Piergiorgio M. Sandri www.lavanguardia.es 27/03/2010
Las relaciones entre hombres eran corrientes. La mujer tenía un papel distinto en Roma y Atenas. Los burdeles eran un lugar de diversión popular. El mayor tabú era el sexo oral y asumir el rol de pasivo.
Una reciente exposición en Atenas ha reabierto el debate: ¿la vida sexual de los romanos y de los griegos era realmente tan diferente de la nuestra? Detrás de la aparente desinhibición y desenfreno, también existía una doble moral y había tabúes.
Acaba de aterrizar en el Foro Romano, en la época dorada de la Roma imperial: al pasearse por las calles empedradas de la capital, colocados en las tiendas y en el inmobiliario urbano, ve unos símbolos fálicos, pinturas eróticas y esculturas un tanto explícitas. Y al entrar en la domus donde se aloja, se le invita a pasar a un cuarto trasero y apartado. Ahí unos cuantos esclavos jóvenes se le insinúan, mientras usted está esperando a su anfitrión, que ha ido a pasar unas horas en un prostíbulo…
Desinhibidos
Es una imagen de lo que podría ocurrir si el sueño de viajar en el tiempo se hiciera realidad. Es cierto que desde la óptica actual las costumbres sexuales romanas pueden parecer excesivamente desinhibidas y hasta depravadas. Fíjense, a título de ejemplo, en estos versos del poeta Catulo: «¡Qué situación más cómica, Catón, más divertida y apropiada para tus oídos y carcajadas! Hace un momento sorprendí a un chiquillo intentando tirarse a una chica. Yo, que Venus le perdone, de un solo golpe lo he atravesado con mi rígida verga». Ante una situación parecida, más que reírse, lo normal hoy en día, al menos para algunos, sería escandalizarse. «A pesar de que nos creemos totalmente libres, estamos cargados de tabús y limitaciones. Los antiguos romanos habrían considerado la mayoría de nuestras actitudes con respecto al sexo algo inaudito e incluso absurdas. Y muchas de las normas que nosotros solemos dar por sentadas nada tienen que ver con las que ellos seguían. A los ciudadanos de Roma, el sentimiento de culpa que nosotros solemos asociar con el goce sexual les habría parecido raro», escribe John R. Clarke, catedrático de la Historia del Arte de la Universidad de Texas y autor del libro Sexo en Roma, (Oceano Ed.). ¿Es realmente así? ¿Qué peso tenía el sexo en la vida diaria en la época antigua?
Promiscuos
Una reciente exposición en Atenas, en el Museo de Arte de las Cicladas, nos permite contestar en parte a la pregunta que se acaba de formular: el erotismo no sólo era un elemento decorativo (su representación en esculturas y pinturas servía, entre otras cosas, para alejar la mala suerte) sino parte integrante de la vida ciudadana, tanto en la esfera privada como en la pública. «Nuestros antepasados no eran mojigatos», dice el director del museo Nicholaos Stampolidis. «Eran muy tolerantes; su sociedad era abierta. Y el sexo era una fuerza unificadora de la sociedad».
¿Por qué? Venus, la diosa del placer y del amor, era la madre de Eneas, fundador del linaje romano, con lo que siempre gozó en Roma de especial veneración. A su vez, el falo representaba y simbolizaba las misteriosas fuerzas creadoras y fecundadoras del universo, el poder generativo de la naturaleza que protegía la vida contra las fuerzas que pudiesen amenazarlas. De ahí que formara parte del inmobiliario urbano y doméstico.
