Soledad Porras www.abcdesevilla.es 06/02/2009
En ciertos momentos de nuestra vida nos encontramos con paisajes que nos acompañarán siempre, envueltos en luz unas veces, en sombras otras. Al evocarlos nos sumergimos en la nostalgia entrañable del ayer que se torna presente.
Así ocurre al contemplar los cipreses de Itálica y los de la Vía Appia Antica en Roma, unos y otros nos hablan del inmenso legado de uno de los imperios mayores del mundo, el Imperio Romano. Cipreses también en Toscana y en la Alhambra granadina, encontrando gran similitud entre ambas regiones. Cipreses también en los alrededores del Alcázar sevillano y cipreses en la isla de Sicilia.
Atmósfera diáfana y brillante, vestigios de otra época, colinas y valles sonrientes, rumores de campanas y siempre cipreses que saludan al cansado viajero que hasta allí se acerca. Vencidos por el viento, indiferentes a ese otro mundo que queda fuera, proporcionan serenidad, configurando el paraíso que todos llevamos dentro.
Caminar por las calzadas romanas de las ruinas de Itálica, en cualquier época del año es hablar de música y silencio, de sendas blancas, de cielo azul, pero sobre todo de esa luz especial de Sevilla, de tonalidades diversas según la época del año, pero siempre particular e intensa. Los emperadores Trajano y Adriano, el anfiteatro y la piedra nos hablan del Imperio Romano de la Bética, de su intercambio de productos y lo que es más, del legado cultural que impregna Andalucía en general y Sevilla en particular. En medio los cipreses intentando vivir conscientes de que el más bello poema es vivir eternamente.
También en la Antica Via Appia romana, los cipreses nos inspiran la pasión por una vida libre y el deseo de comunión con la naturaleza. Recorrer una de las vías consulares más importantes, nos transporta a Itálica, como esta última nos hace pensar en Roma. Tal vez estos paisajes fueron fuente de referencia de algunos poetas latinos. Más tarde José Carducci, inmortalizaría literariamente el ciprés con su Oda a los cipreses de Toscana, impulsado por su amor a la naturaleza, el sentimiento romántico de la historia y la fe en la dignidad del hombre, ejes de su gran creación poética. Al cantar al ciprés, manifiesta sus deseos de evasión y un gran sentido literario.
Afortunadamente, en Itálica, parece que los cipreses no se han visto atacados por el Seridium Cardinale, hongo que ha destruido miles de ellos en tierras italianas. Cipreses y pinos de Itálica, de Ostia o de Villa Adriana, que al desprender su eterno olor a resina nos hablan siempre de madurez, como afirmaba Juan Ramón Jiménez.
Sevilla y Roma, dos ciudades cargadas de arte y de historia, de belleza y tipismo, ambas con una luz única al atardecer, ofrecen también caminos y sendas paralelos. A través de los siglos, y desde el Imperio Romano, el legado dejado en la Bética ha sido único: puentes, acueductos, calzadas, arados y leyes constituyen la esencia de ser andaluz, compensada también con la importante aportación árabe.
En la Appia, bellísimos cipreses flanquean y vigilan tumbas y monumentos funerarios, sin olvidar las villas de los antiguos señores romanos. Aquí el paisaje trasciende el alma, haciendo florecer una vez más entrañables vínculos entre Roma y Sevilla. En uno y otro lugar, reencontramos el espíritu de la Roma clásica y un rumor de vida por doquier. Antiguas calzadas, abiertas siempre a un fondo luminoso que nos hace exclamar ¡cuánta vida, qué sensación de estar vivo!. Apoyados en el recuerdo de estos paisajes caminamos lentamente. Cuando sentimos la necesidad de escapar, nos dirigimos a los caminos flanqueados por cipreses para recibir la sensación de que la vida parece de color naranja. Allí dejamos pasar el tiempo, al regresar, recordamos con nostalgia aquella felicidad que se nos escapó y que esperamos recobrar.
Si un día la batalla de la vida nos rinde y nuestro ánimo flaquea, pensaremos en la belleza de Itálica o de la Vía Appia, en sus cipreses, en las milenarias piedras del suelo y la serenidad del lugar.
Pocos lugares en el mundo poseen el interés histórico y arqueológico de Villa Adriana. Su posición próxima a Roma y a las colinas de Tívoli, proporciona paz y sosiego. El emperador Adriano, nacido en la Bética, en la ciudad de Itálica, quiso construirse una residencia campestre, refinada y elegante, declarada por la Unesco Patrimonio de la Humanidad. Al recorrerla creemos estar en Itálica. De nuevo los cipreses y una luz que incide de plano si es matinal y vertical si es por la tarde. Bustos, lápidas, monedas, preciosas piezas de vidrio, cerámica sigilata y sarcófagos constituyen la heredad romana.
En el recuerdo compartido de un paisaje feliz, nos haga exclamar como Pablo Neruda, os abrazo con todo el cariño que la distancia agranda. En cualquier momento, una cascada de recuerdos y unos surcos que dejan huella. Azul el cielo, violeta la tarde, tibia añoranza de unas horas en la que contemplamos la huella del mayor imperio que conoció el mundo.
(Soledad Porras Castro es profesora de la Universidad de Valladolid)