Pascual Tamburri Bariain www.elsemanaldigital.com 22/10/2011
La Grecia clásica sigue considerándose madre intelectual de Occidente. Ensayos y ficción reflejan que su atractivo vuelve a crecer, aunque no siempre sea justificado o exacto.
Grecia y los griegos están de moda. No desde luego por su brillante economía del siglo XXI, y ni siquiera por los azarosos vaivenes de la Grecia contemporánea, independiente hace menos de dos siglos y siempre agobiada por el peso de la imagen y la fama inmensas de la Grecia clásica. La Grecia que vemos agobiada y manifestándose tiene, incurablemente, dos almas. Una realista, modesta, ahora triste, empobrecida y enfadada. Otra gloriosa, abrumadora por su grandeza, que ni caduca ni retrocede; desconectada de la Grecia tangible y cotidiana, pero perfectamente viva en todo lo que Europa y los occidentales son y quieren ser, y es más, en todo lo que hemos sido durante los últimos dos milenios y medio. No somos, desde luego, griegos, pero nos encanta vernos reflejados en las ideas, los hechos y los hombres de aquella Grecia que vemos como madre, nodriza y maestra.
Puede que los tiempos de crisis nos lleven a rebuscar en las raíces, o puede que sea sólo una coincidencia, pero el panorama editorial –al menos el español, pero el número y orientación de las traducciones hacen pensar que no sólo- nos muestra cada vez más estudios históricos, revisiones intelectuales y distintos tipos de obras de ficción que nos remiten a la Hélade. En general y de distintos modos, todo lo que se refiera a lo griego, desde Troya hasta el fin de los Tolomeos con Cleopatra, parece gozar de un sentido propio, o al menos de la capacidad de iluminar nuestros propios vaivenes. Tanto cuando lo griego se idealiza como cuando se critica la visión canónica tradicional, hay un prestigio social de lo griego que no decae. Ariel nos ofrece dos buenas muestras con su Cuéntame una Historia. Un paseo por el mundo antiguo de la mano de Heródoto, de Carlos Goñi, y con la traducción de Cleopatra. La última reina de Egipto, de Joyce Tyldesley. En un caso se trata de suministrar al lector no especialista del siglo XXI de los datos, información, anécdotas e imágenes que permiten convertir la adhesión a una moda en una verdadera moda intelectual. En el otro, la fama imperecedera de la última reina se cultiva y revisa, en parte para que no la recordemos sólo al lado de César y de Marco Antonio, sin también para que veamos en ella y en su trono el último vestigio del helenismo soberano. Desde ella no hubo poder político griego, pero el prestigio de lo griego no ha hecho más que renacer una y otra vez. Hasta hoy.
El Lepanto que no fue
También es Ariel quien nos ofrece la traducción del estudio de la campaña de Maratón a cargo del profesor americano Richard A. Billows. Maratón es, sin duda, un acontecimiento histórico decisivo, tradicionalmente presentado como un punto de no retorno en la división Oriente – Occidente y con una respuesta y victoria griegas ante una amenaza persa. Lo que hace Billows es atractivo tanto para quien –como en realidad todos los occidentales- se refleje en lo griego como para quien quiera evitar el mito, la leyenda y la idolatría. ¿Fue Maratón contra los persas una victoria decisiva como suponemos que lo fue Lepanto contra los turcos?
Billows no es un desmitificador facilón, como abundan, un negador de la visión tradicional de las cosas por el simple hecho de ser tradicional. De lo que se trata en esta monografía de tan grata (y absorbente) lectura es de diseccionar las fuentes históricas y de separar lo que efectivamente sucedió en el siglo V a.C. entre persas y griegos de lo que después se ha contado, recordado, mitificado y heredado. Las dos cosas están en nuestras raíces, y ésta es la clave el libro: tan real es lo que sucedió como los efectos históricos y en nuestra identidad colectiva de lo que después se ha fantaseado al respecto. Pero es momento de saber en cada punto a cuál de las dos raíces nos estamos refiriendo.