De clase
Los hábitos sexuales en Roma se heredan en parte de la cultura griega, aunque con unas cuantas diferencias. Los helénicos eran igual de deshinibidos, pero todo se centraba en una cuestión de género: el hombre tenía derecho a disfrutar (con hombres, esencialmente), mientas que la mujer servía para dar a luz a atenienses y poco más. En Roma, en cambio, los patrones de comportamiento sexual estaban organizados en función de la clase social. La élite tenía las manos libres: no había ningún problema si se frecuentaban prostitutas o esclavos, sea de sexo masculino o femenino, porque se consideraban que estos pertenecían a una categoría inferior. «En esa época, un ciudadano libre podía hacer prácticamente de todo en lo referente al sexo» resume Alfonso Cuatrecasas, doctor en filología clásica y autor de Amor y sexualidad en la antigua Roma, (Ed Letras difusión), un libro muy documentado con una traducción de textos antiguos fiel al espíritu de la época. Por ejemplo, un ciudadano romano podía tranquilamente acostarse con su mujer en la cama, con un hombre en las termas, con la prostituta en un burdel y con un esclavo en el patio de su casa. Para él existían dos tipos de mujeres: las que servían para casarse, a fin de tener algún hijo, y las que servían para gozar. Al primer grupo pertenecían las ciudadanas romanas. Al segundo grupo, esclavas, extranjeras, prostitutas. Como escribe Plauto, «mientras te abstengas de mujeres casadas, viudas, vírgenes o muchachitos de libre cuna, haz el amor con quien te dé la gana». Al ciudadano romano sólo les estaban vedadas las relaciones con otra mujer de su clase: en ocasiones podía incluso llegar a sufrir la castración. Por lo demás, un miembro de la élite de Roma hasta podía jactarse públicamente de sus amores o lamentarse de sus infortunios amorosos, sin que nadie se sorprendiera ni lo criticara por ello. No se le podía, en ningún caso, acusar de adulterio.
Emperadores
Los emperadores eran los primeros en dar ejemplo. Tiberio, amante del sexo, mandó decorar todas las alcobas destinadas a este fin con múltiples pinturas ilustrando las distintas posturas sexuales. Calígula llevó la teoría a la práctica: se acostaba con su hermana… y hay más: un día lo invitaron a una boda, se presentó y lo primero que hizo fue violar al novio y la novia. Julio César, además de practicar la homosexualidad, se acostó con prácticamente todas las mujeres de sus amigos senadores y generales. Nerón, gran amante de los bacanales, hizo castrar a un chico, lo vistió de mujer. y se casó con él. El sexo desinhibido no sólo era un privilegio masculino: Julia, la hija de Augusto, y Mesalina, esposa del emperador Claudio, eran asiduas frecuentadoras de prostíbulos. Las clases más humildes eran las que, de cierta manera, pagaban factura de este sistema social. En particular, si uno era esclavo, lo tenía crudo: prácticamente estaba a la merced (sexual) de su amo (y, a veces, de la esposa de este). En Roma todo el mundo daba por sentado que cualquier hombre que perteneciera a la élite poseía un joven y bello esclavo con el que se podían entablar relaciones sin problema alguno. «En términos legales, se trataba de sexo entre el propietario y su propiedad. Teniendo en cuenta que un joven costaba lo que cuesta un coche de lujo hoy en día, no mantener relaciones sexuales con esclavos sería como comprarse un Mercedes y no conducirlo nunca», escribe Clarke.
Matrimonio
En esa época no había muchos espacios para el romanticismo de pareja ya que, como hemos visto, los romanos no ligaban, sino fornicaban. En Roma se creía que el amor disminuía la capacidad de pensamiento racional y era visto como algo ridículo. La edad núbil de la mujer era los doce años y la del hombre los diecisiete. La unión matrimonial –sólo heterosexual– era un mero trámite burocrático. «Era una institución aberrante, un acuerdo pactado con mujeres jóvenes, que pasaban directamente de ser adolescentes a convertirse en matronas, con el único objetivo de procrear. Procurar la satisfacción a la mujer no era concebible. No se contemplaba la satisfacción mutua», recuerda Cuatrecasas. El filósofo y poeta Lucrecio sostenía que a la mujer «no le son necesarios los movimientos lascivos…las putas son las que, por su propio interés, suelen realizar estos movimientos y para que el placer del coito les resulte a los hombres más intenso: lo cual no parece en modo alguno que sea necesario a nuestras esposas». La liberación sexual femenina, tal como la entendemos hoy en día, no estaba contemplada. Para que se tenga una idea, Ovidio fue condenado al destierro porque en Ars amandi se atrevió a expresar unos conceptos intolerables para la moral de aquel entonces. «Odio el coito en que el orgasmo no es mutuo. Me gusta la mujer que con gritos expresa su placer y me pide que no corra tanto y me retenga», escribió. Estas frases acabaron costándole la vida.
