Jorge Álvarez www.labrujulaverde.com 14/02/2020
«¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre, que la de enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?». Este fragmento de una poesía que el escritor, historiador y político inglés Thomas Macaulay escribió en su obra The lays of Ancient Rome (Cantos de la Antigua Roma, 1842), se refiere a Horacio Cocles, uno de los militares romanos que más huella dejaron en la memoria de sus compatriotas al haber sacrificado su vida por ellos, defendiendo un puente en solitario ante una invasión etrusca. Como es habitual en estos casos, no se sabe exactamente dónde acaba lo real y empieza lo fantástico.
Hechos milagrosos, profecías solemnes, victorias militares (o incluso derrotas) y personajes de dimensiones trascendentes, a menudo todo ello combinado, suelen conformar los mitos fundacionales de las identidades nacionales. En su mayor parte, se trata de relatos sobredimensionados y deformados por el tiempo que pierden sus rasgos estrictamente históricos en beneficio de los legendarios y, aunque cumplen su función, ponen a los historiadores en el difícil brete de separar lo real de lo imaginario. La Antigua Roma fue casi paradigma de esto y el episodio protagonizado por Horacio Cocles, uno de esos héroes a medio camino entre la verdad y la leyenda, constituye un buen ejemplo.
Publio Horacio Cocles pertenecía a la gens Horacia (Horatia), una familia patricia (que hoy nos resulta conocida por el cuadro del juramento de Jacques-Louis David) y cuyo origen se remontaba, supuestamente, hasta Tulio Hostilio, el tercer rey de Roma. Por tanto, ese comienzo se situaba cronológicamente en el siglo VII a.C., y tenía raíces latinas, aunque no está claro en qué momento habría llegado a Roma. Según Tito Livio, que recoge una vieja leyenda, fue cuando esa ciudad se enfrentó a la vecina Alba Longa: tras un combate singular entre tres guerreros hermanos de cada una, los Horacios y los Curiacios, vencieron los primeros y fueron asignados a Roma, mientras los otros a Alba Longa.
El nomen Horacio derivaría de un héroe llamado Horato (Horatus), a quien al parecer se dedicó un roble. Como praenomen, los Horacios tuvieron preferencia por cuatro que, de todos modos, estaban entre los más frecuentes: Publio, Marco, Lucio y Cayo. Hay que tener en cuenta que los romanos manejaban un abanico de nombres muy pequeño porque, al fin y al cabo, lo usaban sólo con los familiares más cercanos, mientras que fuera eran conocidos por el nomen de su gens o el cognomen que identificaba la rama de ésta. En el caso de los Horacios, estaban los Barbados y los Pulvilos, lo que lleva a preguntarse por qué sólo a Publio Horacio se le llamaba Cocles, en lo que parece más un agnomen (apodo).
Se sabe que él era sobrino de otro ilustre personaje, Marco Horacio Pulvilo, un cónsul al que se consideraba uno de los fundadores de la república y cuyo hijo, Cayo Horacio Pulvilo (primo, por tanto, de Cocles), también fue cónsul (y posteriormente augur), así como un destacado militar célebre por haber tenido que interrumpir su campaña contra los volscos para regresar rápidamente a enfrentarse a los etruscos, que se hallaban a las puertas de Roma tras masacrar a los Fabios en la batalla de Crémera; lo vimos hace poco en otro artículo.
Volvamos a Cocles. Plutarco sugiere que deriva del término griego cyclops (cíclope), por lo que se traduciría como «con un solo ojo», lo que hace deducir que probablemente el personaje se hubiese quedado tuerto en algún combate o tuviera un rasgo facial que le daba a su rostro la apariencia de ello. No se sabe si la palabra viene de ahí, como tampoco que a Cocles le faltara un ojo, pero refrendaría que se trata de un agnomen adquirido personalmente, ya que nadie más lo llevó, ni en la familia ni en la gens.
