La Grecia clásica no fue muy considerada con las mujeres, pero algunas de las tragedias de Eurípides merecen relectura
¿Eran los antiguos griegos machistas? Si aceptamos un estereotipo muy extendido, las mujeres helenas solo les correspondía una misión: callar. Sin embargo, una mirada menos general y más al detalle nos permite descubrir espacios donde la mentalidad era mucho más abierta. En algunos aspectos, determinados personajes de las tragedias escritas en el siglo V a. C. se adelantaron a su tiempo. Llama la atención que muchas de las protagonistas de estas obras sean precisamente mujeres, como Electra, Antígona o Andrómaca. Ninguna de ellas nos resulta por completo ajena. Los clásicos son clásicos porque, pese al tiempo transcurrido, todavía tienen algo que decirnos.
Hipólito, de Eurípides, comienza con un monólogo de Afrodita. La diosa se presenta como una mujer poderosa, más que capaz de fulminar a sus enemigos. “Derribo a cuantos se ensoberbecen contra mí”, afirma con una completa seguridad en sí misma. Tenemos, pues, a una mujer “empoderada” en el origen de toda la trama, una mujer con poderes superiores al del resto de divinidades. Con este comienzo, Eurípides ya nos sugiere que no está de acuerdo con determinados prejuicios.
Aunque más tarde el protagonista de la tragedia, Hipólito, expresará ideas misóginas, no hay que perder de vista que nos encontramos ante un personaje negativo, a quien su egoísmo, su frialdad y su intransigencia condenarán a la perdición. Precisamente su pretensión de ser casto a cualquier precio es lo que suscitará la catástrofe: cree, poseído de una enfermiza superioridad moral, que la mujer, ese “metal de falsa ley”, supone un peligro para la práctica de su concepto fanático de la virtud.
Hipólito posee muchas cualidades, pero le pierde su autosuficiencia, el culto que se profesa a sí mismo. La tragedia se desencadena cuando su madrastra, Fedra, se enamora de él por instigación de Afrodita, ansiosa de vengarse de ese mortal soberbio que no sabe respetar lo que ella representa. Como mujer casada, Fedra posee plena consciencia de la ilicitud de sus sentimientos. Por eso, lucha contra con todas sus fuerzas contra esa pasión prohibida. El suyo es un combate heroico. Si finalmente sucumbe no es por debilidad, sino porque ningún ser humano puede salir victorioso frente a una diosa.
El amor, cuando llega, resulta irresistible. En esto, Eurípides no hace diferencias entre hombres y mujeres. El rey Teseo sabe bien que, llegado el momento, todos se hallaran igual de indefensos: “¿Dirás que la pasión amorosa no afecta a los hombres, pero es innata en las mujeres? Sé yo de jóvenes que no son más fuertes que las mujeres, cuando Cipris turba su corazón en sazón”. La crítica al estereotipo de género no puede ser más contundente.
Fedra nunca deja de ser una mujer fuerte. También Medea, la protagonista de otra de las obras de Eurípides. Perdidamente enamorada de Jasón, traiciona a su patria y a su país para irse con él. Cree que ha encontrado a un gran hombre; no imagina que el héroe de sus sueños se convertirá en el artífice de sus pesadillas cuando decida casarse con una princesa. No es que esté enamorado: simplemente busca un buen partido para asegurar su posición social y económica. Es un oportunista, un cínico. Medea se sumerge en la locura y llega al extremo de asesinar a los hijos que tuvo con su ex con tal de hacerle daño.
Sí, ha hecho algo horrible, pero a lo largo de la obra se gana una y otra vez la simpatía del público. Como ha señalado Séverine Auffret en La gran historia del feminismo (La Esfera de los Libros, 2020), Eurípides se muestra comprensivo con sus crímenes y, en cierto modo, los disculpa. En la Antigüedad, otros autores, como el también dramaturgo Aristófanes, le reprocharon esta postura empática. Medea, en efecto, no aparece como una criatura diabólica, sino como la víctima de unas circunstancias adversas. Primero la traiciona el hombre que ama y por el que tanto se ha sacrificado; después le exigen que marche al destierro con sus hijos. Ante tantas desgracias, es posible entender que acabe perdiendo la razón. El auténtico “malo” es Jasón, no ella.
Medea nos resulta próxima porque, lejos de resignarse a la desgracia, se rebela, y al hacerlo se erige en vengadora del sufrimiento impuesto por el sistema patriarcal. En un discurso memorable, denuncia con formidable intensidad la situación femenina. Ningún ser es tan desdichado como la mujer, obligada a jugarse su felicidad a todo o nada cuando escoge a un marido, destinado a convertirse en el amo de su cuerpo. ¿Puede haber algo peor?
Si el matrimonio sale mal, no hay escapatoria posible para la esposa, obligada a elegir entre el divorcio y su honra. Si el hombre es infeliz en la relación, puede encontrar con facilidad un consuelo. Su compañera, en cambio, no posee ningún horizonte fuera del espacio doméstico. ¿Es mejor la seguridad del hogar al servicio de las armas reservado al sexo masculino? Medea rechaza de plano semejante idea: “Tres veces formar con el escudo preferiría yo antes que parir una sola”.
Aunque Medea, Fedra y otras heroínas son hijas de su tiempo, también pueden ser iconos para el feminismo del siglo XXI. Su carácter indomable las convierte en seres enfrentados a dilemas que, de un modo u otro, siguen siendo todavía los nuestros.
Eurípides refleja unas ideas avanzadas para su época, en consonancia perfecta con su espíritu democrático. Cree, por encima de todo, en la igualdad. Cuando el personaje del sirviente se dirige a Hipólito, no lo hace como un servil lacayo, sino de igual a igual. Sus palabras denotan una clara conciencia de su dignidad como ser humano, en nada inferior a los ricos y poderosos: “Señor –pues solo a los dioses hay que llamar amos–, ¿aceptarías de mí un consejo?”.
Ningún mortal, por tanto, es más que otro mortal. El criado no duda en ofrecer el tesoro de su sensatez y su experiencia al joven Hipólito. Este, en lugar de sentirse ofendido por el atrevimiento de alguien socialmente inferior, reacciona con interés. Sabe que, si se niega a escuchar al otro, va a comportarse como un imprudente.
Han pasado muchos siglos desde el esplendor de su civilización, pero los antiguos griegos no han perdido la capacidad de sorprendernos. Su literatura posee ejemplos de mujeres decididas, muy alejadas de cualquier función meramente pasiva y ornamental. Se ha dicho que Penélope se limita a tejer mientras su marido, Ulises, es el personaje activo, el protagonista de las grandes hazañas. En realidad, si él recupera su reino cuando regresa a Ítaca es gracias a la astucia de su esposa. Es ella la que, con una hábil estratagema, mantiene a raya a los pretendientes que le exigen que les conceda su mano. Su inteligencia, su determinación y su lealtad la convierten en uno de los personajes clave de la Odisea. Su caso es un ejemplo, entre otros, de que las griegas no fueron los seres silenciosos que en ocasiones imaginamos.
FUENTE: La Vanguardia