Leyendo a Billows vemos cómo, en efecto, Maratón es el resultado de un indudable éxito propagandístico, fundamentalmente de Atenas. En efecto, una coalición de griegos se resistió a una expedición militar persa: es una verdad histórica, como lo es que Grecia –que no fue ni una unidad ni una fuerza política- nunca formó parte del impero persa. Pero Billows nos explica cómo, en realidad, ni la batalla fue un solo choque, ni todos los griegos formaban en un bando, ni todos ellos eran hostiles a Persia. Tampoco la fuerza persa era tan inmensamente superior como ha querido la leyenda milenaria, ni la brillantez de Milcíades tan enorme, ni el peso relativo de Atenas tan considerable.
Con Billows vemos cómo, con trabajo, inteligencia y buena voluntad, puede desmitificarse –separar mito y realidad- sin inventar una nueva realidad y sin fomentar nuevas formas, ideologizadas, de antimitificación. Billows no niega que los griegos venciesen a los persas, pero nos muestra cómo por un lado es importante lo que sucedió y por otro lo que hemos hecho formar parte de nuestra memoria colectiva. Es difícil saber dónde habría llevado una victoria persa, y es probable pensar que no a un abismo tan negro como los propios griegos han conseguido crear en nuestra tradición (ya que los persas eran, fueron, y hasta son, un gran imperio primo hermano de todos los europeos). Pero sí está claro, y es curioso ver en tiempos de crisis de la Grecia contemporánea y de auge del mito heleno, cómo Billows nos permite comprendernos mejor a nosotros… y a los griegos.
Cuánto nos gustan los mitos
Lo que llamamos Antigüedad no era, por supuesto, consciente de formar una sola fase histórica, ni mucho menos de serlo al servicio de unos tan lejanos y tan distintos… occidentales. Que es lo que somos, como bien nos explica la americana Vicki León. Pero también ayuda a entender cómo, quizá muy a diferencia de lo hoy habitual en las vida públicas «occidentales», los «antiguos» eran bien conscientes de la importancia de la trascendencia, de la supervivencia mítica, de la memoria y de la idealización. Superstición o leyenda, no es casualidad que la Antigüedad mítica esté viva en nosotros, pues en parte su importancia en nuestra formación lo explica, y en otra buena parte la propia voluntad de sobrevivirse a sí mismos.
En el fondo, si Alejandro hubiese sido un joven al uso de 2011 se habría preocupado muy poco de qué sucediese después de su muerte, y mucho menos de qué había de suceder con su cuerpo. Pero Alejandro creía que hay vida tras la muerte, incluso prescindiendo de creencias religiosas. La memoria nos puede hacer vivir, y de hecho Alejandro planeó qué quería que se recordase de sus hazañas, y cómo, pero también qué se había de hacer con sus restos: todo ello sería, sin duda, el fundamento de un mito. Los griegos, los grandes griegos de nuestras raíces, se nos presentan en las páginas de León como una singular simbiosis entre precursores de lo moderno y supersticiosos antiguos. El mito es una forma eficaz de que el pasado –real o recreado según la conveniencia- condicione el presente y el futuro, y de que lo haga por siglos y milenios. Las conquistas de Alejandro fueron en parte fugaces; su cuerpo duró siglos; su leyenda, y las ideas a ella asociadas, forman aún parte de nuestra vida cotidiana y de nuestra política.
¿Somos griegos? Por mucho que nos empeñemos, no. Ni somos los griegos del pasado como fueron, ni somos los de hoy, ni somos como nos imaginamos hace mucho que fueron aquellos antiguos de leyenda. Pero esa leyenda sí está viva, y está viva precisamente en nosotros. Por eso insistimos en investigar, en imaginar, en recrear y en soñar una Hélade tan lejana y tan cercan, y por eso, probablemente, tanto papel se dedica en nuestro siglo a Grecia y a lo griego. Lo cual, por cierto, no es una mala noticia, y Ariel merece un aplauso por la variedad y la calidad de su contribución. Que siga y crezca, porque lo bueno, como se ve, no es cosa que haya de quedarse en el pasado.
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