Arístides Mínguez | El antro de la arpía www.lacolumnata.es 17/11/2012
El Egeo besa de azul cándido las costas de Lesbos, isla griega situada a pocas millas de Turquía. En torno al año 650 a. C., la isla acarició el nacimiento de cierta niña que se convertiría en una de las más grandes poetas de la Antigüedad: Safo.
Poco sabemos de ella. Su obra nos ha llegado de forma muy fragmentaria, aunque algunos escritores posteriores nos han dejado noticias dispersas sobre su persona. Nos dicen, así, que nació en el seno de una familia de la aristocracia local y, por motivo de las luchas de poder internas, la exiliaron por un breve período de tiempo a Sicilia. Tras el destierro, regresó a su isla y se asentó en la capital, Mitilene. Quiere la tradición que allí fundara un círculo de mujeres, La Casa de las Servidoras de las Musas, a donde se piensa que acudían las hijas de la mejor sociedad lesbia a aprender y recitar poesía, confeccionar guirnaldas, etcétera. La misma autora nos da noticias de otros dos círculos femeninos, el de Andrómeda y el de Gorgo, con los que debía competir para atraer a las muchachas.
Safo siente especial devoción por Afrodita, la diosa del amor. Le dedica un bellísimo poema que nos ha llegado completo. En él invoca a la diosa, para que acuda en su carro tirado por gorriones y sea su aliada en una lid amorosa. El objeto de su amor es una chica: “Inmortal Afrodita, la de polícromo trono, / hija de Zeus, urdidora de engaños, te lo ruego, / no me oprimas con penas ni con fatigas, / Señora, el ánimo. (…) «¿Quién es, oh Safo, la que te agravia? / Que si te huye, no tardará en seguirte; (…) si no te ama, no tardará en amarte / mal que le pese»”.
Safo, un gorrión en un lecho de rosas, la flor consagrada a su diosa predilecta. Muchos de sus versos los dirige a sus compañeras, en los que se nos muestra delicada y apasionada: “Cuando te miro frente a mí sentada / (…) a la rubia Helena / no sería impropio compararte”; “Hace ya mucho, Atis, que anduve enamorada de ti”; “De nuevo Eros, que los miembros afloja, me sacude, / una fiera dulciamarga, imbatible”. Eros, junto a su madre Afrodita, es la divinidad patrona del amor en su vertiente física. Al cual, en un afortunado epíteto, nuestra poeta moteja como ‘glykýpikron’, ‘dulciamargo’ o ‘agridulce’. Y también, como el que afloja los miembros, quien nos hace temblar y desfallecer.
En otro sentido poema, despide a una amiga, que ha de dejar la isla y, por ende, su círculo: “Deseo morir, sinceramente. / ella me ha abandonado derramando / un arroyo de lágrimas. Y me dijo / «¡Ay de mí! ¡Cuán terribles penas nos asolan! / Safo, con el alma lo digo, te abandono muy a mi pesar». / Y yo le respondí: / «Parte contenta y acuérdate de mí / pues sabes cómo te he mimado (…) y no olvides / cuánto de bueno y de bello hemos pasado juntas»”.
Descubrimos en Safo a una mujer sensual y tierna que confiesa que, para ella, lo más bello sobre la tierra no es un pelotón de infantería en combate, ni una escuadra naval, ni la carga de un escuadrón de carros, como se pensaba en la sociedad aristocrática y militarista de su época. Para ella, lo más bello sobre la negra tierra es aquél a quien una ama. El más célebre de sus poemas es el que canta las emociones que la embargan al observar a una de sus amadas, sentada ante un hombre al que parece cortejar: “Me parece igual a los dioses / el hombre aquel que frente a ti se sienta / y a tu lado absorto escucha mientras / dulcemente hablas / y encantadora sonríes. Lo que a mí / el corazón en el pecho me arrebata; / apenas te miro y entonces no puedo decir ya palabra. / Al punto se me espesa la lengua / y de pronto un sutil fuego me corre / bajo la piel, por mis ojos nada veo, los oídos me zumban, / me invade un frío sudor y toda entera / me estremezco, más que la hierba pálida / estoy, y apenas distante de la muerte me siento, infeliz”.