De hecho, es posible que Cocles no se le pusiera en su época sino mucho después, ya que la mayoría de los historiadores romanos que contaron su hazaña fueron bastante posteriores; los más cercanos en el tiempo, Polibio y Dionisio de Halicarnaso, vivieron entre el siglo III y el I a.C., es decir, unos trescientos años después. Así, la verdadera causa del apodo habría ocurrido en tiempos de Plinio el Viejo, al identificar erróneamente como estatua de Horacio lo que en realidad era una representación de Vulcano. La figura estaría deteriorada por el tiempo, lo que habría borrado los rasgos del dios salvo esa tara física en el rostro, pues a Vulcano se le representaba feo, contrahecho y tuerto.
Ahora situémonos en el año 509 a.C. Lars Porsena, rey de la etrusca ciudad de Clusio que había acogido al derrocado monarca romano Tarquinio el Soberbio (que también era de ascendencia etrusca), organizó un ejército y marchó sobre Roma para reponerle en el trono. El peligro era tal que esa guerra originó una serie de leyendas heroicas. Una fue la de Cayo Mucio, un joven al que el Senado envió a infiltrarse en el campamento enemigo para asesinar a Porsena pero que fue descubierto. Durante el consiguiente interrogatorio, le dijo al rey que él sólo era el primero de trescientos más que atentarían contra él y luego introdujo la mano derecha en el fuego de un pebetero para demostrar su voluntad. Esa extraordinaria demostración de la clásica virtus (hombría, valor) romana le hizo ganarse el agnomen Scévola (Zurdo) y su libertad.
Otro ejemplo lo protagonizó una mujer, también joven. En este caso fue después de la contienda, cuando Cloelia, una de las rehenes que estipulaba el tratado firmado por ambas partes, logró escapar llevando consigo varias vírgenes. Accediendo a la exigencia de Porsena, fueron devueltas pero él, admirado, autorizó a Cloelia a elegir a la mitad de los rehenes para concederles la libertad. Ella eligió a los niños y se ganó que le dedicaran una estatua en la Vía Sacra, en la que se la representaba a caballo, igual que a un varón que perteneciera a la clase ecuestre.
Se ignora hasta qué punto fueron reales estas historias pero, como decíamos antes, vertebraron la identidad nacional romana. Y aún hubo una tercera aún más famosa, la de Horacio Cocles, que habría ocurrido antes de la firma de ese armisticio; de hecho, sería él quien lo facilitase con su heroica acción. En el 508 a.C., las fuerzas etruscas estaban concentradas en la ribera occidental del río Tíber y se apoderaron del Janículo, una colina por entonces extramuros y coronada por un pequeño bastión que, junto con el puente Sublicio, constituía la primera línea de defensa de Roma.
Al caer esa posición, las tropas romanas se desplegaron por la pradera que había frente a la puerta Naeviana que había a sus pies, con el río a sus espaldas, dispuestos a frenar a los etruscos. Estaban mandadas por los cónsules Marco Valerio Voluso y Tito Lucrecio Tricipitino, contra los que Porsena lanzó su ataque principal para intimidarlos y forzarlos a retirarse, aprovechando su superioridad numérica. En efecto, cuando los dos líderes cayeron heridos, cundió el pánico en las filas romanas, cuyos integrantes rompieron su formación y huyeron hacia el puente Sublicio perseguidos por el enemigo.
El puente, situado un poco más abajo de la Isla Tiberina, en la intersección del Capitolio, el Palatino y el Aventino, quedaba como la última posición estratégica para acceder a la ciudad, ya que al otro lado se alzaban las murallas que había reforzado Servio Tulio. La tradición lo distinguía como el primer puente que tuvo Roma, construido en el siglo VII a.C. por el rey Anco Marcio íntegramente de madera; de hecho, su nombre aludía a los pilotes de ese material que lo sustentaban sobre el agua. Cruzarlo significaba entrar en la urbe, así que era vital defender el paso a cualquier precio.