Mujer
Con todo, hay que introducir un cierto matiz. Entre Grecia y Roma había una diferencia fundamental: en la civilización helénica, las mujeres no tenían ninguna influencia. «Tenemos chicos para nuestro placer, concubinas para nuestras necesidades sexuales y esposas para llevar la casa y darnos hijos», rezaba un proverbio griego de la época. De hecho, en Atenas la homosexualidad entre hombres estaba al orden del día y estaba casi mejor vista que las relaciones heterosexuales (se puede citar la célebre la frase de Oscar Wilde: «Yo hago lo mismo que Sócrates»). La mujer en la antigua Grecia servía únicamene para la procreación. El hombre era su guardián legal. Eurípides llegó a decir que «si la mujer se dejara llevar por sus instintos sería un peligro para el hombre». En Atenas existía la creencia de que ellas tenían una capacidad sexual inagotable y que, por lo tanto, el hombre la tenía que controlar y hasta reprimir. Su subyugación, unida al hecho de que contraían matrimonio a los diez años, hacía que su papel en la vida pública fuera escaso. En cambio, la mujer en Roma, adquiere un mínimo de emancipación. «En Grecia la mujer no tenía ningún peso y era un tanto servil. En Roma seguía estando reprimida sexualmente en el matrimonio, pero tenía vida social, participaba en cenas y conversaciones», dice Cuatrecasas.
Doble moral
Además, como ocurre a menudo cuando se habla de costumbres sociales, había una cierta diferencia entre la doctrina oficial y la realidad. Por ejemplo, incluso ellas no tenían demasiados problemas para satisfacer sus necesidades sexuales. «La mujer que quería tener sexo tenía que hacer un poco como Dr. Jekylll y Mister Hyde. Algunas podían prostituirse ocasionalmente o frecuentaban burdeles para conocer el placer. Salían a la calle, se arreglaban de forma atractiva, se ponían pelucas, se maquillaban. Cambiaban de identidad: había que disimular», destaca Antonio Poveda profesor de Historia Antigua de la Universidad de Alicante y comisario de la exposición Sexo y erotismo: Roma en Hispania, que se celebró el año pasado en el Museo Arqueológico de Murcia. La vida de pareja en aquel entonces no estaba basada en la fidelidad mutua. «La mujer podía ir con otra mujer, no era un problema, no era un infidelidad propiamente dicha. Como el hombre que iba con otro hombre. A partir del imperio, la bisexualidad estaba aceptada y el adulterio era algo normal», afirma Cuatrecasas.
Liberación
Con la llegada del imperio, los derechos de la mujer romana experimentan un notable avance, y no sólo gracias a la posibilidad de un divorcio exprés. En efecto, «durante el siglo I, el matrimonio tradicional, que sometía la mujer a la autoridad de su marido, desapareció para ser substituido por un vínculo que la supeditaba a la autoridad de su padre, con lo que cuando este moría, la mujer tenía derecho a heredar la parte que le correspondía del patrimonio paterno», señala Clarke. Esto les permitió a ellas una mayor autonomía, primero financiera y luego en términos de costumbres sexuales, lo que le permitió gozar del erotismo reinante entre los varones. Es muy indicativo, en este sentido, el comentario del poeta Marcial: «¿Me preguntáis por qué no quiero casarme con una mujer rica? No quiero ser la mujer de mi mujer».
