Adrian Goldsworthy | www.elmundo.es 09/09/2007
Es uno de los pocos personajes de la antigüedad cuyo nombre aún se reconoce al instante. Este soldado y hombre de estado dio forma a los acontecimientos de su época y supo cómo embelesar a sus coetáneos. En menos de una década conquistó la Galia, invadió Germania y desembarcó en Britania. El autor de su última biografía, «César» (La Esfera de los Libros), describe la vida pública y privada de este coloso que aún sigue fascinando al mundo.
Son muchos los políticos y soldados actuales que han intentado conscientemente igualar sus hazañas. Los talentos del César fueron excepcionales y variados. Fue un perspicaz político, un general excelente, un líder carismático y también un destacado orador, escritor, erudito y seductor de mujeres. Su ambición no tenía límites. Podía resultar al mismo tiempo terriblemente implacable o abrumadoramente generoso con sus enemigos. Dado que nació en época de república, forjó un carácter inquieto y propenso a las disputas internas violentas, algo que le ayudó en su lucha hasta el poder supremo. Tiempo más tarde, su hijo adoptado se convertiría en el primer emperador de Roma y, durante los cinco siglos posteriores, los gobernantes seguirían adoptando el nombre de César. A comienzos del siglo XX, todavía había un káiser y un zar a la cabeza de dos grandes potencias mundiales, siendo ambos títulos versiones modernizadas del nombre de César. Además de su importancia histórica, Julio César fue un hombre con estilo. Tanto si les gustaba como si no, ninguno de sus contemporáneos podía ignorarle.
Con poco más de 20 años, se encontraba estudiando en el este de Grecia cuando fue capturado por unos piratas, uno de los principales problemas del Mediterráneo por aquella época. Lo que siguió resultó esencial para el César. Cuando sus captores establecieron un rescate de 20 talentos de plata –suma bastante jugosa por aquella época–, el joven aristócrata romano les hizo elevar la cantidad hasta 50 para reflejar su verdadero valor. Mientras que sus compañeros de viaje partieron a recaudar el dinero de las ciudades más cercanas aliadas a Roma, César permaneció con los piratas. Se unió a sus deportes, les pidió que guardasen silencio cuando deseaba dormir e incluso les leyó sus poemas más recientes, alegando que serían unos palurdos si no demostraban el suficiente aprecio por las artes poéticas. En resumen, los embelesó. Incluso se echaron a reír cuando les dijo que, una vez liberado, los crucificaría a todos.
Entregado el botín, César quedó liberado. Él no era más que un estudiante sin autoridad legal, pero con una personalidad arrolladora. Así que recorrió las ciudades que habían ayudado económicamente en el rescate y reunió soldados y guerreros para capturar a aquellos piratas. Cuando el gobierno romano de su provincia demostró su falta de interés en la ejecución de unos piratas, él mismo, y repetimos, sin poder legal de ningún tipo, se encargó de dar la orden. Los piratas terminaron clavados en cruces de madera. Pero como acto de misericordia –y recordemos que el estándar de la antigüedad difería mucho del actual–, decidió librarles de una muerte lenta y agonizante y ordenó que fuesen todos degollados.
El César, que fue capaz de embelesar a los piratas que le habían secuestrado para obtener un rescate, también sabía cómo ganarse a la multitud del Foro de Roma o a legiones de soldados de campaña. Y cara a cara, incluso sus oponentes políticos del Senado tenían dificultades para resistirse a su magnetismo. Lo mismo ocurría con sus esposas. César sedujo a una sucesión de aristócratas romanas de la más alta cuna. Se acostó con las mujeres de dos de sus aliados políticos más cercanos, Pompeyo y Craso, sin que aquello afectase a su alianza. E incluso llegó a tener romances con las esposas de rivales y oponentes. Era un conquistador en serie, infiel a sus esposas y amantes. Su romance amoroso más largo fue con Servilia, madre de Bruto, el hombre que finalmente dirigiría a los conspiradores que asesinaron al César en el año 44 antes de Cristo. Los rumores, aunque infundados, insistían en que el César era su verdadero padre.
Servilia también era hermanastra del más amargo oponente al César, Catón. En vez de aceptar el perdón del César tras ser derrotado en la guerra civil, intentó apuñalarse, pero su hijo le detuvo y los médicos pudieron curar sus heridas. Una vez a solas, Catón se desgarró los puntos y se sacó sus propias entrañas, muriendo en medio de un horrible dolor. César se acostó, además, con la hermana de Bruto, Tertia, al parecer con la aprobación de Servilia, ya que aquello no interfería en el romance que mantenían ellos dos.