Ahí surgió la figura de Horacio Cocles, un oficial de rango menor al que se había encargado vigilar el margen derecho del Tíber y que logró convencer a dos veteranos, Espurio Larcio y Tito Herminio Aquilino, para situarse en la cabecera del Sublicio. Allí, aprovechando que el puente era muy estrecho, intentarían frenar al contingente combinado de Porsena (con sus soldados clusios), Tarquinio el Soberbio (con exiliados pro monárquicos) y el yerno de éste, el princeps Octavio Marmilio (con tropas de su ciudad, Gabil). Mientras el grueso de romanos en desbandada pasaban apresuradamente al otro lado, un equipo empezó a demoler los pilotes del puente, siendo cubierto por la férrea resistencia de aquellos tres hombres.
Según cuenta Dionisio de Halicarnaso, Larcio y Herminio empezaron a retroceder al recibir múltiples heridas y llamaron a Horacio para que hiciera lo mismo y no quedase aislado; sin embargo, él desoyó sus gritos y se mantuvo luchando en solitario, utilizando los cuerpos de los caídos como improvisado parapeto. Ello no impidió que también resultara herido varias veces -incluyendo un lanzazo en una nalga-, pero logró seguir reteniendo a los atacantes hasta que oyó desmoronarse el puente a su espalda. Entonces se lanzó al agua con su espada y escudo, alcanzando a nado la otra orilla. Tito Livio adorna la escena con una oración en el momento de zambullirse: «Padre Tíber, te ruego recibas en tu corriente propicia estas armas y a éste guerrero tuyo».
Eso sí, las heridas le dejaron cojo para siempre, lo que le inhabilitaba para el ejército o cargos públicos en lo sucesivo. No obstante, los romanos le recibieron con desmedido entusiasmo y para compensarle le concedieron una corona de laurel, una estatua de bronce en el Comitium (un espacio abierto para reuniones públicas, políticas y judiciales situado en la esquina noroccidental de lo que luego sería el Foro) y un lote de tierras equivalente a lo que él mismo pudiera arar en una jornada con un yugo de bueyes. Asimismo, cada ciudadano debía entregarle una ración de comida para un día (todo un esfuerzo, pues por la situación bélica se estaba pasando gran escasez).
Es importante señalar que ese trío de héroes venía a representar a las tres tribus antiguas a partir de las cuales se había formado la población romana: la latina, por Horacio; la lucera o etrusca, por Larcio (cuyo nomen procedía del praenomen etrusco Lars); y la titiense o sabina, por Herminio (cuya familia, paradójicamente, también venía de Etruria). Por tanto, está claro su simbolismo y las consiguientes dudas sobre la autenticidad o exactitud del episodio, que Tito Livio considera de escasa credibilidad. Es más, hay alguna versión, como la de Polibio, en la que Horacio no sobrevivió, muriendo ahogado. Doblemente heroico, pues, ya que dio su vida por el bien común.
Esa duda se extiende al resultado mismo de la guerra, pues si Livio, Dionisio y Plutarco cuentan que Porsena se quedó tan impresionado con aquellos derroches de valor que desistió de la campaña y abandonó a Tarquinio, otros autores como Tácito o Plinio el Viejo dicen que Roma se salvó de la destrucción pero no de la ocupación temporal -Porsena habría sido uno de los reyes perdidos- ni de la obligación de firmar un duro tratado que obligaba a entregar rehenes (como vimos con el caso de Cloelia) y forzaba a los romanos a usar el hierro sólo para hacer aperos de labranza, nada de armas. Eso sí, la virtus estaba a salvo.
Fuentes
Historia de Roma desde su fundación (Tito Livio)/Antigüedades romanas (Dionisio de Halicarnaso)/Vidas paralelas (Plutarco)/Historia universal bajo la República Romana (Polibio)/SPQR. Una historia de la Antigua Roma (Mary Beard)/Historia de Roma (Sergei Ivanovich Kovaliov)/The lays of Ancient Rome (Thomas Babington Macaulay)/Wikipedia
FUENTE: www.labrujulaverde.com