Alejandro Gándara | www.elmundo.es 01/06/2009
Estambul, Esmirna, región de Éfeso…, es lo que llevamos visitado en estos primeros cuatro días de viaje. Un poco a uña de caballo, la verdad, a causa de que en esta clase de recorridos con programa de estudios incorporado tarda en cogerse el ritmo: hay que balancear muy bien lo que interesa al grupo (este año lo hemos dedicado a Roma y primeros cristianos) y la información básica necesaria para conocer el territorio que se pisa (en plan turista medio).
Total, que vamos muy pillados, y entre lo uno y lo otro las jornadas se alargan y se espesan, cosa que no ayuda en nada a lo que venimos a hacer: sentir el sentido, digamos.
Para colmo, se nos juntan los amados griegos nacidos en este Asia Menor: Homero, Herodoto, los milesios, Heráclito…, a quienes estudiamos en años pasados y que tiran enormemente del grupo, más allá y con más gracia afectiva que romanos, bizantinos y cristianos (con los que la emoción ha de esforzarse más). Es decir, estamos viviendo varias tensiones que habremos de solucionar en los próximos días.
En Estambul, por ejemplo, apenas tuvimos tiempo para armar nuestra lección sobre sufíes en una escuela coránica (cosa que teníamos proyectada con la máxima prioridad), y que había obligado al profesor Pablo Quintana a trasladarse desde Madrid para pasar con nosotros un día y dictarla, marchándose a continuación. Poco más, y se vuelve como ha venido. Un apuro, porque el guía, proporcionado por la agregación cultural de la embajada de Turquía en Madrid, se obcecaba en que hiciéramos su programa y no el nuestro, en el afán de hacer su trabajo sin mácula. Pero era su mácula o la nuestra.
Leímos textos de sufíes españoles, debatimos, escuchamos a Quintana, y todo eso duró hora y media, lo que trastabilló rudamente el horario del guía. Además, hubo quien perdió tiempo por su cuenta en el Gran Bazar, buscando las famosas alianzas turcas desmontables e irrecomponibles (sobre todo sin son de seis aros: alguno ya se ha quedado sin ella), y se temió por que nos dejaran tirados de pura incomprensión.
En Esmirna besamos la tierra de Homero, y nada más llegar al templo de Artemisa en Éfeso hicimos nuestras ofrendas, según los cánones antiguos y en pos de fortuna (sobre ello no puedo precisar más, pues se malograrían los efectos del misterio).
Hoy nos hemos dedicado a visitar lo que queda de la ciudad de Heráclito (que aún queda, por raro que parezca, a pesar de los expolios de nuestros compadres con museos, y de romanos y otras bandas que la diluyeron sucesivamente), bajo un sol de bronce capaz de derretir la sesera (objetivo que ha conseguido). Bueno, bien. Pero aquí no hay dioses, comenta María Ryan, una de las peregrinas: exceso de lupanares, bibliotecas de patricios dedicadas a papá, letrinas conservadas como monumentos a deidades, odeones… Más que nada, dice, hay sujetos con ganas de perpetuación, al estilo del que se hace un linaje, pongamos.
Esta zona de Turquía, al menos, está bastante esquilmada: cierto que con el beneplácito de cristianos acérrimos y sultanes, que no querían ver paganismo ni cuerpos escultóricos por ningún lado. De todas maneras, cuando uno divisa la montañosa Samos a pocos kilómetros, no puede menos que evocar a Epicuro: «Coge tu barca, oh, hombre mortal, y huye a velas desplegadas de toda forma de cultura».
Por cierto, el cordero de los restaurantes también evoca tiempos pretéritos.