Pequeño ensayo de Fernando Lillo donde los autores antiguos nos explican sus puntos de vista acerca de la relación entre la naturaleza y el ser humano, la contaminación del plomo y la difícil sostenibilidad de la Roma imperial
Fernando Lillo (1969) es profesor de lenguas clásicas en instituto y prolífico divulgador. La editorial Rhemata está centrada en traducciones de textos latinos y griegos, así como ensayos sobre la Antigüedad, tanto gentil como cristiana. De la colaboración de ambos surge este volumen de apenas un centenar de páginas y en que se da cuenta, para empezar, de la percepción que existía en el mundo romano del entorno natural. Grosso modo, esta obrita procura no dejar sin tratar cada uno de los aspectos relativos a la ecología o el medio ambiente trasladados al Mediterráneo de hace veinte siglos. Aunque algunos detalles más se podrían haber añadido, para completar el panorama. En todo caso, las facetas esenciales están bien abordadas.
Por una parte, el libro ofrece el punto de vista —o los puntos de vista— que en Roma existía acerca de la relación entre el ser humano y la naturaleza. Es un tema complejo, repleto de consideraciones religiosas, prácticas, morales y filosóficas. Además, y como sucede a lo largo de estas páginas, Lillo aporta constantes pasajes de autores antiguos —desde Séneca y Cicerón hasta Juvenal y Marcial—, para conocer su manera propia de entender el asunto. Son los mismos antiguos, explicados por Lillo Redonet, quienes exponen desde su época conceptos que podrían parecer nuestros. La calidad, cantidad, extensión y oportunidad de estos pasajes es uno de los más reconocibles aciertos del libro. Asimismo, Lillo añade en la primera parte de la bibliografía suficientes referencias de ediciones fiables de este tipo de textos, tanto de Oxford, Teubner y Loeb, como de Gredos y CSIC.
RHEMATA / 108 PÁGS.
Ecología en la Antigua Roma
Fernando Lillo Redonet
Gracias a los testimonios de los propios autores de la Antigüedad, nos hacemos cargo de hasta qué punto los romanos podían tener su «mito del buen salvaje», o en qué grado era conveniente aplicar aquel consejo del Dios judío: «someted la tierra». Por eso, Lillo habla de la creación humana de una «segunda naturaleza», así como del continuado debate acerca de las ventajas e inconvenientes de la vida urbana y de la vida campestre. Nihil novum…
A lo largo de los capítulos, Ecología en la Antigua Roma señala cuáles fueron los principales retos y amenazas de aquellos siglos. Desde la necesidad de construir presas, desecar zonas palustres, regular los cursos de los ríos, hasta el ingente consumo de madera, la forma de explotar los recursos mineros… y la enorme contaminación que se padeció a causa de una acumulación de plomo que, según el autor, era superior a la de nuestros días a causa de la gasolina. La habilidad de los ingenieros romanos, los consejos a la hora de construir edificios que aprovecharan bien la luz solar, o el continuado reciclaje de material de cerámica o incluso de mármoles, son muchos de los puntos con que este libro nos ayuda a reflexionar sobre cómo afrontar nuestros propios problemas ambientales.
Aquí estriba otra de las virtudes del libro: no es un libro de anécdotas y curiosidades históricas, sino un ejemplo de actitud humanística. La historia no es más que conocimiento de lo humano, y por ello constituye una ayuda a la hora de comprendernos a nosotros y nuestro tiempo. Por eso —y aunque la Roma de los Césares carecía de automóviles—, el último capítulo resulta de gran provecho, en tanto que se pregunta si la Ciudad de las Siete Colinas era «sostenible». Sobrepoblación, apartamentos estrechos y caros, necesidad de calefacción y de red sanitaria —muy, muy pocos romanos disponían de agua corriente en casa—, suciedad abundante en las calles, tráfico rodado, transporte de mercancías, ruidos, malos olores… Quebraderos de cabeza de ayer y de hoy.
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