Fernando Ruiz de Osma | Tomelloso (Ciudad Real) 24/02/2013
Hace poco tiempo, ante la publicación del borrador de la nueva ley educativa (en la que el Griego sufría un golpe casi definitivo y se veía condenado a su desaparición), la alarma cundió entre los profesores, se multiplicaron las cartas, los manifiestos y los apoyos venidos de todas partes. Parecía que el ataque a la presencia en la enseñanza media del Griego (y también del Latín, aunque menos) suscitaba un consenso general de rechazo, afloraba el apoyo inquebrantable de intelectuales a una causa tan justa como hermosa.
Una vez que las autoridades rectificaron su propósito inicial y dejaron claro que nada iba a cambiar, que la presencia del Griego en los institutos quedaría sin modificar, cesaron las voces, dejaron de ser precisos los manifiestos, se acabaron los halagos. De nuevo a la siesta perpetua, otra vez a dormir el sueño pesado del aburrimiento. No destaquemos más, amigos, no vaya a ser que otra vez se fijen en nosotros y nos den un nuevo susto. Permanezcamos sesteando así, sin molestar ni ser molestados, para que vayan pasando los años y las reformas y a nosotros no nos vean y nos dejen aquí, tal como éramos hace ya unos años, unas décadas.
Lamentablemente, los argumentos que unos y otros aportaban a la queja o al halago eran todos igualmente inconsistentes: en resumen, siempre se acudía a la riqueza que aporta saber griego y a la tradición social y académica occidental. O sea, que saber griego ensancha la mente, enseña a comprender el entorno, hace culta a una persona; y que Grecia es la cuna de Occidente y vio nacer a la Democracia. En realidad, todos esos argumentos no sirven de nada fuera del ámbito de los helenistas, de los clásicos. Desde fuera eso suena a mandanga, a camelo, a humo. Lo que nosotros vemos como algo importantísimo, los que no están dentro lo perciben como excusas sin fundamento. ¿Es que solo el griego ayuda a componer la mente, a cultivar a una persona? ¿No hacen lo mismo las matemáticas, la historia, el inglés, etc.? ¿Es que solo el griego es la base de la tradición académica europea? ¿Es que no hay nada que pueda formar a una persona tanto como el griego? Y lo que es aún más ridículo: ¿ser Grecia la cuna de la Democracia justifica el que tengamos que aprender el idioma que hablaban allí hace veinticinco siglos?
Hubo un artículo de un escritor, muy repetido, reenviado y retuiteado, que derramaba unas lagrimitas por el fin de los estudios clásicos basándose en que él aprendió de joven un verso de Virgilio y lo memorizó porque le impresionaba su sonoridad. Ese verso lo acompaña desde siempre y en cualquier momento decisivo de su vida se acuerda del hexámetro. Un verso. Haber aprendido un verso en latín justifica que el latín se deba estudiar eternamente. Sin embargo, el autor del artículo no dice que sepa latín, que lea con fluidez el latín, ni siquiera que recuerde las declinaciones. No se trata de saber latín en profundidad y conocer la literatura latina, se trata más bien de hacerse una figuración idílica en la memoria.
Seamos serios. Hablemos del latín y del griego, no de sus aledaños más banales y tópicos.
Tal y como lo planteaban los defensores del Griego como algo más que necesario para el hombre culto moderno, lo que los profesores enseñamos es algo así como un tesoro, una esencia, un secreto que solo se comunica a algunos iniciados para su disfrute, para que también ellos sean portadores del gran bien esencial. Nada menos que el punto de partida de Europa, de su arte, de su política, de su literatura, de su pensamiento. Pero todo ese tesoro inestimable, ¿cómo es realmente en las clases, en un curso de Bachillerato?
Si leemos el currículum vigente para las asignaturas Griego I y Griego II, tenemos una sensación difícil de concretar, pues por una parte está muy estructurado, muy definido; pero por otra parte es muy general, demasiado amplio. Con ese currículum se podría estudiar todo un grado universitario sin tener que cambiar una coma siquiera. Abarca Historia de Grecia, literatura, comentario de textos, helenismos, mitología, vida cotidiana, etc., además de la lengua (fonética, morfología, sintaxis simple y compuesta) y de la traducción. El objetivo en traducción es la interpretación de textos originales. O sea, todo. Repito que podemos acometer un grado universitario completo con estos objetivos.