Siglos más tarde, el autor latino Catulo la homenajeó en su célebre poema LI. Precisamente, Catulo llamó a su amada Lesbia en homenaje a la poetisa griega, por la que sentía devoción: “Aquél a mí, que par es a un dios, me parece, / aquél, si impío no es, superior a los divinos, / el que sentado enfrente de ti una y otra vez a ti / te contempla y te oye, / dulce riendo, lo que, pobre de mí, / me arranca los sentidos todos, pues una vez que a ti, / Lesbia, te he contemplado, nada tengo más yo / de voz en la boca, / sino la lengua se paraliza, tenue bajo mis órganos / una llama dimana, por el sonido suyo / tintinan mis oídos, y gemelas se cubren / mis luces de noche”.
A pesar de sus declarados amores homosexuales, se cree que Safo se casó y tuvo una hija, a la que llama Cleis y dedica cariñosos versos: “Es mía una hermosa niña, comparable a las doradas flores, Cleis, la amada. Por ella no cambiaría la Lidia entera”. La aconseja sobre cómo adornar su trigueña cabellera para realzar su belleza: “La que a mí me parió decía que era hermoso en su juventud el que alguna llevara trenzas anudadas con lazos rojos; (…) pero más que una antorcha tienes el cabello amarillo tú, y es mejor si lo adornas sólo con coronas de frescas flores”.
En 2004 fue encontrado un papiro en el que los filólogos descubrieron unos versos atribuidos a ella. Se nos muestra ya casi anciana, blanca su cabellera. Pero exhorta a “sus pupilas” a que dancen y disfruten de los dones de la vida. Con la traducción del helenista Juan Manuel Macías, dice así: “Velad vosotras por los bellos dones de las Musas ceñidas de violetas, muchachas, y por la dulce lira de los cantos, pero mi piel, en otro tiempo suave, de la vejez ya es presa, y tengo blancos mis cabellos que fueron negros, y torpes se han vuelto mis fuerzas, y las piernas no me sostienen, antaño ágiles cual cervatillos para la danza. He aquí mis asiduos lamentos, pero ¿qué podría hacer yo? A un ser humano no le es dado durar por siempre. A Títono, una vez, cuentan que Aurora de rosados brazos por obra de amor lo condujo a los confines de la Tierra, joven y hermoso como era, mas lo encontró igualmente al cabo la canosa vejez, a él, que tenía esposa inmortal. (…) Pero yo amo la ternura;…mi suerte es esto y la brillante ansia de sol y la belleza”.
Los antiguos le inventaron una muerte novelesca adecuada a su poesía. Enamorada de un tal Faón, que no la correspondía, decidió poner fin a su vida arrojándose al mar por un acantilado que había en el cabo de Leúcade, vecino a un templo consagrado a Apolo. Así ha sido pintada por muchos artistas, como Taillasson (1745-1809), Dealaunay (1828-1891), que retrata a la poeta besando su lira como despedida antes de arrojarse a la mar, en sus pies la corona de laurel con la que la habían coronado por sus versos, Guerin o Moreau.
Tan romántica muerte, muy extendida ya un par de siglos después de su existencia, contrasta un poco con los poemas de la propia Safo en los que, postrada enferma en su lecho, exhorta a su hija a que no se ponga triste por su enfermedad. En esa casa, la suya, no deben escucharse lamentos. Está consagrada a las Musas.
Injustamente tratada por la tradición judeocristiana a causa del llamado “amor sáfico” o “lésbico”, por su isla de origen, fue muy apreciada por figuras como Platón, Aristóteles, Catulo, Ovidio, Petrarca, Byron o Leopardi.
FUENTE: http://lacolumnata.es/cultura/el-antro-de-la-arpia-cultura/safo-de-lesbos-el-gorrion-entre-las-rosas