Sin embargo, la amante del César más famosa de todas fue la reina Cleopatra de Egipto. Él tenía 20 años cuando llegó a Alejandría y se vio involucrado en la guerra civil entre la reina y su hermano, cogobernador y esposo de 13 años de edad, Ptolomeo XIII. Las cosas no le iban muy bien a Cleopatra cuando hizo que la metieran a escondidas en el palacio ocupado por las tropas del César. Al contrario de lo que asegura la tradición de Hollywood, no la introdujeron enroscada en una alfombra, sino oculta en una bolsa de ropa sucia. Cuando desataron el nudo de la bolsa, la reina se levantó esplendorosa, dejando que la bolsa cayera al suelo, como una bailarina que sale de una tarta gigante. Dicen que el César quedó cautivado desde el momento en que la vio.
Cleopatra era hermosa. Una antigua fuente, que señala que no era su belleza lo que llamaba la atención en primer lugar, sino su voz y su personalidad, se malinterpreta a menudo para sugerir su falta de atractivo. De igual forma, su imagen en las monedas se toma con frecuencia como demostración de que no era atractiva, pero las monedas eran confirmaciones de poder, y no fotografías artísticas. Cleopatra era bella y también implacable, ambiciosa y ferozmente inteligente. Ella y el César se parecían mucho.
Un seductor incansable. Cleopatra no fue la única reina con la que César se acostó. Pocos meses después de abandonar Egipto, mantuvo un romance con la esposa de un rey norteafricano. También se le conocen montones de historias mujeriegas en los 10 años que pasó en la Galia y se cuenta que sedujo a las esposas y a las hijas de numerosos caciques galos. Un siglo más tarde, los aristócratas galos que vivían bajo el gobierno romano llegarían a presumir de que sus abuelas sucumbieron a los encantos del famoso conquistador de Roma. No hay pruebas, pero no existe tampoco razón para creer que se comportara de forma diferente al visitar otros lugares, como España, Grecia y Asia.
Por extraño que parezca, es posible que en la actualidad existan numerosas personas que desciendan vagamente de Julio César. Aunque se casó tres veces –siempre de forma bastante infeliz–, pasó tanto tiempo fuera de Roma que no sorprende que no tuviese descendencia con todas sus esposas. Sólo tuvo una hija legítima, que se casaría más tarde con Pompeyo y que fallecería en un parto. Y el hijo de Cleopatra, que no fue reconocido formalmente durante la vida del César, posiblemente era hijo suyo, pero la certeza en este caso es imposible.
César fue un adúltero en serie, aunque en una ocasión ocupó el papel contrario. En el año 63 antes de Cristo, en su casa se celebró una importante ceremonia religiosa realizada únicamente por mujeres. Sin embargo, un senador se disfrazó de mujer para colarse y poder mantener un romance con Pompeya, esposa del César. El hombre fue descubierto y perseguido por toda la casa. El episodio finalmente terminó en un escándalo público que llevó a juicio al senador. César se negó a testificar en su contra, aunque se divorció de su esposa proclamando que «la mujer del César debe encontrarse más allá de toda sospecha».
A pesar de su comportamiento mujeriego, al César le persiguieron durante toda su vida rumores de homosexualidad. Cuando era un joven oficial del ejército, aún adolescente, se dice que mantuvo un romance con Nicomedes, viejo rey de Bitinia. Es posible que esta historia no sea cierta, pero aun así los cotilleos se repitieron incesantemente. Los oponentes del César le apodaron la Reina de Bitinia y esposo de las mujeres y esposa de los hombres.
Cuando, ya próximo al fin de su vida, condujo a sus soldados a través de una serie de grandiosos triunfos en Roma, los hombres entonaban canciones en las que decían que «César conquistó Galia, pero Nicomedes conquistó al César». Jamás le molestaron las bromas de sus soldados, pero sí las de sus rivales. Puede que, en parte, su carácter mujeriego fuese un escudo para acallar los rumores. Otra razón fue su intensa naturaleza competitiva, por la que ansiaba superar a sus compañeros senadores tanto en la vida pública como en la cama. No obstante, no hay por qué complicar tanto las cosas. Ni más ni menos, al César le encantaba perseguir a las mujeres.
Es importante considerar al César y su época por lo que fueron, ya que con frecuencia convertimos, tanto a él como a sus oponentes, en meros representantes de distintos puntos de vista políticos. Sin embargo, eran seres humanos de carne y hueso que vivieron una época extremadamente violenta. La primera guerra civil de Roma estalló cuando César no había cumplido aún los 20 y, entre sus horrores, se cuentan cabezas clavadas en las paredes del Foro y cuerpos que flotaban por el río Tíber. Prácticamente las principales figuras políticas de la era de César murieron de manera violenta. Las viejas reglas y convenciones que restringían la competitividad entre senadores y que mantenían la paz en los temas políticos se habían roto. Los hombres sabían que, en aquel nuevo clima, era posible ascender de manera espectacular. También sabían que morir a manos de los oponentes era una posibilidad muy frecuente y se inclinaban a buscar los motivos más siniestros tras las acciones de sus competidores para ascender. Los choques de personalidad constituían un cóctel demasiado volátil. Todo aquél que creía haber superado ese encanto del César tendía a odiarle con una amargura apabullante. Para Catón, aquel odio se volvió visceral. Se habría opuesto al César en cualquier tema, y poco ayudó el saber que éste se estaba acostando con su hermana Servilia.