Pero como eso es imposible, entonces se interpreta el currículo poniendo unos límites adecuados, cosa que se hace sin violentar en absoluto la letra de la ley. De ahí esa sensación de confusión que decía antes.
Los límites adecuados los define la coordinación de la PAEG que en cada sitio haya. Se diseña una prueba y se enfoca todo el trabajo de alumnos y profesores a la obtención del éxito en esa prueba. Dado que el currículo habla expresamente de textos originales, la traducción de la PAEG será de un autor clásico, y las restantes preguntas intentarán abarcar algunos de los otros apartados del currículo.
En el quehacer cotidiano, esto se convierte en un escenario algo diferente. El profesor, consciente de la dificultad que conlleva el aprendizaje del griego, va desgranando poco a poco la gramática. (Puede usar un método gramatical tradicional o algún otro basado en el trabajo con los textos, pero –PAEG manda- no se puede olvidar la terna obligatoria: morfología, sintaxis, traducción de un clásico). Los alumnos aceptan los objetivos sin muchas protestas, a estas alturas lo del tesoro y lo de las claves de la Europa culta ya no significan nada. Al final, el profesor va pasando por todas las etapas, pero llega el momento de preparar la PAEG y todo el esfuerzo se dedica a esa preparación, nada que no entre en la PAEG tiene cabida en la clase. O sea, ya no importa que se aprenda griego más o menos, solo vale aprobar las preguntas de la PAEG.
Todo esto hay que colocarlo en el marco preciso: nuestros alumnos. Es verdad que, dado que lo que ofrecemos tiene un tan alto valor, deberíamos tener muchos alumnos, alumnos que buscaran compartir esos conocimientos tan interesantes. Sin embargo, nuestros alumnos no son muy numerosos, sino más bien lo contrario. En centros grandes, con 1.000 alumnos, lo habitual es que los grupos de Griego I o II tengan entre quince y veinte alumnos, de un total aproximado de compañeros en su curso de ciento cincuenta. En centros pequeños, la situación es a veces más angustiosa, pues siempre se vive con la amenaza de no tener alumnos al curso siguiente.
Y los alumnos no son los mejores alumnos de cada promoción. Todos hemos tenido alumnos brillantes, grandes estudiantes, buenos estudiantes, estudiantes aplicados. Pero son mayoría clara aquellos que han escogido Griego I porque así se libraban de cursar otras materias que ellos creían más difíciles. Y estos alumnos no suelen dar un resultado brillante, sino más bien suelen ser una rémora para el avance en clase. En resumen, pocos alumnos y de resultados escasos.
Gran parte de esta situación está causada por la percepción social generalizada de que todo esto del Griego o el Latín no sirve para nada y se ve más bien como un relleno del plan de estudios que como una materia formativa. Y los orientadores ayudan todo lo que pueden a propagar esta idea, animando a los alumnos a que escojan opciones científicas, sean cuales sean sus preferencias de estudios posteriores: siempre están a tiempo de cambiar de ruta. Pero jamás se aconseja lo contrario, que hagan estudios de Humanidades porque luego pueden cambiar de ruta fácilmente. Nosotros tenemos muy poco que agradecer a los orientadores. Más bien nada de nada.
En resumen, los alumnos se enfrentan a una carrera de fondo que dura dos años y que supone pasar por varias fases. La primera se ocupa en aprender la morfología de una lengua ajena a ellos, para resolver unos ejercicios sobre esa misma morfología, o sea, se aprende a declinar solo para declinar, se aprende a conjugar solo para conjugar. El griego comienza siendo el aprendizaje memorístico de unas tablas morfológicas bastante difíciles.
Se va entreverando este aprendizaje con la traducción de unas frases o textos (según el método seguido) cuya única función es reforzar la memorización de la gramática. La prueba de ello es el poco valor que se le da a la adquisición de vocabulario estructurado o la apenas presencia de la composición en griego.
Cuando ya se considera necesario, cuando ya aprieta la prisa por preparar la PAEG, se comienza a traducir el autor seleccionado. Pero no se hace de una manera encadenada con lo anterior, sino de golpe. Y desde el primer momento se trabaja el texto original, de manera que al principio la dificultad es la misma que al final, algo inexplicable en un proceso de aprendizaje. Los alumnos miran esos textos al principio como se mira un mensaje cifrado. Las armas que tienen son: las tablas de morfología memorizadas y un diccionario.