Homosexualidad
Era una característica sobre todo de la civilización griega. En Atenas los hombres sólo se divertían, en referente al sexo, entre hombres. El culto al cuerpo y a la belleza del mismo a través del deporte (gimnasio viene de gimnos y significa desnudo) servía a tal fin. Platón consideraba que el amor entre dos hombres era incluso superior y tenía una carga espiritual. Era frecuente que la relación homosexual formara parte del proceso de iniciación del adolescente griego. En cambio, la época romana se caracterizaba por la ausencia de categorías y etiquetas. «Nuestra concepción de que un hombre es heterosexual, homosexual o bisexual no cabría en la mente de un ciudadano de la antigua Roma. Para él, único objetivo era alcanzar el placer sexual introduciendo el pene en una vagina, en un ano o en la boca de cualquier objeto sexual deseable», escribe Clarke. Eso sí, la homosexualidad se aceptaba sin problemas, pero siempre que el que adoptara una postura pasiva perteneciera a una clase inferior. «No se podía humillar a un ciudadano romano con una penetración anal», recuerda Poveda. No hay que olvidar que en Roma el homosexual pasivo estaba considerado como un infame. Si un romano no caía en este error, entonces, y sólo entonces, como afirma Suetonio, podría decirse «casto». Séneca el Rector lo expresa de forma tajante: «la pasividad es un crimen en un hombre libre por nacimiento; en un esclavo es únicamente su deber».
Prostitución
Los prostíbulos desempeñaban en la antigua Roma un papel esencial, como plataforma de desahogo de los instintos. Como escribió Catón el Viejo: «es bueno que los jóvenes poseídos por la lujuria vayan a los burdeles en vez de tener que molestar a las esposas de otros hombres». Las prostitutas pagaban impuestos, tenían que inscribirse en registros para llevar a cabo su actividad (llegaron a contabilizarse más de 30.000) y hasta celebraban su propio día de festividad el 23 de diciembre. El precio de un servicio era relativamente barato (las tarifas equivalían a las de una copa en un taberna) con lo que los burdeles se convirtieron eran lugares idóneos para la clase media. Aparte de los lupanares, comparables a los prostíbulos, el sexo podía también tener lugar en las calles (la palabra prostituta viene de pro statuere y significa estar colocado delante, mostrarse), en los pórticos de los antiguos teatros, en los cementerios y en las termas, que en la edad imperial se convierten en un lugar promiscuo gracias a la desaparición de la separación entre sexos. «En Pompeya se observan prostitutos. De hecho, las prostitutas romanas llegan a quejarse de la competencia de estos últimos», dice Poveda. En efecto, contratar a un chico agraciado salía bastante más caro al cliente porque se consideraba una mercancía de gran calidad.
Tabúes
Pese a este aparente desenfreno, Roma también cultivaba sus tabúes. Ya hemos mencionado el tema del sexo pasivo en las relaciones homosexuales. El otro tabú (en teoría, porque en la práctica la regla se saltaba) era el sexo oral. «Entre los romanos existía el concepto de boca pura. La boca era símbolo de responsabilidad y deber social», recuerda Clarke. Através de ella se hacían discursos y el arte de la oratoria estaba muy considerada en Roma, con lo que la felación era vista como algo sucio. Para un hombre, era una infamia, e incluso para la mujer –siempre que no fuera esclava o prostituta–. Según Clarke, «si el escándalo Clinton- Lewinsky hubiera estallado en la antigua Roma la única culpable habría sido la ex becaria por haber incurrido en un delito de impureza oral». Sólo contaba el orgasmo masculino: procurar placer era un acto de sumisión sexual, para el hombre, algo impensable en esa época. En cuanto al cunnilungus, era tal vez la desgracia mayor, porque, como dijimos antes, era inconcebible pensar que el hombre romano se rebajara al punto de querer procurar placer a una mujer.
