Luisgé Martín http://elviajero.elpais.com 04/06/2011
Partiendo de Atenas, una ruta por el Peloponeso y sus fabulosas ruinas. Después, los monasterios aéreos de Meteora. Y de colofón, un atardecer a todo color en la isla de Santorini.
Algunas de las teorías económicas más recientes tratan de probar que el bienestar de un país no se mide por su producto interior bruto o por sus vicisitudes financieras, sino por otros indicadores más intangibles directamente ligados a la felicidad de las personas. Esto debe de tener algo de cierto porque la impresión general que el viajero se lleva de Grecia es mucho más amable de lo que cabría suponer de un Estado en bancarrota. El paisaje, la luz, la gastronomía y una cierta despreocupación vital, que tiene sin duda genética mediterránea, configuran la imagen de un país satisfecho y seductor.
Atenas
Atenas, una de las ciudades que la historia ha convertido en inmortal, es una capital caótica y grisácea. Sus calles, saturadas de tráfico y flanqueadas por edificios sin personalidad, se tejen con monotonía hasta el mar. Desde lo alto del monte Likabetos se puede tener una vista inigualable de Atenas en sus cuatro puntos cardinales. El panorama, más allá de la fascinación poética que produce siempre una gran ciudad que se extiende hasta el horizonte y que bulle, es deslucido: una superficie rasa de azoteas de color cemento.
Desde el Likabetos se pueden distinguir también con nitidez las joyas de la ciudad, sobre todo el monte de la Acrópolis, que visto desde la distancia tiene más aura romántica que en la cercanía. Son ya varias las generaciones que no han podido contemplar el Partenón, los Propileos o el Erecteión libres de andamios y remiendos. Las perpetuas obras de restauración, unidas a la algarabía turística del lugar, que es visitado continuamente por viajeros arribados en masa, hacen casi imposible encontrar la paz de espíritu necesaria para evocar a Pericles y reconstruir imaginariamente las estatuas de Fidias o el aliento de sabiduría que se respiró alguna vez en esa colina.
Desde la altura de la Acrópolis se puede divisar de nuevo el trazo de la ciudad y el detalle de algunas de sus ruinas menos célebres: la puerta de Adriano, el Olimpión, el estadio o el Ágora. Todas ellas merecen una visita si el viajero dispone de tiempo, pero pueden igualmente desecharse si la prisa manda. Lo que no es razonable eludir es la visita al nuevo Museo de la Acrópolis, que está al pie de la colina, y al barrio de Plaka, uno de los rincones emblemáticos de la ciudad.
El museo, obra del arquitecto Bernard Tschumi, guarda en su interior los originales de las cariátides del Erecteión, algunas de las esculturas que Fidias creó para el Partenón y muchas otras piezas que, dispuestas con un discurso museístico moderno, pedagógico y atractivo, iluminadas preferentemente por la luz natural que el edificio recoge, ayudan al visitante a viajar a través del tiempo.
Plaka, que también está al pie de la Acrópolis, mantiene el aura de su fama, aunque, como casi todo en estos tiempos, ha perdido la inocencia y parte de su personalidad. Sigue conservando, sin embargo, rincones admirables y pequeños restaurantes que, a falta ya de pintoresquismo auténtico, guardan el secreto de algunas recetas. Dar un paseo sin rumbo por sus calles y sentarse en alguna de las terrazas a tomar un refrigerio o a comer, sea en el día o en la noche, es una de las rutinas obligadas para conocer Atenas.
La otra Atenas, la moderna, tiene su centro más reconocible en la plaza Syntagma, donde se encuentra el Parlamento y la célebre tumba al soldado desconocido custodiada por dos ezvones, soldados de la guardia Presidencial ataviados con un traje folclórico -polainas, faldita, boina y zapatones con borla- que ejercitan unos movimientos coreografiados muy del gusto de los turistas por lo anacrónico. Cerca de allí, en dirección a Plaka, está la calle Pandrossou, de la que Gil de Biedma dijo: «Me acuerdo que de pronto amé la vida, / porque la calle olía / a cocina y a cuero de zapatos». Ya no huele a ninguna de las dos cosas, pero sigue siendo, como entonces, una calle comercial ruidosa y atestada de paseantes en la que es posible realizar compras de cualquier tipo.