Última fase. Cada tarde, el alumno se enfrenta a una porción de texto. A veces se le hace analizar la sintaxis antes de traducir. Luego, busca en el diccionario las palabras, que, dado que no ha aprendido vocabulario, son casi todas siempre, incluso las de uso más común. Luego hay que intentar organizar el puzzle y conseguir que el resultado sea una frase en castellano que tenga algún sentido. En general, algo así como una hora para resolver un texto de tres o cuatro líneas.
Entonces nosotros consideramos que ese alumno sabe griego, ha llegado al objetivo deseado.
A mi modo de ver, eso es un fraude monumental. El fraude consiste en que nosotros propagamos la idea de que nuestra materia es esencial, es una fuente de conocimientos, es el mundo de la belleza y del pensamiento, pero al final todo se reduce a aprobar la PAEG, sea como sea. Una persona que a duras penas puede, pegada al diccionario, traducir cuatro líneas en una hora, que no sabe redactar en griego nada de nada, que conoce la morfología más o menos bien, pero la sintaxis muy por los pelos, esa persona no sabe griego. Sabe aprobar la PAEG. El fraude está montado sobre la idea de que lo que se aprende tiene un valor intrínseco, que se aprende morfología para saber morfología y que eso es lo que hay que saber; o que se busca en el diccionario para encontrar palabras en un diccionario. Pero eso no es así en otras lenguas: uno aprende la gramática del alemán no para presumir de ello, sino para hablar en alemán, leer en alemán; uno busca un término en un diccionario de ruso no por ver si lo encuentra, sino para entender un texto completo en el que está ese término desconocido.
Y si ese valor intrínseco es la justificación del fraude, habrá que buscar cuál es el origen, qué nos lleva a cometer ese fraude. Y de nuevo diré que a mi modo de ver, la causa está en la formación del profesorado.
Si reconocemos que una parte importante de nuestra materia es la lengua griega no descubrimos nada nuevo. Pero sí que sería una novedad si consideráramos esa lengua exactamente así, como una lengua. Nosotros somos profesores de un idioma. Nuestro trabajo hay que compararlo con el de los profesores de otros idiomas. Y aquí es donde salimos perdiendo: nosotros no dominamos el idioma como un profesor de inglés domina el inglés o uno de francés domina el francés. Siempre decimos que una lengua muerta no se aprende para usarla. No sé por qué, pero en todo caso, algo sí que habrá que usarla. Veamos. ¿Puede un licenciado leer sin problemas un texto clásico elegido al azar, buscando solo un par de palabras en cada página? ¿Puede un licenciado componer un texto en griego clásico con soltura? ¿Conoce un licenciado la sintaxis en su uso práctico, aparte del puro análisis de frases clásicas? Creo que la respuesta es negativa en la mayoría de los casos, en la mayoría de los profesores.
Sin ese dominio de la lengua, el profesor se ve obligado a transformar su materia. Dado que no puede pedir que los alumnos se expresen en griego porque él mismo no sabe, dado que no puede pedir que el alumno lea textos sin ayuda de diccionario porque él mismo no sabe, entonces prefiere hacer que el alumno sepa la gramática, analice y traduzca torpemente, porque todo eso es lo que él domina, lo único para lo que cinco años en la Universidad lo han preparado. En esas destrezas él es el que sabe, así que el alumno está, naturalmente, por debajo de él. En esas destrezas podemos escondernos, justificando así todo nuestro trabajo, los suspensos y los aprobados, la facilidad o dificultad, el aprendizaje, la progresión, todo. Pero eso, a mi modo de ver, no es ni enseñar, ni aprender, ni saber griego. Y todo se justifica con el argumento de que una lengua antigua no se aprende para escribir en ella, ni siquiera para leerla con fluidez, sino para traducir con diccionario.
Hasta aquí hemos hecho una descripción de la situación y del problema que presenta. Pero esta reflexión no estaría completa sin aportar algún argumento que permitiera salir de esta situación.
