se habían atribuido la captura del rey númida se enfrentaron en una guerra civil que desembocó en un reinado de terror. Tiempo después, una segunda guerra civil terminó imponiendo la dictadura de Julio César, lo que marcaba el final de la democracia romana y abría las puertas al establecimiento del despotismo imperial. La República, como sistema, ya estaba en declive antes de la llamada «guerra de Yugurta», pero aquel ambicioso y astuto númida puso mucho de su parte para acelerar su final.

Yugurta, el amigo de los romanos

¡Oh Roma, ciudad en venta! ¡Cuán breve sería tu existencia si hallases un comprador! (Yugurta).

No se puede entender la peculiar relación que existió entre Yugurta y sus aliados romanos sin explicar el importante papel que jugó Numidia en la consolidación de Roma como primera potencia europea. En el año 218 a.C. estalló la segunda de las «guerras púnicas» entre Roma y Cartago. Ambas potencias llevaban tiempo disputándose el dominio del Mediterráneo. Los númidas ocupaban un territorio (Argelia) que era vecino de Cartago (Túnez), pero cuando empezó la guerra Numidia ni siquiera era un reino, sino una pléyade de tribus guerreras cuyos líderes, a su vez, peleaban entre sí con ahínco. Varios de aquellos caudillos númidas simpatizaban con los cartagineses por lógicos motivos de afinidad geográfica, pero uno de ellos, Masinisa, abuelo de Yugurta, demostró mejor olfato político cuando decidió apostar por el bando latino. Unificó las tribus númidas bajo un solo reino y después combatió junto a los romanos, participando en la importantísima batalla de Zama, donde Publio Cornelio Escipión venció al por entonces principal enemigo de la República romana, Aníbal, consiguiendo que los cartagineses firmasen una paz humillante. Gracias a esta hazaña Escipión se ganó el honorable sobrenombre de «el Africano», lo cual le valdría la gloria eterna. Los cartagineses tuvieron que posponer sus ambiciones y durante bastantes años estuvieron ocupados lamiéndose las heridas. Entretanto, Masinisa dispuso de tiempo y tranquilidad para terminar de organizar su nuevo reino, sabiendo que Roma le garantizaba protección contra cualquier enemigo exterior.

La paz con Cartago duró apenas dos generaciones. No hubiese podido perdurar mucho más. Cartago y Roma no podían conciliar sus intereses. Aunque los cartagineses fundaban su poder en la navegación y Roma era una potencia terrestre con escaso interés por el agua, ambos necesitaban dominar la cuenca mediterránea para expandirse y ninguno estaba dispuesto a tolerar la existencia del otro. En el año 149 volvieron a enfrentarse en la tercera y última guerra púnica. El anciano Masinisa, que todavía se sentaba en el trono, hizo honor a su condición de fiel aliado. Murió poco después sin conocer el resultado de la guerra, pero su hijo Micipsa heredó la corona y continuó la misma política de luchar junto a los romanos. La guerra se encaminó a su final cuando las legiones invadieron Cartago. Tardaron toda una semana en controlar la ciudad y tuvieron que hacer frente a una feroz resistencia peleando casa por casa, pero cuando se impusieron no mostraron piedad alguna. La poderosa ciudad de Cartago fue arrasada. Allí, los romanos perpetraron una matanza casi sin precedentes: del millón de habitantes que tenía la capital cartaginesa antes de ser capturada, apenas sobrevivieron cincuenta mil, que fueron convertidos en esclavos. En cuanto a la arquitectura, casi todo lo que todavía permanecía en pie fue destruido. Incluso se decía que arrojaron sal sobre los terrenos circundantes para que no pudiesen ser cultivados de nuevo (aunque esto parece una exageración producto de la leyenda, sobre todo porque no resulta lógico: ¡ya no quedaban cartagineses para cultivar nada!). Cartago fue borrada del mapa, cumpliendo el famoso reclamo del político Catón el Viejo: Delenda est Carthago!, «¡Cartago debe ser destruida!». Roma se convirtió, por fin, en la potencia hegemónica del Mediterráneo occidental. Convirtió el territorio cartaginés de Túnez en una nueva provincia, a la que llamaron Africa Proconsularis. Allí, los romanos reconstruyeron y repoblaron Cartago, estableciendo un contingente militar y diversas instituciones para el gobierno provincial. Al otro lado de la frontera, en la actual Argelia, la fiel Numidia continuó bajo protección romana, casi como un Estado satélite. Aunque sobre el papel era independiente, su política exterior quedaba subordinada a la de la República. Dicho de otro modo: los romanos no tenían ningún interés en que Numidia dejase de ser un reino independiente mientras pudiesen comerciar con libertad y contar con su apoyo militar. Se consideraban legitimados para intervenir si había problemas internos, hecho que los númidas conocían y aceptaban, no con resignación, sino más bien con una realista aceptación del statu quo. La romanización cultural de Numidia avanzaba con rapidez.