Cristianismo
Aunque a nuestros ojos los hábitos sexuales romanos nos pueden parecer un caos o derivar hacia la anarquía, la civilización de Roma duró 1.229 años (en Occidente). Esto demuestra que estas costumbres laxas no eran incompatibles con la gobernabilidad. Los ciudadanos las aceptaban de buen grado y rehuían cualquier forma de represión o reglamentación. «De hecho, el cristianismo apenas consiguió hacer mella en Roma y su influencia al comienzo fue mínima», recuerda Cuatrecasas. En su opinión «el cristianismo era un problema para Roma: defendía la igualdad de costumbres, los mismos derechos hombre y mujer, y promovía un dios único y antiesclavista». Era una auténtica bomba contra las instituciones romanas y era popular únicamente entre la clase más humilde. ¿Por qué entonces la represión de la sexualidad tuvo tanto éxito en los años posteriores? «En el fondo algunos preceptos del cristianismo, como la abstinencia fuera del matrimonio eran la mejor forma de liberación de la humillación que sufría la mujer. Era una forma de rebeldía contra el orden existente», señala Poveda. La caída del Imperio hizo que el cristianismo consiguiera imponer su credo y poco a poco se abandonó la promiscuidad.
¿Modernos?
En conclusión, si bien los romanos (y antes de ellos, los griegos) vivían la sexualidad de una forma muy diferente, es innegable que, en ciertos ámbitos, nos parecemos un poco a ellos. «También en nuestra sociedad rige una cierta doble moral: tenemos sexo antes de casarnos, socialmente condenamos en teoría los prostíbulos y la infidelidad, aunque luego los toleramos. Y la homosexualidad ahora está más aceptada. La auténtica diferencia con la antigüedad es que afortunadamente no hay esclavos y existe el delito de pederastia», sostiene Cuatrecasas. Y no hace falta ir muy atrás para darse cuenta de que, incluso en nuestro país, el derecho al placer de la mujer ha sido una conquista relativamente reciente. «En la España de los años 50 son pocos los hombres que hubieran aceptado esta idea», asegura Cuatrecasas. Como en la antigua Roma.
Emperadores hiperactivos
DOMICIANO
(51-96) Llevaba una vida sexual desenfrenada. Se decía que él mismo depilaba a sus concubinas. Vivía rodeado de prostitutas. Calificó a sus coitos como «gimnasia de cama»
JULIO CÉSAR
(100 a.C.- 44 a.C). Se acostó con muchas mujeres de sus amigos… y enemigos. Fue amante pasivo de reyes e intimó con Cleopatra. Conocido como «marido de todas las mujeres y mujer de todos los maridos»
CLAUDIO
(10 a.C.- 54 d.C) Cuando llegó a la cumbre del poder, sus más estrechas consejeras fueron dos prostitutas. También sus esposas, libertos y favoritas desempeñaron un papel activo en su gobierno
NERÓN
(37- 68) Hizo cortar los testículos a un joven y se casó con él. Le gustaba salir de una jaula recubierto con la piel de una fiera y arrojarse sobre hombres y mujeres atados en un poste. Intentó acostarse con su madre y se disfrazaba para ir a los burdeles
TIBERIO
(42 a.C. – 37 d.C.) Creó el cargo de intendente de placeres. En su retiro de Capri reclutó a grupos de chicas y jóvenes que copulaban por turnos delante de él a fin de excitarlo. Los llamaba «mis pececitos»
CALÍGULA
(12-41) Mantuvo relaciones sexuales con varios hombres y practicó la homosexualidad pasiva. Instaló un prostíbulo en su palacio –se enamoró de una prostituta– y hasta se lucró con dicha actividad. Llegó a acostarse con su propia hermana
AUGUSTO
(63 a.C.-14 d.C.) Hacia fuera, proclamaba austeridad. Pero su afición consistía en desflorar a jovencitas vírgenes. Hasta su propia esposa se las buscaba y las traía de todas partes