Saber latín no es cuestión de tradición, con minúscula, pero sí de Tradición, con mayúscula. En el orden natural, no hay camino mejor que su aprendizaje para elevar la naturaleza
Roberto López Montero www.eldebate.com 08/05/2025
No es erróneo constatar que el conocimiento de la lengua latina de los señores cardenales es, salvo en contadas y honrosas excepciones, patético. Me atengo, por supuesto, a la etimología del adjetivo, o sea, al sufrimiento que produce en aquellos que algo sabemos del tema. Lo que vimos y escuchamos ayer al comienzo del cónclave merece, cuanto menos, una breve reflexión que, por eso mismo, no debe ser desatendida.
La primera parte del juramento, en el que se pide la ayuda de Dios, exige el nombre de pila en latín, en nominativo singular, que recibió múltiples diversidades, como el tiempo que nos toca vivir. Unos lo proferían en lengua vernácula, otros lo sustituían por su titulus, y otros creaban –aludiendo quizá a la acción que posibilitó su presencia en la Sixtina– términos inclasificables desde el punto de vista lingüístico. Hubo, incluso, quienes directamente lo suprimieron.
Por otro lado, la acentuación de los verbos que seguían, revelaba, en el mejor de los casos, la incomprensión del texto por parte de Sus Eminencias, que entre tanto «spondéo y vovéo» no mostraban más que sonidos «a boleo». Y luego queda ya la pronunciación de cada una de las palabras latinas. Hasta donde yo sé, no estaba al lado la fórmula ad libitum, por lo que sólo se exigía un poco de fidelidad textual o, simplemente, el cuidado en la mera lectura. Algunos se remontaron a la pronunciación del siglo II a. C. al pronunciar haec con una rimbombante fricativa velar sorda; otros prefirieron proferir evangelia a modo ciceroniano, y otros, proh dolor!, hicieron una ensalada casual, es decir, de casos gramaticales, haciendo ininteligible las apenas tres líneas que debían enunciar.
Me pregunto si los señores cardenales conocen los cánones del Derecho que prescriben el conocimiento de la lengua latina para entrar en religión, o si han hojeado alguna vez la constitución Veterum Sapientia de Juan XXIII, las páginas del motu proprio Studia Latinitatis de Pablo VI, o las del también motu Latina Lingua de Benedicto XVI. Saber latín no es cuestión de tradición, con minúscula, pero sí de Tradición, con mayúscula. En el orden natural, no hay camino mejor que su aprendizaje para elevar la naturaleza. Los humanistas jesuitas de la primera mitad del siglo XX (Cayuela, Errandonea, Basabe) eran bien conscientes de que para hacer al hombre más hombre, hominem humaniorem facere, no existía camino más apropiado que el del estudio de las Humanidades Clásicas, las mejores para desarrollar las potencias del alma: inteligencia, memoria y voluntad.
Sí, hubo quien se sorprendió del hecho. Que no nos pase como a San Agustín, que en sus búsquedas primeras rechazó la Fe por constatar la vulgaridad estilística de las versiones antiguas que de la Biblia había en la lengua del Lacio. Un mínimo esfuerzo en estas lides ayudará, desde luego, a que esto no ocurra.
Roberto López Montero es doctor en Teología y en Filología Clásica
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