Micipsa, el nuevo rey númida, tenía dos hijos pequeños, Hiempsal y Aderbal, herederos legales del trono. Sin embargo, el príncipe favorito de la gente era su sobrino Yugurta, que apenas entrado en la adolescencia ya destacaba como jinete y arquero, y cuya desenvoltura en los deportes guerreros le confería una enorme popularidad. Era hijo ilegítimo de un hermano de Micipsa, por lo que no contaba en la línea sucesoria; aun así, al rey le inquietó que su sobrino fuese tan querido (y más cercano a la mayoría de edad) que sus propios hijos. Micipsa debió de sospechar que si moría y Yugurta reclamaba el trono, desplazando a los dos herederos legítimos, el pueblo lo aprobaría con entusiasmo. Así, en lo que parece un intento de apartar a Yugurta de las ambiciones dinásticas, Micipsa le envió a la península ibérica para que combatiese junto a los aliados romanos. Quizá albergaba la esperanza de que Yugurta decidiese seguir una carrera militar en las legiones, incluso mudarse definitivamente a Roma para llevar una vida cómoda como dignatario aliado. Pero si esas eran las intenciones de Micipsa, se equivocó. Mandar a Yugurta a España fue un serio error de cálculo. Los años que Yugurta pasó sirviendo junto al alto mando del ejército romano le sirvieron para aprender muchas lecciones valiosas que emplearía en el futuro. Primero se empapó de la organización militar y la estrategia de las legiones, ya que participó en instructivos episodios bélicos. Por ejemplo, cuando tenía veintiséis años estuvo en el famoso sitio de Numancia, comandando tropas auxiliares enviadas por Micipsa. Y no solo aprendió de los romanos. También observó que los celtíberos, pese a enfrentarse a un ejército más avanzado y disciplinado, se estaban mostrando muy capaces de oponer una férrea resistencia. Eran quizá inferiores en tecnología y organización, pero usaban el terreno en su favor, evitando combatir en campo abierto, donde nadie podía esperar vencer a la máquina bélica romana sin tener una gran superioridad numérica. Los celtíberos se internaban en bosques y montañas, atrayendo a los legionarios para tenderles emboscadas. Atacaban de manera inesperada a las columnas romanas y se dispersaban rápidamente, huyendo por una orografía que hacía muy difícil toda persecución. Aquella, una de las primeras guerras de guerrillas de la Historia, fue una dura prueba para los romanos, que no estaban tan preparados para eso como para la batalla convencional. La guerrilla les exasperaba, incrementaba mucho los costes militares y además afectaba a la moral de los legionarios. Yugurta tomó buena nota.

Con todo, la lección fundamental que aprendió en su trato directo con los romanos fue conocer de cerca su mentalidad. Como oficial y príncipe de una nación aliada, hizo muchos amigos importantes entre los líderes romanos de Hispania y pudo entender cómo funcionaban las cosas en aquella sociedad todavía tan distinta de la númida. Yugurta procedía de un reino donde imperaba una monarquía que mantenía rasgos de caudillaje tribal, donde el poder vertical de un único individuo no era discutido. Pero Roma era una sociedad mucho más compleja, cuyo sistema político había sido construido a lo largo de siglos para evitar precisamente un retorno a ese tipo de monarquía. Los romanos de aquella época, o por lo menos una buena parte de ellos, abominaban del despotismo. Su democracia, aunque muy imperfecta, se había basado en no pocos propósitos nobles y lógicos. Su mentalidad, muy práctica, subdividía las funciones del Estado de manera muy similar a como hacemos hoy, con un sistema de check and balance. Sin embargo, toda aquella complejidad institucional tenía su punto débil. La República era una telaraña de intereses personales donde cualquier decisión importante era susceptible de generar manejos ilícitos. El soborno y el cohecho eran habituales. Cultivar amistades importantes y llenar los bolsillos indicados eran las dos principales armas para influir en el devenir político. Yugurta entendió que pese a la elaborada legislación, en Roma no había mecanismo más rápido para abrirse camino entre los entresijos del  poder que un buen cofre de oro. De esto, también tomó buena nota. En el futuro, ese conocimiento se convertiría en su principal arma.