No deberíamos perder de vista a César como hombre, aunque la suya sea una historia de política y guerra. Para los romanos, estos dos ámbitos venían unidos, y juntos formaban las dos hebras principales de la vida pública. La carrera del César fue convencional durante la mayor parte de su vida. Se encargó de los despachos habituales en la secuencia normal, alternando periodos de servicio en las provincias con puestos de vuelta en Roma. Entre sus numerosos talentos se incluía el de la autopropaganda. Y gastó de manera espléndida su propio dinero para ayudar en los fondos del estado, tanto si se trataba de la reparación de vías como de puestas en escena de espectáculos en Roma. De ahí que acumulara unas deudas asombrosas.
En el año 50 antes de Cristo, se alió con Craso y Pompeyo, por aquel entonces los dos hombres más poderosos de Roma. Cuando los tres trabajaban juntos, resultaban irresistibles. Consiguieron poner en marcha todas las legislaciones que desearon, gran parte de las cuales fueron sensatas y por el bien de la república, pero aquello no importaba a sus oponentes. Era mucho mejor permitir que siguiesen existiendo serios problemas, en lugar de dejar que un rival político se llevase todo el mérito por resolverlos. Al César lo mandaron cinco años a Galia, que posteriormente se extendieron a 10 años. De ese momento en adelante, su vida estuvo dominada por la guerra y luchó en inmensas campañas todos los años de su vida, excepto los dos últimos; incluso cuando murió estaba a punto de partir hacia una gran guerra contra Partia, lo que ahora se conoce como Irak.
César demostró ser un comandante excepcionalmente talentoso. Con el tiempo sus soldados se consagraron totalmente a él, de hecho, la confianza de éstos en la victoria final llevó a César a numerosas situaciones desesperadas. Conquistada la Galia, invadieron Alemania y Bretaña. Los saqueos y los esclavos (según una fuente, se vendieron al menos un millón de cautivos como esclavos durante esos años) hicieron del César un hombre rico, con lo que pudo saldar sus deudas monumentales. No fue nunca una persona que acaparase mucho dinero: recompensó generosamente a sus soldados, gastó inmensas cantidades en varios proyectos públicos de gran envergadura en Roma y derrochó dinero para comprar el apoyo de sus senadores.
Los informes anuales de sus campañas, redactadas elegantemente en un latín sencillo (los famosos Comentarios sobre la guerra) informaban a los romanos de los logros del ejército del César. Estos textos no sólo son propagandísticos, sino que constituyen algunas de las mejores obras de la literatura latina. Además de político, soldado y amante, César era también un brillante orador y escritor. Incluso escribió un libro de texto sobre gramática, así como de poesía, supuestamente de poca calidad, por lo que tal vez no había razón para que los piratas se sintiesen impresionados hasta tal punto.
La guerra le dio la gloria y la riqueza que deseaba. Sin embargo, esperaba regresar a Roma y buscaba sin cesar nuevos despachos y oportunidades. Sus oponentes en el Senado también estaban decididos a detener todo aquello y a poner fin a su carrera. Ambos bandos deseaban sumergir la república en una guerra civil para lograr sus fines. No había ninguna ideología, se trataba simplemente de ambición personal. El propio César se convirtió en rebelde cuando dirigió una legión a través del Río Rubicon hasta Italia. Y aunque las posibilidades jugaban en su contra, logró salir victorioso.
César perdonó a sus oponentes. Bruto y Casio no sólo obtuvieron el perdón, sino también un alto despacho. César gobernó Roma con pericia y puso en marcha varias reformas, de las que se beneficiaría la mayor parte de la comunidad. Aun así, la república no debía ser dominada por un solo hombre y su poder se resintió. Una conspiración formada por enemigos perdonados y antiguos partidarios decidió actuar y, en marzo del año 44 antes de Cristo, se abalanzaron sobre César en una reunión del Senado y lo asesinaron. Bruto también murió a manos de otro asesino, en la lucha de todos ellos por apuñalar al César. En cuestión de meses, estalló una nueva guerra civil. Y 13 años más tarde, la república desapareció para siempre.
(*) Adrian Goldsworthy, autor de «César» (La Esfera de los Libros) es doctor en Historia, estudió en el St John’s College de Oxford y ha enseñado en varias universidades. Entre sus trabajos destacan «The Roman Army at War», «Roman Warfare», «Las guerras púnicas», «Cannae» y «Grandes generales del ejército romano». En la actualidad sólo se dedica a escribir.