Antes de continuar el viaje es recomendable visitar el cabo de Sunión, que se encuentra a 65 kilómetros al sur de Atenas. Allí se alzan las ruinas del templo de Poseidón, desde donde se puede ver, a la hora del crepúsculo, una puesta de sol formidable: el mar Egeo encendido de rojo en el horizonte. Toda la leyenda romántica sobre este sitio es cierta. Se conciertan en él la cultura, la religiosidad -incluso de los más descreídos- y la belleza natural. Pero, como decía Kostantin Kavafis, uno de los mayores poetas en lengua griega, lo mejor de Ítaca no es llegar, sino el viaje que se ha recorrido para hacerlo. Mal haría el visitante si, de camino al cabo de Sunión por la carretera que costea, desprecia el sinfín de tramos escarpados, de playas solitarias o de peñascos sobre el mar que componen el paisaje.
Corinto
La recomendación anterior es válida para todo el viaje a través de Grecia: el embrujo de tantos lugares de resonancias históricas no debe ofuscar al viajero, pues en el camino encontrará alicientes de igual o mayor belleza. El paisaje griego, montañoso y lleno de luz, está pintado con dos colores: el azul del mar, que es intenso y a veces doloroso para la retina, y un verde de gama muy amplia que no se limita, como el tópico pretende, al oscuro olivo. Las carreteras son buenas, aunque la sinuosidad del trazado, forzada por la orografía, demora los trayectos.
Corinto es la primera de las paradas. Se encuentra a pocos kilómetros de Atenas, justo en el istmo que enlaza la Grecia continental con la península del Peloponeso. Y su mayor atracción tiene que ver con esa circunstancia geográfica: el canal de Corinto, que une el mar Egeo con el golfo de Corinto. En la antigüedad, los barcos, arrastrados por bestias, eran transportados por tierra a lo largo de los seis kilómetros de anchura del istmo para evitar que tuvieran que dar la vuelta completa a la península. Hasta finales del siglo XIX no se ejecutó ese gran tajo, de ocho metros de profundidad, que comunica marítimamente las dos partes. Desde unas pasarelas situadas al borde de la autovía, y con prudencia para quienes sufran de vértigo, puede contemplarse en toda su dimensión ese prodigio de la ingeniería decimonónica.
Es posible que en el futuro haya técnicas holográficas que permitan a los turistas con menor sensibilidad arqueológica caminar entre las ruinas del pasado contemplando una reconstrucción virtual exacta de lo que fue el lugar. Mientras ese momento llega, quienes carecemos de la imaginación reconstructiva necesaria vagamos entre las piedras con una mezcla de asombro y de perplejidad, tratando de ver una ciudad más allá de la devastación. Hay algo, sin embargo, que el paso de los siglos no ha cambiado: la disposición geográfica, el emplazamiento. Y ahí suele encontrarse una fascinación constante. El lugar en el que se ubican las ciudades o los templos parecen escogidos por los mismos dioses.
Eso ocurre en Corinto. Desde las ruinas de su ciudad antigua -y más aún desde su acrópolis- se divisa un paisaje fabuloso, pero las ruinas en sí no tienen el mejor lustre para el profano.
Micenas
El viajero apresurado puede seguir ruta hasta Micenas, a pocos kilómetros, donde encontrará, en un enclave igualmente admirable desde el que se controla la lejanía de todo el alrededor, piedras de historia -y consistencia- más recia. Hay que advertir que en este túnel del tiempo arqueológico corremos el riesgo de confundir la historia y creer que esa antigua Grecia que visitamos pertenece a la misma época. Entre el esplendor de Corinto o de Atenas y el de Micenas, sin embargo, hay más de cinco siglos de distancia. Es como visitar el museo Guggenheim después de haber visitado el monasterio de El Escorial.