Juego de tronos

Yugurta, además de inteligencia, hacía gala de un carácter combativo y un sólido entrenamiento militar que le permitieron hacerse un nombre durante las campañas de Iberia. Combatió de manera distinguida junto al general romano Publio Cornelio Escipión Emiliano; también llamado Escipión el Joven, que era hijo adoptivo del hjo mayor de Escipión Africano (en la historia de Roma se da con mucha frecuencia esta coincidencia de nombres dentro de una dinastía, lo cual se presta a confusión). Escipión el Joven envió una carta a Micipsa elogiando la valentía de Yugurta, asegurando que hablaría de sus virtudes ante el Senado con el fin de reforzar la estima que los ciudadanos romanos sentían hacia Numidia. Esto, sin duda, ayudó a cambiar el concepto que Micipsa tenía de su sobrino. No podía subestimar el hecho de que los romanos tenían a Yugurta en tan alta estima. Así, decidió adoptarlo como hijo y lo incluyó en su testamento, lo cual equivalía a sancionar su condición de aspirante al trono. Para evitar conflictos entre sus tres herederos, Micipsa decretó que a su muerte deberían dividir el reino en tres partes. En el año 118, cuando Yugurta tenía cuarenta y dos, el anciano Micipsa murió. Según Salustio, el rey agonizante les habló a sus dos hijos biológicos sobre las virtudes de Yugurta, el amado por Roma, a quien debían tratar como a un hermano mayor y un ejemplo a seguir. Murió tranquilo; sobre el papel, la división de Numidia parecía la mejor manera de evitar una lucha por la sucesión. Sin embargo, Micipsa había subestimado la ambición de Yugurta.

Muerto el rey, los tres herederos programaron una reunión para acordar los detalles de la puesta en práctica del testamento. Había muchos asuntos que tratar, como el reparto del tesoro real y el trazado de las fronteras entre los tres nuevos reinos. Yugurta empezó sorprendiendo a sus dos hermanos adoptivos cuando propuso la anulación de los decretos que el difunto Micipsa había promulgado en los últimos cinco años de su reinado; según Yugurta, esos decretos habían sido dictados cuando el rey estaba ya senil. Sus hermanos adoptivos asintieron con entusiasmo, porque entre aquellas decisiones «seniles» se contaba la de nombrar heredero al propio Yugurta. Es posible que él notase que sus dos hermanos adoptivos le consideraban un advenedizo (según Salustio le trataron con una altivez rayana en el insulto) pero fuese ese el caso o no, es fácil entender que surgieran tensiones entre los dos príncipes por línea biológica, que habían esperado heredar la totalidad del territorio númida, y el adoptado Yugurta, que de repente iba a quedarse con una tercera parte porque era el mejor amigo de los romanos. Aun así,  consiguieron llegar a un acuerdo preliminar sobre la división del tesoro, con lo que las negociaciones parecían bien encaminadas. Los tres príncipes parecían tener buenos motivos para hacer las cosas de manera civilizada. Al otro lado de la frontera, en el África Proconsular, los romanos observaban con mucho interés el proceso de sucesión del que era su aliado más importante de la región.

Pese a que el primer día de la negociación había transcurrido de manera prometedora, Yugurta tenía sus propios planes. Durante aquella misma noche decidió, de manera unilateral, que la negociación había terminado. Aprovechando que sus dos hermanos adoptivos dormían en la misma ciudad, reunió a sus soldados y los envió a su caza y captura. Los hombres de Yugurta se dirigieron a la mansión donde dormía Hiempsal; registraron todo el edificio y, aunque en un primer momento no le encontraron, masacraron a casi todo su séquito. Hiempsal se estaba ocultando en la choza de una esclava, pero no tardó en ser localizado también. Los soldados de Yugurta le asesinaron y le cortaron la cabeza como prueba de que habían cumplido su misión. El alboroto no tardó en extenderse y Aderbal, alarmado, supo lo que estaba pasando. Entendió que él iba a ser el siguiente. Consiguió salir de la ciudad con vida y se dispuso a reunir tropas para lo que parecía una guerra civil inminente. Así, Numidia quedó dividida en dos mitades. Aderbal quedó con un ejército mayor en número, pero Yugurta tenía a los mejores soldados, que respetaban su amplia experiencia militar, así que en una guerra podía tener serias posibilidades de victoria. Aderbal, aterrado, apeló a Roma, enviando mensajes urgentes en los que solicitaba que acudieran en su ayuda puesto que tenía la ley de su lado. No hubo tiempo para que llegase una respuesta. Yugurta, pese a la inferioridad numérica, atacó de inmediato, sorprendiendo a su hermano adoptivo y derrotándolo de manera instantánea. Eso sí, Aderbal pudo huir de nuevo, esta vez al África Proconsular romana, donde Yugurta jamás se atrevería a entrar para darle caza.

