Carlos Fresneda | Nueva York www.elmundo.es 11/11/2007

La exposición del Museo de Historia Natural de Nueva York, ‘Criaturas míticas’, indaga en las raíces de esos seres que nos acompañan desde siempre.

Cuentan los libros de historia que el mismísimo Cristóbal Colón, allá por 1493, fue testigo de la aparición de una sirena frente a las costas de La Florida. «Pero no son tan bellas como las pintan», corrigió el marinero. «Tienen un rostro más parecido al de los hombres».

Lo que vio realmente Colón no fue una sirena sino un «trichechus manatus». Para entendernos, un manatí. A saber: «Mamífero sirénido que vive en las costas orientales de América, de unos cinco metros de longitud, cuerpo grueso y piel cenicienta y velluda, de tres o cuatro centímetros de espesor».

Los seres míticos nacen cuando el ojo humano se enfrenta a lo desconocido y la retina le pone alas a la realidad. Las creencias acendradas y la capacidad fabuladora del hombre ponen todo lo demás, y así es como crece ese increíble zoológico imaginario: sirenas, dragones, unicornios, pegasos, esfinges, aves fénix, cíclopes, yetis, kappas, chupacabras…

Cruzando la barrera mágica que separa la ciencia de la mitología, pero dejando muy claro dónde están los límites, el Museo de Historia Natural ha roto moldes con una exposición –»Criaturas míticas»- que indaga en las raíces antropológicas de esos seres que nos acompañan desde que el hombre es hombre. Más de 270.000 visitantes la han convertido en la muestra del año en Nueva York, donde estará hasta finales de enero antes de iniciar un periplo mundial.

«Nuestra especie tiene una tendencia natural a intentar explicar todo lo que ocurre a su alrededor», explica Ellen Futter, directora del emblemático museo en los aledaños de Central Park. «Ese infatigable impulso por explorar e interpretar es el que da origen a ese mundo paralelo, a donde la razón no puede llegar».

Futter tuvo que esforzarse en explicar cómo una entidad consagrada a la ciencia abre de pronto sus ventanas a la fantasía y a la especulación… «Hemos querido trazar una línea muy clara entre la realidad y la imaginación, la evidencia y la leyenda. Pero hemos encontrado la misma tendencia mitológica en casi todas las culturas del mundo, y eso puede servirnos mucho para indagar en la propia naturaleza del hombre».

Un dragón de cartón de piedra, como recién escapado de la película ‘Eragon’, da la bienvenida a los visitantes que se adentran en las tinieblas de ‘Criaturas Míticas’. «Los seres imaginarios surgen en el mundo de las sombras y de la distorsión», explica la antropóloga Laurel Kendall, comisaria de la exposición. «Los visitantes se sumergen en esa oscuridad incierta, y de pronto les iluminamos con fogonazos de realidad».

Así, al inmaculado unicornio le han «clavado» un magnífico incisivo de tres metros y en espiral que proviene de una ballena narval («monodon monoceros»). La supuesta cabeza del dragón que fue matado en el siglo XIII por los fundadores de la ciudad de Klagenfurt, en Austria, se exhibe como lo que realmente es: un fabuloso cráneo de rinoceronte («rhinoceros»). Y los enormes huesos encontrados en Sicilia, que alimentaron entre los griegos las fábulas de los gigantes y de los cíclopes, pertenecieron en tiempos remotos a los mastodontes.

El paleontólogo Mark Norell ha puesto un especial empeño en encontrar los orígenes «científicos» de las criaturas míticas. Norrell certifica que muchas de ellas «surgieron a partir del hallazgo de fósiles de seres que existieron hace milenios y que las limitaciones científicas del momento no alcanzaron a explicar».

Una reproducción apabullante de un «gigantopitecus» arropa al mito del hombre de las nieves. Los visitantes pueden tocar la mandíbula batiente del imponente simio, que vivió hace 300.000 años, para acabar de creérselo. La imagen del «griffin», la criatura que combina elementos del águila y del león, aparece junto al fósil del «protoceratops», hallado hace 2.000 años en el desierto del Gobi y que pudo ser el origen de la leyenda.

Dragones y serpientes
Con una ávida intención, la sala luminosa de los dinosaurios precede a la cueva donde dormitarán los dragones en el Museo de Historia Natural. Las bestias reptilianas con fabulosos poderes, «halladas» en al menos tres continentes, nunca habían despertado tanta curiosidad como hasta ahora entre los paleontólogos.

El cráneo de un rinoceronte lanudo (coelodonta antiquitatis) ilustra cómo una criatura que vivió hace 20.000 años pudo estar detrás del origen de los «huesos de dragón», tan populares en la cultura china. Mientras en Oriente el dragón es un ser casi siempre un ser benefactor, asociado a la fortaleza y a la longevidad, en el Occidente se le asocia siempre con la imagen incendiada del mal, como puede comprobarse en una Enciclopedia de Dragones y Serpientes fechada en Bolonia en 1640.

Un mapa de 1585, firmado por Andreas Velleius, nos sumerge en las tenebrosas aguas de Islandia, aechada por monstruos marinos y pulpos gigantes. A su lado, conservado en formol, el tentáculo de un calamar gigante (architeuthis kirkii), que vive efectivamente en las profundidades abisales y puede medir de siete a veinte metros de largo.

Varias secuencias de delfines y ballenas en movimiento ilustran cómo los marineros pudieron «avistar» serpientes gigantes en sus grandes expediciones oceánicas, en las que proyectaron todos sus miedos. Las sirenas tienen un origen más sugerente –los mamíferos pinnípedos- y su halo se extiende por todas las civilizaciones, desde los inuit de Groenlandia y Canadá (Sedna) a las costas africnas (Mami Wata) y el vudú haitiano (Lasirén).

En la época de Ulises, las sirenas eran mujeres-pájaro que seducían con sus cantos a los marineros para que se estrellaran contra las rocas. Plinio El Viejo, en «Historia Natural», asegura que las sirenas no son «un cuento fabuloso» sino que existen tal cual, como las plasmaron los artistas. Después de Cristobal Colón, otros avezados exploradores como John Smith y Henry Hudson creyeron firmemente en ellas. Aunque el mito se nos cae finalmente a los pies cuando vemos el «fósil» de la sirena enana de las islas Fiji, exhibido como un tesoro en la época gloriosa de Coney Island, y que resultó ser pastiche elaborado a partir del esqueleto de una rata.