Arístides Mínguez Baños www.papeldeperiodico.com 17/08/2013

Acababa de dejar atrás el Istmo de Corinto. Un fuerte flato en el costado lo hizo frenar en seco. A menos de un estadio, una fronda, en la que podía hacer un receso para recuperar el resuello.

Llegó al soto y se derrumbó exhausto. Un manantial de aguas prístinas contribuía a mitigar el sofocante calor. En una roca cercana un pastor descansaba sacando notas a su caramillo, sin perder de vista a su rebaño que pastaba a unos pasos.

Sin decir nada, el pastor se levantó y ofreció al joven derrengado una calabaza con agua fresquísima. El corredor bebió un largo sorbo y sonrió agradecido.

– Mucha prisa has de tener, viajero, corriendo de esa manera, justo cuando Helios se muestra más inmisericorde.

– Prisa tengo. Más de la que quisiera.

El pastor se dio cuenta de que no iba a sacar más información de aquel joven. Se limitó a agradecerles a los dioses el regalo de aquella compañía, que lo sacara por unos instantes de su eterna monotonía. Se dirigió a su zurrón. Sacó de allí una piel de oveja reseca que tendió en forma de mantel frente a su invitado. Colocó una buena hogaza de pan negro, un buen cacho de queso de sus propias ovejas, cecina de cabra y un puñado de higos secos.

– Acepta, al menos, compartir conmigo esta humilde colación. No creo que aguantes mucho más tiempo tu viaje, si no repones fuerzas.

– Los dioses te colmen de bendiciones por tu filoxenía. Acepto, gustoso, tu ofrecimiento. Permíteme tan sólo que me refresque un poco en esa poza.

El forastero se despojó de la clámide, un manto corto que permitía desenvolverse con comodidad con ambos brazos, y la corta túnica llamada exómida. Desnudo se sumergió en las cristalinas aguas.

El pastor observó absorto la belleza de aquel cuerpo. Por su bronceado, por sus manos parecía un campesino. Sus músculos, semejantes o más bellos, incluso, (los dioses lo perdonaran), que los de la estatua que había visto en una de las capillas del templo de Apolo, la última vez que bajó a Corinto a vender su queso. Esos músculos torneados y moldeados con mimo ponían de manifiesto que el chico era un atleta. Un campeón nato. También era, sin embargo, un guerrero: así lo delataban sus bíceps y, sobre todo, la cicatriz que le cruzaba el muslo derecho.

Lo vio salir embelesado, radiante en su desnudez. Le ofreció una escudilla de su mejor vino. Ambos vertieron unas gotas al suelo como libación a Dionisos y bebieron.

El corredor se arrellanó desnudo en la fresca hierba y se sirvió un buen pellizco de pan y queso.

– Buen vino, tienes, amigo.

– Me lo cambia por unos quesos un arriero. Lo hacen en Nemea, donde Heracles mató con sus propias manos al león. Dicen que no tiene igual en estos contornos.

– Y razón llevan. Ojalá pudiéramos conseguir nosotros uno semejante de los viñedos de mi padre.

– Ahí, donde te has bañado, cuentan que Medea se lavó para limpiarse la sangre de sus hijos, tras haberlos matado con sus propias manos y huir de Corinto, escapando de la venganza de Jasón. Los viejos dicen que estas aguas están malditas. Muchos me critican por abrevar a mi ganado en ellas. Papandurrias. Yo las encuentro deliciosas. Te aseguro que en todos los contornos no hay agua más fresca.

– Yo tampoco creo en monsergas de viejas. Tenías razón: tras el baño y el refrigerio que me has dado, me siento mucho mejor. Los dioses te colmen de bendiciones. Ahora he de reemprender mi camino.

Se volvió a vestir y llenó su calabaza del manantial. El pastor le preparó un hatillo con el queso, la cecina, el pan y los higos que habían sobrado y se lo metió en el zurrón. Añadió un pequeño pellejo con vino.

– Con el ritmo y la dirección que llevas te sorprenderá la noche en las laderas del monte Parthenio. No es seguro adentrarse en él solo y mucho menos de noche. Está preñado de fieras salvajes, partidas de bandoleros e incluso, dicen, de extrañas criaturas como faunos y ninfas, que arrebatan el juicio de los viajeros y los extravían para siempre.

– Con ésta -señaló su espada de infantería- y con éstas -indicó ahora sus poderosas piernas- no temo a nadie. Pero gracias por la advertencia y, sobre todo, por tu hospitalidad. Los dioses queden contigo. Ah, mi nombre, es Fidípides, hijo de Fidipo, del Demos de Acarnas.

– Hermes te guíe, Fidípides, hijo de Fidipo -gritó el cabrero.

El joven ya no lo oyó. Iba concentrado en mantener el ritmo, en acompasar la respiración a su poderosa zancada, en controlar los latidos de su corazón.

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