En un abrir y cerrar de ojos, Yugurta se había convertido de facto en el rey de toda Numidia. Sin embargo, eso no significaba que podía dormirse en los laureles. El siguiente paso era intentar evitar que los romanos le echasen del trono. No es que a los romanos les preocupase quién reinaba en Numidia, ya que ambos contendientes eran prorromanos y ambos asumían que el suyo era un reino tutelado. Sin embargo, parecía inconveniente que hubiese tanta inestabilidad en un territorio donde la afluencia de comerciantes italianos era cada vez mayor y los negocios prosperaban. Así pues, por más que Yugurta fuese famoso y respetado en Roma, la República debía salvar la cara manteniendo, como mínimo, un simulacro de neutralidad. No solamente ofrecieron refugio a Aderbal sino que le permitieron hablar ante el Senado. Su desesperado alegato es quizá el momento más intenso y emotivo en La guerra de Yugurta de Salustio, quien quizá pudo reconstruir el espíritu del discurso con ayuda de anotaciones de los archivos senatoriales, a los que tuvo acceso, pero sobre todo puso mucho de su prosa, que ganaba enteros cuando recreaba los discursos de otros. Según Salustio, Aderbal recordó a los senadores que él era legítimo heredero del trono, acentuando la magnitud de la traición de Yugurta y su carácter criminal, al haber ordenado el frío asesinato de su propio hermano adoptivo. También recordó que Numidia era la mejor compañera de Roma, aunque eso le hubiese granjeado adversarios por todo el Mediterráneo, así que los romanos tenían por ello una responsabilidad para con su país amigo. Llegó tan lejos como para admitir que la dinastía númida se limitaba a administrar un territorio que en realidad «os pertenece a vosotros». Todo el discurso de Aderbal, aunque bello y extenso, puede resumirse en una sola frase: soy vuestro amigo, soy casi vuestro siervo, y si os queda algo de honor debéis ayudarme a recuperar el trono.

Las palabras de Aderbal provocaron conmoción en el Senado, donde fueron la causa de un acalorado debate. Algunos senadores pedían que Yugurta fuese castigado por sus crímenes, como exigía el honorable papel de Roma como amiga y tutora de Numidia. Otros, en cambio, defendían a Yugurta y recordaban su larga lista de méritos, entre los que se contaban importantes servicios en las campañas españolas. Al final, estos últimos se impusieron y el Senado no decretó una expedición de castigo contra Yugurta, como Aderbal había anhelado. ¿El motivo? Yugurta había enviado mensajeros bien provistos de oro con el que agasajar a varios de sus amigos importantes. Los romanos eran demasiado pragmáticos como para embarcarse en una guerra dinástica que parecía tener poca trascendencia con respecto a sus intereses. Con todo, se tomaban demasiado en serio su condición de garantes de la justicia como para no hacer nada. Les gustase o no a los amigos de Yugurta, Aderbal era un rey legítimo. Se optó por una solución salomónica: en el año 116, una comisión de senadores viajó a África para acabar con el conflicto dividiendo el reino de Numidia en dos partes que adjudicaron a los dos contendientes. Resulta muy significativo que la mitad más fértil y rica del país fuese para Yugurta, pero aun así podía decirse que el reparto respondía a las circunstancias. Es muy posible que Yugurta recurriese a los sobornos para quedarse con la mejor mitad, pero tampoco hay que olvidar que se había impuesto sobre el campo de batalla, lo cual le situaba en una posición superior a ojos de los romanos. Aderbal había sido derrotado y dos veces había salvado la vida por los pelos, así que bien podía considerarse afortunado al poder recuperar su trono. Así, los romanos consideraron resuelto un asunto que para ellos resultaba más molesto que trascendente. El problema residía, claro, en el hecho ominoso de que el carácter de Yugurta no había cambiado en lo más mínimo.