En primer lugar, creo que hay que cambiar por completo el enfoque de la materia Griego I y II. Ahora está pensada para que sirva a los alumnos que van a cursar Filología Clásica principalmente, y algo también a otros futuros filólogos. Pero de nuestros alumnos, los que luego estudian Filologías son pocos, y los que eligen estudiar Filología Clásica son estadísticamente inexistentes. La mayoría de nuestros alumnos eligen estudiar otras opciones, como Periodismo, Derecho, Historia, Psicología, Filosofía, Filología Inglesa o Española, incluso Turismo o Magisterio. Debemos enfocar la materia para que un estudiante de 4º de ESO que se plantea estudiar alguna de esas carreras perciba Griego I y II como una materia que le aportará algo, que le resultará útil y hasta necesaria para sus estudios posteriores. Sin modificar el currículum actual, quizá reconsiderando lo de los autores originales tan solo, podemos transformar el enfoque dado a la materia. Habría que elegir bien los aspectos aledaños a la lengua, elegir una metodología de enseñanza de estas partes que entusiasmara a futuros periodistas o abogados. Aquí tendrían un protagonismo esencial la Historia, la Mitología, la Política, el Pensamiento, la Literatura, etc. Habría que procurar que no se tengan como algo aledaño a la lengua, sino que fueran protagonistas junto a la lengua, respetando la primacía de ésta en el conjunto de la materia.
Y la lengua hay que considerarla como un idioma. Habría que estudiar de una manera progresiva lo que sea razonable estudiar en dos cursos. Ningún profesor de ruso se plantearía para el segundo curso la lectura de Tolstoi, ni mucho menos de textos rusos medievales. ¿Por qué nosotros sí? En dos cursos, un alumno puede llegar a manejar un vocabulario de unas cuatrocientas palabras, elegidas según los criterios de interés para nuestros alumnos (que serán, no lo olvidemos, periodistas, abogados, historiadores, etc.). Además, un alumno puede aprender con facilidad y soltura algunos conceptos de la gramática, pero no todos. Si un alumno se enfrenta a un texto clásico, debemos saber que su autor no elegía una parte de los conceptos gramaticales, sino que los usaba todos. Así que nuestro alumno tendría que saber toda la gramática si quisiera entender bien el texto. Y eso es absurdo, imposible, y provoca en casi todos una sensación permanente de no saber griego suficientemente bien, de no dominar la materia, sino de estar acertando en un juego. Hay que limitar la gramática a unos elementos básicos y bien aprendidos. Y si no hay que estudiar el tema de perfecto, pues no importa: el que siga estudiando griego lo aprenderá en la Universidad, que es donde tienen que enseñarle todo eso con profundidad.
Por supuesto, el alumno debería aprender a leer textos griegos, aunque no fueran clásicos, pero también a escribir textos adaptados a su nivel. Ejercicios de rellenar huecos en textos pequeños, de redactar pequeñas historias, de inventar los diálogos de una historieta gráfica, y algunos otros, deberían ser práctica normal. Aunque los profesores los vemos como algo imposible, cuando se le plantea al alumno lo ve como algo normal en la enseñanza de un idioma y lo resuelve con bastante más alegría que una traducción de Esopo.
De esta manera, un buen alumno, al final del segundo curso, conocería una buena parte de la morfología y de la sintaxis en profundidad, una buena porción de léxico de varios campos, leería sin diccionario textos de dificultad adecuada a su nivel, podría comentarlos, y sabría componer textos cortos de nivel básico en griego antiguo, con lo que eso refuerza la seguridad y la estima de alguien que aprende una lengua.
Para ello hay que dejar a los clásicos para niveles superiores, sí, pero eso no es nada malo. Es lo que se hace en Inglés o en Francés, y no sucede nada, no pierde valor la materia. Esto sería lo único que habría que reformar en el currículo.
Entendiendo así la materia, conseguiríamos más alumnos, más motivados y con más entusiasmo para trabajar. Por supuesto, esto supondría una renovación de la formación de los profesores, pero creo que merece la pena. Así, a la Universidad llegarían con un conocimiento profundo de una parte del griego, que les permitiría avanzar rápidamente a los de Filología Clásica y que sería una base sólida para los demás. Luego la Universidad se encargará del resto, claro está.
Si buscamos una relación de cursos de verano de griego clásico, veremos la gran cantidad de ellos que hay en Estados Unidos, en Gran Bretaña, en Francia o Bélgica. Y muchos de ellos son caros. Pero todos cierran con todas sus plazas cubiertas. ¿Por qué en España eso es impensable? Si nosotros valoramos el griego como un conocimiento de gran valor para todos los profesionales, sería posible algo así sin que sorprenda a nadie. Pero eso hay que comenzarlo en el Bachillerato, cambiando nuestra manera de ver y de enseñar en Griego I y II.
(*) Fernando Ruiz de Osma es profesor de Griego antiguo en el IES ‘Eladio Cabañero’ de Tomelloso (Ciudad Real)