Micenas tiene varios lugares de atención preferente. El primero, el tesoro de Atreo -o de Agamenón-, que se encuentra a la izquierda de la carretera, antes de llegar a las ruinas de la ciudad propiamente dicha. Se trata de una tumba excavada en la roca, a la que se accede por un corredor descubierto construido con grandes bloques de piedra. El interior, que puede contemplarse en penumbra, tiene una cúpula impresionante.
Ya en la ciudad, lo primero que el viajero se encuentra es la rotunda puerta de los Leones, que da acceso al recinto amurallado. Justo después de atravesarla, a la derecha, está el Círculo de las Tumbas Reales, donde fueron encontrados tesoros de oro que prueban la sangre azul de los enterrados. Y más arriba, aunque desfigurado por la destrucción, el famoso palacio en el que según la leyenda fue asesinado Agamenón por Clitemnestra.
Sin pausa para el descanso, se debe seguir el viaje hacia el teatro de Epidauro, que se encuentra muy cerca. Este teatro también posee una ubicación geográfica portentosa. Desde sus gradas se divisa un oleaje de montañas arboladas hasta el horizonte. Es uno de los teatros mejor conservados de la antigüedad y sigue usándose para conciertos y representaciones. Tiene un aforo de 15.000 plazas, lo que lo emparenta más con los estadios que con los teatros de nuestros días. Y posee una cualidad asombrosa: su acústica. Cualquier palabra dicha a media voz en su escenario, abajo, puede entenderse con precisión en el alto de sus gradas.
Nauplión, en la costa, a pocos kilómetros de Epidauro, es una ciudad perfecta para hacer noche antes de proseguir el viaje. Casi arrinconada contra el mar por las colinas de Acronauplia y Palamidi, que lucen fortalezas imponentes sobre la ciudad, Nauplión tiene todos los atractivos de una pintoresca ciudad veraniega: calles monumentales bien conservadas, cafés llenos de vida, restaurantes agradables y esa paz marina que no es incompatible con el bullicio.
Olimpia
El siguiente destino es Olimpia, la gran Olimpia, que se encuentra al oeste atravesando toda la península del Peloponeso por unas carreteras montañosas trazadas una vez más sobre una naturaleza extraordinaria. En Olimpia estuvo una de las siete maravillas de la Antigüedad, la estatua de Zeus esculpida por Fidias en marfil y oro. Su tamaño era gigantesco, pero no queda ningún resto de ella. Del templo que la albergaba quedan solo ruinas paupérrimas. El estadio, el primero en el que se celebraron los Juegos Olímpicos, es una gran superficie de hierba, desnivelada en los laterales de las gradas, que más conducen al fetichismo cultural que al interés: allí comenzó todo, pero de aquello solo queda la memoria. El museo, cerca del recinto de las excavaciones, guarda entre sus piezas muchas de las esculturas de los tímpanos del templo de Zeus, que por su belleza y su gigantismo bien justifican la visita.
Delfos
La última etapa de la Grecia antigua será Delfos, de nuevo en la parte continental del país; y una vez más tendremos duda, al llegar, de si ha sido más valioso el destino que la ruta hacia él. Delfos fue también un lugar elegido por los dioses. Por el dios Apolo, en este caso. Hace muchos siglos se creyó que este punto era el centro del mundo. Sus ruinas están alzadas en la pendiente del monte Parnaso, desde la que se contempla la inmensidad y desde la que las arboledas del paisaje parecen más espirituales que botánicas. Su oráculo no tiene ya ecos, pero la visita sosegada de los restos de la ciudad -su templo, su teatro, su estadio en lo alto- sigue inspirando las mismas preguntas esenciales que la pitonisa, al parecer, respondía antiguamente: la enormidad del universo, la caducidad de todo.
Al salir de Delfos abandonamos la Grecia de la Antigüedad para adentrarnos en la Grecia cristiana, que, aunque goza de menos fama, no defraudará al viajero. A muy pocos kilómetros de allí, escondido entre montañas, está el monasterio bizantino de Osios Loukás, que no suele formar parte de las rutas turísticas. Aunque lo que tiene verdadero interés artístico son las dos iglesias, con sus mosaicos, sus frescos y sus claroscuros de recogimiento, el monasterio entero es apacible y acogedor. No solo los dioses paganos sabían escoger sus aposentos: desde una explanada en la que los monjes sirven tentempiés a quien lo necesite, se divisa un valle verde y solitario en el que dan ganas de quedarse a vivir.