Avispero en África

La paz impuesta por el Senado duró poco más de tres años. Yugurta iba perdiendo la paciencia ante el molesto hecho de que únicamente reinaba sobre la mitad de Numidia, aunque no le gustaba la idea de declarar una nueva guerra contra Aderbal, arriesgándose a molestar a los romanos. En el 113 empezó a incurrir en toda clase de provocaciones para intentar que fuese Aderbal quien le declarase la guerra a él. La caballería de Yugurta entraba en la otra mitad de Numidia, sometiendo a la población de las zonas fronterizas al pillaje. Sus soldados mataban, robaban y violaban con total impunidad, incendiando poblados enteros, para después volver a cruzar la frontera y retornar a sus campamentos. Aderbal estaba alarmado e indignado, pero no respondió a las provocaciones. Volvió a recurrir a lo que consideraba la opción más sensata y envió una petición de socorro a los romanos. Estos, sin embargo, continuaban con una actitud de laissez faire militar. Los romanos pensaban que las intervenciones militares eran honorables, pero caras. Además, estaba surgiendo una nueva amenaza: los bárbaros del norte, que llegaban en enorme cantidad (sus ejércitos llegaban a superar en número a las legiones que les hacían frente) y que sí constituían una auténtica amenaza.

Como la situación no cambiaba, puesto que Aderbal seguía evitando iniciar una nueva guerra y los romanos parecían más preocupados mirando a otra parte, el impaciente Yugurta consideró que aquella era la gran ocasión. Lanzó a un ataque abierto contra su hermano adoptivo. Aderbal perdió la batalla y por tercera vez consiguió escapar in extremis, refugiándose junto a sus hombres tras los muros de la ciudad de Cirta. Allí estaría seguro durante un tiempo, dado que la ciudad era difícil de tomar por asalto. Yugurta sabía que podría pasarse meses y meses sitiándola. La única manera de obtener una rendición de la ciudad parecía la victoria por hambre, lo cual presentaba una grave contraindicación: en Cirta residía cierto número de comerciantes procedentes de Italia, enter los que había ciudadanos romanos (por entonces, no todos los italianos eran ciudadanos de Roma). Aquello complicaba mucho los planes de Yugurta, que sin duda temía provocar la intervención de las legiones. Cómo no, volvió a enviar emisarios cargados de oro para intentar evitar una posible intervención. Mientras tanto, necesitaba encontrar la manea de capturar Cirta con rapidez.

En el Senado continuaba imperando la indecisión. Los partidarios de Yugurta no cejaban en su defensa; si había algo que el revoltoso rey númida tenía en abundancia era oro para sobornarlos. Pero tampoco esta vez podía el Senado optar por la inacción. Como medida preliminar y para evitar males mayores, se envió una embajada a Cirta con el fin de exigir a ambos contendientes que cesaran las hostilidades. Los embajadores se embarcaron y, fueron hasta el cerco de Cirta, pero solo pudieron hablar con Yugurta, que les recordó su completa fidelidad al pueblo y el Senado romanos, acusó a Aderbal de conspiraciones varias contra su persona y presentó aquella guerra civil númida como algo que no se había podido evitar. Pese a recibir el mandato senatorial de levantar el sitio de Cirta, se negó. Ni siquiera permitió que los embajadores romanos pudiesen hablar con Aderbal. Ante todas estas insolencias, los emisarios del Senado no se quejaron, puesto que Yugurta los untó a conveniencia. Retornaron a Roma con la versión de la historia que les había dado Yugurta.

