Luis Diego Fernandez www.revistaenie.clarin.com 01/04/2011

En su nuevo libro, que compila artículos y entrevistas, el historiador francés Paul Veyne analiza el Imperio, de la espectacularidad del circo a la intimidad de las alcobas.

En este pasaje de Sexo y poder en Roma , Paul Veyne parece sintetizar a la perfección un espíritu: “La civilización romana en sentido estricto apenas existió. La civilización que estamos evocando es la helena, y a ella se sumaron algunas aportaciones romanas. La medicina, la filosofía, las matemáticas y la retórica son griegas; los monumentos, los juegos circenses y el derecho son romanos. Los romanos tenían muy interiorizado el sentimiento de su derecho a gobernar. Podría decirse que la aristocracia romana conservó una tradición de brutalidad autoritaria que le era constitutiva, y que el refinamiento es más algo herededado de los griegos. Sí, sus dioses, sus géneros literarios, sus ritmos musicales, la filosofía, la retórica, la arquitectura, todo lo aprendieron de los griegos. No obstante, ahí es donde reaparece el profundo autoritarismo romano.” Ese encuentro del acervo fino y brutal al mismo tiempo, y, en el fondo, esa convicción de autoconstitución que coloca en el foco el problema del gobierno de sí y de los otros, es la vitalidad de la filosofía estoica que postula en la voluntad y la acción los fundamentos del arte de vivir romano, y latino –de ahí a emperadores como Marco Aurelio como una de sus figuras de nota– que Veyne describe con precisión y lucidez.

Podemos leer Sexo y poder en Roma como una suerte de obra que articula, en gran medida, el derrotero de todo el pensamiento de Veyne, aún en actividad, e historia viva de gran parte de la cultura francesa contemporánea: amigo de Michel Foucault y Raymond Aron, actual profesor honorario del College de France, eximio historiador, gran estilista, una figura ética que se acerca en gran medida a su admirado René Char, el poeta heroico nietzscheano que luchó en la resistencia durante la ocupación nazi y luego se retiró a la soledad del bosque francés, a vivir rodeado de pájaros.

En Sexo y poder en Roma , un compilado de artículos y entrevistas, Paul Veyne se hace preguntas simples y extraordinarias como: “¿Qué es ser romano?” El romano era un individuo pragmático y celebratorio, refinado y brutal, obsesionado con el gobierno (el sentimiento de gobernar estaba tan interiorizado, que es lo que origina el derecho). A menudo Veyne define su fascinación hacia Roma –algo extraño, señala él, ya que los historiadores solían especializarse en Grecia o el mundo helenístico alejandrino– por tres razones: la idea de una religión o un culto sin Iglesia, su interés por el arte italiano –tan disímil del germánico– y, por último, por ser la versión en latín de la civilización griega, y haber constituido un Imperio que, a excepción de la lengua, carece de una identidad sólida.

En los pasajes respecto del dinero y la política, Paul Veyne marca cierto vedettismo de los emperadores –antecedentes de los Papas– que según el autor se dividían en dos grupos: los serios, que no ofrecían juegos al pueblo, y los que ofrecían juegos a la plebe de modo excesivo, por caso Nerón, que era adorado por las muchedumbres. El tema de la muerte para Roma, señala Veyne, era un show que se daba en los combates de los gladiadores. La tesis de doctorado de Veyne – Pan y circo – ya había planteado esta lógica de la espectacularización de la muerte, en el marco de las luchas de gladiadores, a los que el pensador define como una suerte de skinheads : camorristas, marginales, también los había homosexuales, enanos y mujeres. A pesar de las críticas, a los combates asistían emperadores filósofos como Marco Aurelio, el poeta Horacio o el filósofo Séneca, aunque en sus escritos los condenaran. Esa actitud de tolerancia y asistencia, pero no trato con los gladiadores o las prostitutas será un sesgo interesante que Veyne marca, y se encuentra en las antípodas del puritanismo –germánico, por caso– que condenaría estas actividades por “impureza moral”.

En el plano de la sexualidad romana, así como en el ámbito ético –el estoicismo y el epicureísmo son sectas filosóficas centrales– el autodominio, el control y el gobierno de sí será un signo inequívoco de la honorabilidad de una persona que no se deja esclavizar por las pasiones y los deseos. Alguien que sabe tratar con severidad y rigor sus placeres, que los regula, será docto también para gobernar a los otros.

Sin embargo, la relación del romano con la sexualidad en este aspecto es similar a la griega, no hay concepto de “desviación” o “pecado”, la cuestión pasará por evitar el exceso o el rol en el vínculo. Uno podría ser amorosamente libre o mantener una conyugalidad exclusiva. La sexualidad no era objetada, la clave era no ser esclavo ni pasivo. La autarquía y el autodominio era lo valorado. Era una sociedad viril a la vez que homófila, es decir, tolerante con las prácticas homosexuales: por ello carecía de interés saber si tal o cual era homosexual, pero sí prestaban atención a detalles nimios como la vestimenta, los gestos, andares, ademanes.

El desprecio venía por la falta de virilidad, no por la condición homosexual. Tanto es así que muchos filósofos estoicos –Séneca– disfrazaban tras una virilidad exagerada una feminidad secreta.

Tal vez el signo más marcado de Roma y la cultura romana sea esa coexistencia del refinamiento y el desarrollo cultural –heredado de Grecia y latinizado– al mismo tiempo que el temperamento autoritario y la obsesión por el gobierno, no sólo político sino moral, de uno mismo. Algo que puede extremarse, en cierto sentido, al espíritu latino en general, a las civilizaciones tocadas por el Imperio Romano –el sur de Europa, el norte de África, y también América Latina a posteriori–.

La obra de Paul Veyne es una magnífica lectura de la Antigüedad en otra clave. Sus textos rebosan de frescura y su escritura está absolutamente distante de lo que podría esperarse de un historiador académico. Las metáforas y comparaciones con el mundo contemporáneo hacen de Veyne un pensador de este tiempo. Podemos entender el eco y su influjo en la filosofía del último Foucault que a través de su amistad leía a los pensadores estoicos en clave contemporánea, en términos de un arte de vivir: una estética de la existencia. Veyne dijo alguna vez que todo lo que sabía lo había aprendido de mujeres –las tres esposas que tuvo–, homosexuales –su gran amigo Foucault–, y judíos –su otro gran amigo, Aron.

Paul Veyne es uno de los últimos sabios vivos. Con 81 años, de alguna manera, testimonia la fuerza y la vitalidad de la historia y la filosofía antigua. Lo romano en Veyne se puede subsumir a un pasaje en su extraordinario libro sobre Séneca: “¿Qué era un filósofo? Un hombre que vivía filosóficamente su vida interior y su comportamiento, incluso aunque no escribiera ni enseñara nada.”