Según las crónicas clásicas de Dión Casio y la ‘Historia Augusta’, su cuerpo fue arrastrado por las calles de Roma y arrojado después a las cloacas; una verdadera humillación para los mandamases de la época
Manuel P. Villatoro www.abc.es 28/05/2023
Sexto Vario Avito Basiano, más conocido en el mundo clásico como Heliogábalo tras haberse declarado sumo sacerdote de la deidad El-Gabal, es considerado todavía como uno de los peores emperadores de Roma. Y con razón. Tras sentar sus reales en la poltrona de la ‘urbs eterna’ en el 218 hizo todo y más para ganarse los odios de sus súbditos: instauró una nueva religión por la fuerza, otorgó plenos poderes a sus amantes, privó de sus salarios a los militares más populares de las legiones romanas… Se convirtió en tipo molesto donde los hubiera, que ya es decir mucho dentro del Imperio Romano, vaya.
Quizá por ello no resulta extraño que, casi cuatro años después, en el 222, sus soldados más leales, la Guardia Pretoriana, le asesinaran y vejaran y humillaran su cadáver arrojándolo a las cloacas de la ciudad. Toda una afrenta para la época que quedó grabada a fuego en las diferentes crónicas de los autores clásicos. Aunque, como suele suceder con otros tantos episodios turbios de la Roma imperial, cada una de ellas ofrece una visión distinta de este curioso y controvertido emperador.
Aunque por lo que más se recuerda a Heliogábalo no es por los muchos asesinatos que perpetró, que también, sino porque el historiador clásico Dión Casio lo define en sus escritos como un chiquillo que soñaba con convertirse en una mujer y que ofreció riquezas sin parangón al galeno que convirtiera sus órganos sexuales en femeninos: «Trabajaba la lana, se ponía a veces una red para el pelo y pintaba sus ojos, embadurnándolos con blanco de plomo y palomilla de tintas. En una ocasión, afeitó su barba y celebró un festival para conmemorar el acontecimiento; pero después mantuvo su vello afeitado, para parecerse más a una mujer». Excéntrico, en efecto, aunque poco tuvo que ver aquello con los odios que suscitó en Roma.
Tensa sucesión
La impopularidad acabó con el chiquillo; eso, y sus alocadas extravagancias. «Heliogábalo y su familia murieron por la misma razón por la que lo hicieron Nerón o Caracalla: se volvieron peligrosos para el Senado, para los caballeros más ricos y para su entorno más próximo», explica a ABC Federico Romero Díaz. El historiador; coautor y coordinador de la obra ‘Ab urbe condita’; presidente de Divulgadores de la Historia y co-fundador del Día de la Romanidad es partidario de que, «cuando una persona era tan inestable» como lo era este joven, «sus allegados y colaboradores eran los primeros que lo sufrían». Por ello, empezaron a plantearse las alternativas que existían para darle carpetazo. Y, en este caso, se apostó por buscarle un sucesor.
Narra el ensayista clásico Herodiano en ‘Historia del Imperio Romano después de Marco Aurelio’ que fue en junio del 221 cuando empezaron a tintinear los hilos del títere. Ese año, su abuela Maesa convenció al joven de que debía acoger en su seno a su primo, Alejandro Severo, de tan solo 13 primaveras. Así narró este hecho Dión Casio en su ‘Historia romana’: «Llevó a su primo ante el Senado y lo adoptó formalmente como hijo; y se felicitó por convertirse repentinamente en padre de un hijo tan mayor, aunque él mismo no tenía más edad que el otro».
