Me llamo Vicenç, Vicente o Vincentius dependiendo de la clase. Hace años que doy latín, castellano y catalán en el Institut Escola Lloret de Mar.

Cuando estudiaba en bachillerato y aprendía con gusto las declinaciones sentía que faltaba algo. Me encantaba, me enamora el latín, pero tenía el presentimiento de que la cosa iba más allá, de que había un misterio que me llamaba por mi nombre y permanecía oculto. A mis manos llegó un ejemplar de De senectute y con mucho cuidado lo iba repasando. Decía algo bello y misterioso, pero las declinaciones o los análisis sintácticos no me dejaban entender casi nada de Cicerón.

Tuve la suerte de conocer a algunos sacerdotes jesuitas y claretianos que hablaban el latín con facilidad, no así mi profesor, quien, sin embargo, guardaba entusiasmo por los clásicos y por autores contemporáneos de la lengua eterna. Me preguntaba qué hacía posible que los curas leyeran a Virgilio sin traducir y además, lo entendían, y para más inri, te lo explicaban en latín, haciendo apreciaciones estéticas y estilísticas. Eso me generaba por un lado un profundo gozo, y por el otro, un sentimiento de impotencia. ¿Qué hacía que ellos pudieran llegar a eso y yo no? No podía entender en aquel entonces que el abismo entre su generación y la mía era el método de enseñanza.

Un día me encontré dejando a novia, país y madre para estudiar latín en la Universitat de Barcelona.

Me gustó la carrera y creo que había buenos profesores. Aprendí mucha gramática y cultura, aunque en traducción siempre fui algo justito, si exceptuamos a Cicerón y Virgilio, a quienes gustosamente diseccionaba en períodos sintácticos, locus quo y locus unde.

Un fantasma recorría el pasillo de la universidad: era el fantasma del latín hablado. Me empecé a juntar con los raritos de los raritos que le daban caña al tema (y provocaban la suspicacia de algunos profesores y compañeros): Ivan Roig y Theo Kastanos. Eran muy buenos. Theo se presentaba a los exámenes de griego sin diccionario y quizás lo consultaba una vez. Me lo pedía prestado con una sonrisa sincera y amable (lo vi en primero de carrera cuando traducíamos fábulas de Esopo). Sabía que sería de los mejores amigos de mi vida. Ivan hablaba muy bien el latín, porque había entrado en la lengua por otro camino: los métodos activos, Orberg, Le latin sans peine (¡Desessard hasta el fin de los tiempos!), y sobre todo tenía fotocopias de la revista Palaestra. Se escribía por chats antediluvianos con gente de todo el mundo… ¡En latín! Tenía una fluidez… Un día incluso corrigió a un/a profesor/a en la pronunciación, pero eso es farina alius costalis.

El caso es que esas fotocopias me causaban una mezcla de admiración y cierta tristeza. Eran algo tan lejano, vetado a mis capacidades, a mis disecciones sintácticas. Nunca se me dio ese regalo. No me pertenecía. Sin embargo me esforcé mucho por esa especie de utopía que representaba leer a Cicerón así a pelo y escuchar su voz profunda en lo más íntimo de mi ser.

Pasan diez años. Un día estoy en CAELVM I en una cena con Emilio y Germán empezamos a hablar de Palaestra. Qué publicación tan valiosa, qué proyecto tan importante. Quién la tuviera. Todo el mundo comenta algún fragmento que recuerda de algún número. Pues vamos a montar algo, ¿no? A ver si la conseguimos y la digitalizamos. 

Hay que hablar con los claretianos. Me dirigen de aquí a allá. Hay un padre que vive en Lleida y sabe del tema: Iacobus Sidera. Es uno de los hombres más extraordinarios que he conocido nunca.

Voy a verlo un día soleado. Es un señor mayor. Fue secretario de Iosephus Mir (sive Mirius), un referente de la didáctica del latín en el siglo XX y director de la revista Palaestra. Va el Pare Jaume y traduce el Nuevo Testamento. Recita pasajes enteros de las Aventuras de Jesucristo de memoria. También participó activamente en la revista como redactor. Con cierta oxidación al principio pero luego con más soltura empieza a hablar en latín. Yo le respondo con mis intentos, mis conatos y mis sueños macarrónicos. Me cuenta cómo fueron los años cincuenta y sesenta: “Estábamos en la prima acies de la didáctica hasta el Vaticano Segundo”. Recuerdo que acaricia un ejemplar raro de Snupius que le llevé con todo mi orgullo. Se dirige a su maestro Mirius con respeto y añoranza, casi como si lo viera allí, como si sólo un ligero velo lo separara de otra realidad donde habitan sus padres espirituales. Hablamos de muchas cosas, pero ve muy bien la idea de publicar por internet la revista. Me pone en contacto con el archivo de los claretianos en Vic y el Padre Abella, el General de la congregación. De esa manera logramos el permiso para editar electrónicamente la revista. Ahora la cuestión es: ¿Dónde están los ejemplares?

En la biblioteca de Vic había un par de colecciones encuadernadas y bastantes números sueltos. De paso comento que había algunos incunables, revistas catalanas antiguas y el archivo del Padre Mir, lleno de notitas con referencias clásicas. Tengo que trabajar allí. Por razones obvias y comprensibles no podemos sacar los ejemplares del lugar.

Luego me dan una buena noticia. El maestro Aloisius Miraglia tiene una colección parcial de la revista en la sede de Vivarium Novum. Da la casualidad de que ese año iba a  Roma a participar en su curso de verano (por cierto: lo recomiendo. Es una experiencia maravillosa de aprendizaje). El profesor, con una confianza que me hace creer en la Humanidad, nos presta la colección. Me la traigo a casa (con las declinaciones de collar) y comienzo a probar métodos no dañinos para el documento.

Mientras duraba el proceso iba mirando los artículos de la revista. Supongo que era algo así como ir descubriendo papiros en Oxirrinco: Mirius por todas partes. Ilustraciones de alta calidad, artículos más o menos formales, juegos en latín, chistes…

Ya tenemos un tercio de la revista digitalizada. Ahora vamos a la caza y captura de todos los ejemplares que quedan. Hemos digitalizado del 149 al 227, pero con las ausencias  de los 154, 155, 158, 160, 200, 222 y 223. Si alguien los tiene en casa y nos los puede prestar nos hará un favor.