Meteora
Hasta los monasterios de Meteora, en el norte, hay un camino largo por carreteras que después de un tramo aún montañoso se abren de repente a la llanura inacabable. Meteora es un lugar de apariencia surrealista. Sobre la tierra se levantan unas moles rocosas verticales que en algún caso tienen la apariencia de tornados fosilizados. Parece un paisaje inverosímil, la geología de otro planeta. Pero sobre las cumbres de esas torres de roca, además, fueron construidos en el siglo XIV varios monasterios de retiro y oración. Todo comenzó con unos ermitaños que vivían en cuevas altas para estar más cerca de Dios. Después comenzaron a fundarse los monasterios, inaccesibles, aislados del mundo. Incluso hoy en día, que ya han sido habilitadas escaleras y accesos, para llegar a ellos hay que gastar esfuerzo y sudor. Desde arriba, desde sus terrazas, el vacío cae a plomo.
Quedan en pie seis monasterios. Es posible visitar los seis, pero ello pondrá a prueba la forma física del viajero. Hay dos de visita inexcusable: el del Gran Meteoro -el más grande- y el de Varlaam. En ambos, los frescos de sus iglesias, bien conservados, emocionan y asombran. A pesar de ese hórror vacui que existe, la sensación no es opresiva, sino extrañamente mística. Ayuda al recogimiento. Incluso en la pequeña iglesia del monasterio de San Nikolás -que también merece la visita, si el viajero lleva tiempo-, de techos bajos y espacios claustrofóbicos, los frescos que cubren toda la superficie de los muros parecen ensancharlos.
En el Gran Meteoro no puede dejar de verse el refectorio, que, a pesar de los aditamentos de que está lleno, conserva a la perfección la vaga soledad de la vida monástica. En una sala cercana se guarda un osario y no cabe más posibilidad, ante ella, que volver a meditar sobre la vida. Aquellas calaveras de monjes perfectamente alineadas en baldas pertenecieron hace siglos a hombres que, como Yorick (el bufón de Hamlet), dieron brincos y rieron. Ahora no pueden ya reírse ni de su propia deformidad, pero los huecos de sus cráneos nos miran con fijeza.
Santorini
En las pantallas de los aviones que vuelan desde Atenas hacia Santorini se proyectan gráficos tridimensionales que van indicando las islas que se pueden ver en ruta a derecha e izquierda. Las famosas islas del Egeo, que, desde el aire, parecen un desmigado de tierra en el azul afilado del mar. Cada una tiene su personalidad propia, pero todas comparten ese color casi virulento del agua.
Después de tanta Historia, Santorini es un lugar de descanso. Podemos ver ruinas -las excavaciones de Akrotiri o de la antigua Thira, una ciudad del siglo IX antes de Cristo construida en lo alto de una montaña desde la que se ven todos los extremos de la isla-, pero lo que atrae allí es la holganza. Hay que alojarse en Fira, la capital, o en Ía, en la punta norte. Las dos tienen esa arquitectura picassiana de blancos encalados en líneas curvas y quebradas con remates de azul. Cualquier alojamiento posee una piscina colgada sobre el mar con vistas al volcán que se alza frente a la isla.
En Santorini hay que ir sin rumbo -en un coche o en un quad bike alquilados-, tumbarse en alguna de las terrazas a tomar el sol y a mirar el mar, comer en los restaurantes típicos -el Archipiélago y el Naoussa son imprescindibles-, dejar caer el sol hasta que se oscurece todo y tomar una copa en alguno de sus clubes. Es decir, vivir despreocupadamente. Como solo se vive en los países felices.
» Luisgé Martín es autor de la novela Las manos cortadas (Alfaguara).
FUENTE: http://elviajero.elpais.com/articulo/viajes/lugar/escogido/dioses/elpviavia/20110604elpviavje_1/Tes