Una vez más, Yugurta parecía haberse salido con la suya, aunque surgió un molesto inconveniente. Aderbal, atrapado entre las murallas de Cirta, consiguió que dos de sus hombres atravesaran el cerco portando una misiva para el pueblo romano. La lectura de aquella carta en el Senado volvió a provocar un fogoso debate. Para algunos senadores ya no cabía duda de que Yugurta era un insurrecto peligroso que para colmo tenía sitiados a algunos ciudadanos romanos, lo cual resultaba inadmisible por pura cuestión de principio. Otros, en cambio, insistían en presentar el asunto como una cuestión dinástica en la que no merecía la pena inmiscuirse. Donde ya no había tanto debate era en la opinión pública de Roma. Fuera de la Curia la situación estaba empezando a inquietar a la gente. Había ciudadanos romanos que tenían parientes o amigos entre los sitiados en Cirta, y quienes no los tenían se sentían también escandalizados. ¿De qué servía la estrecha alianza con Numidia si no podían confiar en hacer negocios allí sin arriesgar a quedar encerrados tras unos muros? ¿Acaso iba a permitir el Senado que los comerciante sitiados pasaran hambre y privaciones? La gente de la calle sin duda pensaba que la única solución aceptable era forzar que Yugurta deshiciera el cerco o como mínimo que dejase salir a todos los romanos e italianos de la ciudad. El Senado captó el ambiente y envió una nueva comisión hacia África. Esta vez iban en ella algunos nombres muy ilustres y famosos de la sociedad romana, con la esperanza de que Yugurta entendiese de una buena vez que la cuestión estaba adquiriendo progresiva importancia y que había líneas que no se podían cruzar. La situación de Yugurta se complicaba por momentos, pero él seguía en sus trece. Todavía pensaba que el problema se solucionaría por sí solo si conseguía matar a Aderbal. Cuando la nueva comisión senatorial llegó a Numidia, Yugurta volvió a desplegar el mayor de sus encantos: su dadivosidad con el oro. Sobornó a los enviados para que estos autorizasen in situ el asalto de Cirta. La noticia de que el intento de invasión era inminente y contaba con la aquiescencia de los embajadores traspasó los muros y llegó a oídos de Aderbal, que se sintió perdido. Sin embargo, los comerciantes italianos de la ciudad parecían convencidos de que Yugurta se comportaría de manera magnánima debido a la creciente presión del Senado. Consiguieron que Aderbal superara su más que comprensible recelo y aceptara rendirse.

La ciudad, pues, abrió sus puertas. Si Aderbal había esperado por un segundo que Yugurta tuviese piedad, había cometido un grueso error. Yugurta no tuvo ninguna piedad. Asesinó a Aderbal, después, según parece, de haberle sometido a crueles torturas. Así se aseguraba de una vez por todas que Numidia entera quedaba bajo su mando. Pero también Yugurta cometió un gran error, o permitió que lo cometiesen sus hombres, que era lo mismo. Sediento de venganza y como castigo a la ciudad por resistirse, hizo degollar a todos los varones mayores de trece años. Esta matanza, aunque terrible, no hubiese bastado para provocar una reacción de Roma si no fuese porque los soldados de Yugurta no hicieron distinciones y también pasaron a cuchillo a los varones romanos e italianos que había en Cirta. Es verdad que los italianos habían participado en la defensa de la ciudad, pero aun así resulta difícil intentar explicar por qué Yugurta cometió semejante error de cálculo. Matar a ciudadanos romanos o a sus aliados de la confederación italiana no encaja bajo ninguna lógica en sus planes, es más, era algo que iba contra sus propios intereses. Quizá se debió a la fogosidad homicida de sus hombres, es muy probable, pero aun así parece extraño no hubiese tomado alguna precaución de antemano. También es posible que Yugurta sobrestimase el pragmatismo de los romanos y lo ocupados que estaban con los bárbaros, o que confundiese el carácter de los dirigentes republicanos con el del pueblo y creyese que si compraba a unos, los otros callarían ante cualquier desmán. En cualquiera de estos casos, Yugurta acababa de traspasar una línea roja en su ya largo historial de tropelías. La matanza de italianos en Cirta levantó una tremenda polvareda en Roma, agravada cuando algunos políticos proclamaron acusaciones públicas sobre la recepción de sobornos en el Senado. Era tal la tensión en las calles que el Senado no tuvo más remedio que declarar la guerra a Yugurta, que había pasado de famoso héroe militar y apreciado aliado a enemigo de la República. Sin embargo, quienes pensaban que así iban a obtener por fin una solución rápida al problema de Numidia, iban a llevarse una amarga decepción. Aquella guerra no iba a conllevar los desastres militares que ya había empezado a producir la invasión de cimbrios y teutones, pero iba a dinamitar los cimientos de la credibilidad de la República. Los escándalos que Yugurta ya había provocado eran un juego de niños en comparación con los que estaban por venir. La República romana ganaría la guerra sobre el campo de batalla pero las consecuencias fuera de él iban a ser catastróficas.

FUENTE: http://www.jotdown.es/2016/06/la-guerra-yugurta-i-peor-amigo-roma/