Ana Rodríguez de la Robla www.eldiariomontanes.es 25/02/2011
La apelación a los clásicos -a sus autores, a su civilización, a su legado- parece tal vez un tanto utópica desde la perspectiva de unos hechos -los actuales- que se hallan en continuo cambio y convulsión. Y sin embargo en los clásicos se encuentran las respuestas a muchas de esas revoluciones que en estos días protagonizan todos los medios de comunicación.
En este miércoles, 23 de febrero, hemos querido desde el Aula de Letras de la Universidad de Cantabria incidir en esa reflexión desde el Taller Literario ‘El Rescate de Orfeo’, que viene celebrándose en la Bodega del Riojano desde enero, y que se prolongará hasta el mes de junio. Y qué mejor libro que ‘La Eneida’ virgiliana, con sus connotaciones en cierto modo caudillistas (con todas las matizaciones del mundo) y con su extraordinaria relevancia histórica, en tanto privilegiado testigo del momento preciso de nacimiento de un Imperio, para recrearse en tales asuntos y buscarles alguna que otra vuelta cultural. Porque la auténtica cultura, se me antoja, es aquello que tiene que ver con lo que vivimos en otro tiempo y con lo que vivimos hoy y con lo que nos queda de todo eso; algo más trascendente y que llega más allá de pegatinas adheridas a las aceras y poemas revenidos entre los pescados.
La civilización occidental encuentra en Grecia y Roma, y en particular en Homero y Virgilio, su bautizo espiritual. Así lo manifestó tan precisa como taxativamente John Dryden, padre de la crítica inglesa, al sentenciar sin rodeos: «Son ellos dos». En nuestro siglo, sin embargo, a Virgilio se lo han puesto difícil; y sus mayores detractores han sido en múltiples ocasiones sus propios colegas, los poetas, más proclives por lo habitual al universo hermosamente bárbaro del vate griego que a las refinadas propuestas éticas del filósofo de Mantua: la indescriptible crudeza moral del XX que termina -y que no tiene nada que envidiar al primitivismo más rudo de los peores años de la Edad Oscura, que Homero vivió (y ensalzó sin duda por ser ciego)- puede ser lo que justifique con probabilidad esta elección.
Lo cierto es que, ya bien temprano en nuestro siglo, Pound acusó al latino de falta de originalidad y se refirió a la obra virgiliana en términos irónicos, como imitación de la ‘Ilíada’ nacida a instancias imperiales; acusación que no deja de resultar paradójica si pensamos que el propio Pound cedió sin esfuerzo a las tentaciones imperiales vigentes en su tiempo, encarnadas en la fórmula redentora del fascismo. Por otra parte, me parece conveniente señalar que Virgilio escribió para Augusto del mismo modo que Shakespeare lo hizo para la reina Isabel o Velázquez pintó para Felipe IV, y no sin criticismo, del mismo modo que en los paralelos apuntados.
Auden también amonestó a Virgilio con demoledora crítica desde su ‘Épica secundaria’, presentándonos a un mero técnico sin poesía en el corazón: «No, Virgilio, no:/ detrás de tus versos escritos con tanta maestría,/ escuchamos el llanto de una musa traicionada». Graves se ha manifestado igualmente en actitud poco elogiosa hacia los versos del poeta retirado. En general, puede decirse que dos aspectos han lastrado de forma decisiva en este siglo la consideración de la obra virgiliana: en primer lugar, el supuesto ensalzamiento del totalitarismo al que ya hemos aludido parcialmente, lo que no es sino una lectura interesada del caudillo Eneas, cuya nueva figura se incubó bajo una atenta y premeditada deformación alentada por determinados regímenes del periodo de entreguerras (deformación que padecieron, por otro lado, y desde idénticos círculos, toda la estética y la iconografía greco-latinas); en segundo lugar, el cristianismo forzoso que se inoculó a posteriori, desde una perspectiva filosófico-teológica, al paganísimo Augusto, convertido en insospechado Mesías avant la lettre, veinte años antes del nacimiento del auténtico (más o menos, lo mismo que le hizo Plotino a la obra de Platón, aunque de Plotino no podemos olvidar su brillantez).
En último término, también puede apuntarse que la acusación de imitar a Homero ha incidido tan negativa como inexplicablemente sobre los versos de Virgilio. Y digo inexplicablemente porque jamás se ha denostado a Dante por incurrir en idéntico pecado (cuyo celestial Infierno tiene por horizonte al poeta mantuano), y porque además semejante acusación hace pensar en la ignorancia de aquellos asertos de Cicerón y Horacio, que precisamente ensalzaban lo natural y loable de la imitación. Todo lo cual induce a pensar que las grandes obras de la literatura, con sus personajes enormes -en este caso hablamos de Eneas y ‘La Eneida’, pero del desdichado Don Quijote podrían escribirse muchas líneas-, se encuentran seguras sólo a cubierto de sus exégetas.
En todo caso, siglos más tarde, ‘La Eneida’, salvada por una extraña vuelta de tuerca del destino que para la obra dispuso su propio autor -el fuego- por temor de las posibles manipulaciones que, en efecto, se produjeron, sigue alumbrando e ilustrando el miedo, la incomprensión, el conflicto, la revolución, el poder. todo lo que de humano e inhumano sigue latiendo en la civilización occidental.