«La escuela de Atenas», fresco de Rafael. Foto: © Wikipedia Commons

 Emilio del Río, Nueva Revista, 2 octubre de 2020

La historiadora inglesa Violet Mollet, doctora por la Universidad de Edimburgo, rastrea en esta obra el camino de las ideas del pensamiento clásico a través de mil años de historia

Hay cuadros que definen una época. La libertad guiando al pueblo de Eugène Delacroix los movimientos revolucionarios del XIX, El grito de Munch la angustia del siglo XX o, por citar nuestra historia reciente, El abrazo de Genovés es el cuadro de la transición en España. Hay una pintura que expresa un momento estelar de la humanidad (Zweig dixit), La escuela de Atenas que pinta en 1509 Rafael Sanzio (1483-1520).

El papa Julio II había encargado a Rafael que pintase las paredes de la Sala de la Signatura en el Palacio del Vaticano. Rafael ilustró cada pared con la categoría de los libros que estaban en la parte inferior: teología, filosofía, jurisprudencia y poesía. En el de la filosofía pintó esa obra maestra que conocemos como La escuela de Atenas. Hay cincuenta y cuatro personas presentadas en tres grupos, con Platón y Aristóteles en el centro. El primero señala con el dedo al cielo azul sobre el que se presentan, y Aristóteles señala hacia la tierra que tienen a sus pies, en una manera de pintar sus tendencias filosóficas. La admiración del Renacimiento hacia el mundo clásico, el homenaje del humanismo hacia las ideas clásicas, está en ese fresco. Rafael pinta también a filósofos clásicos como Epicuro, Zenón de Elea y Heráclito o científicos como Euclides, Ptolomeo y Pitágoras. Entre ellos una mujer, Hipatia. Todos son personajes griegos, bueno, uno es el retrato del propio Rafael y Heráclito es Miguel Ángel, pero pretenden ser griegos. Todos menos uno. Uno que se inclina, con curiosidad, sobre el hombro de Pitágoras a ver qué está escribiendo, uno con turbante entre los griegos: es nuestro paisano Averroes (1126-1198).  El filósofo musulmán, nacido en Córdoba, es el único representante de la Edad Media. Un feliz anacronismo. ¿Por qué Rafael lo incluye en esta pintura? Con Averroes quiere simbolizar el importante papel de la erudición árabe en la transmisión de la ciencia grecolatina.

MIL AÑOS DE HISTORIA

Este papel es el que la historiadora inglesa Mollet, doctora por la Universidad de Edimburgo, rastrea en La ruta del conocimiento. Lo hace centrándose en la transmisión de los textos de tres de los escritores científicos más destacados del mundo clásico, los tres griegos, Euclides, Ptolomeo y Galeno (este era un griego en el Imperio romano). Su transmisión desde la caída del Imperio romano hasta la recuperación de los ideales clásicos, esa época en la que renace la cultura clásica, y por eso la llamamos Renacimiento, que nos sacó de la oscuridad de la Edad Media.

La idea es original, hace un recorrido por mil años de historia y de distintas culturas, a través de la historia de siete ciudades que fueron, como en una carrera de relevos, entregándose los textos de estos tres autores científicos, incrementando a su vez la ciencia en torno a cada uno de ellos.

Desde la Alejandría del siglo VI al Bagdad del siglo IX, a la Córdoba musulmana del siglo XII, al Toledo principal centro de traducción del árabe al latín, al Salerno medieval y su facultad de medicina, al convulso Palermo siciliano mezcla de lenguas y culturas, hasta terminar en la Venecia brillante y vibrante, que gracias a la imprenta fue una de las puertas del Renacimiento, miles de años de historia.

A través de siete ciudades. Todas ellas fueron centros de conocimiento, y todas ellas fueron entregando el testigo de los textos científicos clásicos a la siguiente antes de caer, exhaustas, y disolverse su pujanza cultural y científica. En estas ciudades la ciencia clásica se estudió con rigor y se cultivó la traducción, además se fueron haciendo aportaciones de manera que se incorporaron al bagaje científico teorías de otras culturas, como la numeración indoarábiga o el sistema de notación posicional, originarias de la India, que llegaron a Occidente a través del Imperio musulmán y que se utilizan ahora en todo el mundo. Una «intrincada maraña de conexiones» entre las distintas culturas de cada época y de distintas religiones hizo posible que los textos científicos clásicos llegaran hasta nosotros. Esto lo cuenta la autora en el libro y lo hace de forma ágil y atractiva.

Todas estas ciudades, como señala Moller, tenían en común unas condiciones que permitieron el florecimiento del saber: estabilidad política, desarrollo económico, personas de talento interesadas en la cultura, suministro de textos y, por sorprendente que parezca en alguno de esos siglos, un ambiente de tolerancia y una actitud de aceptación hacia el otro, hacia el distinto, incluso hacia otra religión. Sin esta colaboración no habría traducciones ni se habrían fusionado ideas que provienen de distintas tradiciones culturales y religiosas. El hecho de que fueran textos científicos lo hizo posible.