Aquello era el primer paso para sustituirle, y Heliogábalo terminó por vislumbrar este macabro juego. Por si fuera poco, su sucesor no tardó en ganar popularidad entre las legiones romanas y los senadores; malas noticias para su padrastro. Tal y como recoge Herodiano, al final el príncipe se arrepintió y quiso arrebatarle el título que le había otorgado. No se anduvo con medianías el chiquillo. Para empezar, borró todas sus inscripciones de las estatuas; una alocada ‘damnatio memoriae‘ en vida. Y después, barruntó como eliminarle de la ecuación del poder. «Esto demuestra que era muy inestable. Aunque en parte es normal. Era un crío y le dieron el poder absoluto. Es difícil ser cabal cuando no te has desarrollado ni siquiera a nivel psicológico. Careces de pilares sólidos para asentar tu comportamiento», sentencia Romero.
La ira, mala consejera, le dominó. Narra Dión Casio que Heliogábalo, ya a la sombra de su primo, cometió el error de ordenar su asesinato. Con lo que no contaba es con que su Guardia Pretoriana se iba a negar a levantar los gladius contra el aquel chico. «Más tarde volvió a tramar una conjura contra Alejandro, y cuando los pretorianos se sublevaron y protestaron por ello, fue con él al campamento». Fue la segunda peor decisión que tomó aquel día. Al llegar al emplazamiento, sus propios hombres le pusieron bajo custodia y le informaron de que iba a ser ejecutado. «Trató de huir, y lo habría logrado escondido en un cofre, de no haber sido descubierto», recalcaba el autor clásico.
Las cloacas de Roma
Su destino estaba sellado. Aunque existen mil y una versiones sobre la forma en que abandonó este mundo. Herodiano se limita a señalar que «fue asesinado a la edad de dieciocho años» por la Guardia Pretoriana y que «su madre, que se aferró fuertemente a él, pereció también». Era el 13 de marzo del 222, día de pésima fortuna. La misma fuente esgrime que «sus cabezas fueron cortadas y sus cuerpos, tras ser desnudados, fueron primero arrastrados por toda la ciudad y, después, el de la madre fue arrojado de un sitio a otro mientras que el suyo era arrojado al río». De entre todas las teorías que existen, Romero apuesta por esta.
La ‘Historia Augusta’, una recopilación de las vidas de los emperadores, es mucho más amarillista. Explica que «finalmente, la situación se hizo insostenible» y que los soldados asesinaron a Heliogábalo en las cloacas de la ciudad. Añade además que era tan odiado que los pretorianos no se conformaron con darle muerte: «Humillaron su cadáver, arrastrándolo y arrojándolo al Tíber con un peso para que no flotara». Su madre fue la siguiente. Al parecer, porque «había gozado de poder e importantes privilegios como el de participar en las reuniones del Senado y, en cierto modo, había movido los hilos del gobierno debido a la juventud de Heliogábalo».
¿Hasta qué punto es válida esta última versión? Romero lo tiene claro: «La ‘Historia Augusta’ es la menos fiable. En cualquier caso, poco importa que lo tiraran a las letrinas, lo mataran allí o lo arrojaran al Tiber. La clave, aquello con lo que debemos quedarnos, es con que se le dio una muerte humillante y que no se respetó su recuerdo. Lo mismo que le sucedió a otros tantos emperadores tan odiados como él». Aunque subraya que es imposible saberlo con certeza porque no estábamos allí, una máxima que repite en todas las entrevistas, sentencia que «lo más seguro es que lanzaran su cuerpo al río» porque fue una práctica recurrente en las crónicas.
Lo que se suele obviar es que, tras acabar con Heliogábalo, la Guardia Pretoriana perpetró un baño de sangre. Dión Casio lo explica en sus escritos: «Con él perecieron, entre otros, Hierocles y los prefectos; también Aurelio Eubulo, que era natural de Emesene, y había llegado tan lejos en su lujuria y su liberinaje que ya antes de esto había sido exigida su entrega por la plebe. Había estado encargado del fisco y nada hubo que no confiscara. Así, fue entonces hecho pedazos por la plebe y los soldados; y Fulvio, el prefecto de la Ciudad, pereció al mismo tiempo con él». En todo caso, ninguno padeció la humillación con la que el cuerpo del joven emperador se despidió del mundo.
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