TRES GRANDES CIENTÍFICOS

L. D. Reynolds y N. G. Wilson en esa obra maestra que es Copistas y filólogos (1ª Oxford, 1968) afirman que «la conservación de los textos de los autores clásicos durante siglos pendieron de un hilo» y que el Renacimiento cogió ese hilo. Gracias a la labor de los humanistas y de la imprenta se salvaron los clásicos grecolatinos y renació el mundo clásico (por cierto, que de forma inexplicable para una obra sobre la transmisión de los clásicos, la autora no cita esta obra absolutamente fundamental de Reynolds y Wilson, dos de los grandes filólogos clásicos del siglo xx y catedráticos en Oxford).

Este libro describe el hilo que permitió la transmisión de los textos de tres de los grandes científicos del mundo clásico, que siguieron presidiendo cada campo científico hasta la Ilustración: sigue el rastro de las ideas científicas del mundo clásico durante la Edad Media en los tres campos de los tres autores: matemáticas (Euclides), medicina (Galeno), astronomía (Ptolomeo). En el caso de Euclides, sus teorías geométricas siguen siendo válidas y enseñadas en las aulas. Euclides ha superado la prueba del algodón del tiempo, mientras que las teorías de Galeno y Ptolomeo serían superadas siglos después, pero durante más de mil años fueron la base imprescindible en sus respectivos campos, de manera que su legado y su influencia son extraordinarias y forman parte importante de la historia intelectual de la humanidad. Mollet hace un estudio exhaustivo de la transmisión de estos textos científicos que forman parte de la transmisión del mundo clásico y la historia del conocimiento, habitualmente más interesados en los textos literarios. El libro sigue con eficacia el rastro de las ideas científicas clásicas en su peregrinación durante la Edad Media.

Hay capítulos magníficos, como el último, el de la Venecia del Renacimiento, y la labor estelar para la humanidad del gran impresor Aldo Manucio editando las obras, no solo de los filósofos y literatos griegos, sino también las de los científicos griegos. Para que nos hagamos una idea, en su imprenta, Manucio imponía multas por hablar en otra lengua que no fuera el griego. Por allí pasaron humanistas como el holandés Erasmo, el alemán Reuchlin o el inglés Linacre: un peregrinaje intelectual.

EL PAPEL DE LA CULTURA ÁRABE

En cambio, exagera la autora al hacer una descripción idílica del Imperio musulmán amante de la cultura, frente a un cristianismo enemigo de la cultura que se dedica a destruir los textos clásicos y quemar bibliotecas. Hasta la propia autora escribe en el capítulo de Toledo (p. 175): «aunque admitamos cierta dosis de exageración», a propósito de su exaltación del pacifismo árabe mientras imagina la tristeza de los mozárabes al ver que el cristianismo volvía a Toledo. O cuando en el capítulo de Palermo (p. 235) señala «la actitud típicamente tolerante de los árabes hacia otras religiones». El mundo árabe no estaba precisamente lleno de iglesias cristianas. Cristianos y musulmanes tuvieron luces y sombras, no solo se mataron unos a otros sino que lo hicieron entre ellos mismos y, como escribió Borges, «cada uno de los dos fue Caín, y cada uno Abel» (Los conjurados).

Las ideas científicas clásicas viajaron, después de la caída del Imperio romano, por todo el Mediterráneo, a lo largo de mil años, iluminando distintas culturas en distintos momentos de la historia. No siguieron un camino recto, sino «una ruta sinuosa que fue dando vueltas, girando en círculos y desapareciendo en callejones sin salida, para volver una vez más a seguir adelante y proseguir la marcha». A finales del siglo XV todas las obras de Euclides, Ptolomeo y Galeno ya están impresas: su legado está a salvo. Después de 1500 se modifica de forma espectacular el panorama intelectual y científico y se superan las teorías de los autores científicos griegos, pero fue gracias a ellos por lo que se revolucionaron la astronomía, las matemáticas y la medicina.

Bernardo de Chartes escribió (lo escribió en latín en el siglo XII, lo cito traducido) que «somos como enanos a hombros de gigantes. Podemos ver más, y más lejos que ellos, no por la agudeza de nuestra vista ni por la altura de nuestro cuerpo, sino porque somos levantados por su gran altura». El Renacimiento pudo empezar a hombros de los gigantes clásicos la transformación científica que allanó el camino a la revolución científica del siglo XVII gracias a un copista en Alejandría, a un bibliotecario en Bagdad, a un comerciante de manuscritos en Córdoba, a un traductor en Toledo, a un profesor en Salerno, a un comerciante en Palermo y a un impresor en Venecia. Amparados y empujados por príncipes y reyes, estos personajes se fueron pasando, durante mil años, la antorcha de la civilización clásica, en distintas lenguas y en distintas religiones, hasta el Renacimiento. De esta apasionante y maravillosa ruta del conocimiento va este libro.

FUENTE: Nueva Revista