Roberto Faggiani y Hector Roque Pitt www.pagina12.com.ar 18/12/2005
Un itinerario por la historia y el mito, el esplendor y las ruinas, de la Ciudad Eterna. Y frente a los cambios y mudanzas desde la antiquísima Roma Cuadrata, Sigmund Freud se pregunta qué hallaría aún de esos primeros estadios, en la Roma actual, un viajero curioso por descubrir aquello que ya no está.
¿Cómo nace una ciudad? ¿Cuándo nace? Estas primeras preguntas surgieron en el viajero que pensaba visitar Roma. También sabía que la historiografía se pierde en la creencia, se pierde en el mito (…) Encontró diferentes narraciones para explicar el origen. El mito latino fundacional de Roma atribuye su nacimiento a Rómulo y Remo, aunque algún mito más antiguo la enlaza a Eneas y el mundo troyano.
Los gemelos Rómulo y Remo, nacidos de la unión del dios Marte y de la sacerdotisa Rhea Sylvia, fueron los fundadores de Roma. Al rey Numitor, abuelo de los pequeños, le había sido usurpado el trono de Alba Longa por su hermano Amulio quien, además, ordenó matar a los niños. Para salvarlos, su madre los abandonó en una cesta en el río Tíber. Fueron encontrados por una loba –enviada por Marte– al pie del monte Palatino, donde los amamantó en la gruta infernal de Lupercal.
Tiempo después, tras reconocer su verdadera descendencia, Rómulo y Remo mataron a Amulio y devolvieron el reino a su abuelo Numitor. Los hermanos decidieron fundar, confiando en los auspicios, una nueva ciudad, en territorios al noroeste del Lacio, establecida según el rito etrusco por Rómulo en el monte Palatino. El origen geminado de Roma quedó deshecho cuando Remo, envidioso, saltó el límite urbano trazado por el arado de Rómulo y éste lo mató. Ese día, el 21 de abril del año 753 a.C., según el historiador latino Tito Livio, quedó instituido como la fecha de fundación de Roma. (…)
De la Roma Cuadrata
¿Cómo fue en sus comienzos la ciudad de sus afanes? Es imposible descubrirla a partir de la mirada de un aficionado en temas arqueológicos. ¿Cómo reconstruir ese inicio a partir de una llanura pantanosa y malsana a orillas de Tíber y de unas colinas de poca altura?
“Sobre la más alta de estas colinas (51 metros), sobre el monte Palatino, a 300 metros del Tíber, fue edificada la primera ciudad llamada Roma. Era una ciudad pequeñísima (aproximadamente de 1800 metros de circuito), rodeada de un foso que daba vuelta a la colina y de una muralla interior del foso, muralla de la que se han encontrado algunos restos. Tenía forma cuadrada (se la llamada Roma Cuadrata), con cuatro puertas, una en cada uno de sus lados.” (Charles Seignobos, Historia de Roma.)
La ciudad primitiva sufrirá profundas transformaciones. La influencia etrusca dará a Roma sus muros perimetrales, el saneamiento del valle al pie de las colinas prohijará el primitivo foro, se construirán los primeros templos. En los sucesivos períodos de su historia –Monarquía, República, Imperio– se consolida como un centro de referencia ineludible tanto para los propios romanos como para los pueblos vencidos y sojuzgados. La cercanía del mar Tirreno, las facilidades que proporcionaba el río Tíber, abrieron las puertas al comercio con los pueblos de la antigüedad. Desde sus murallas partieron los ejércitos que lograron extender el magnífico poderío sobre el mundo conocido.
A partir del siglo II se suceden los grandes cambios en la ciudad: los nuevos puentes, las magníficas basílicas. Más tarde, el foro de César, el de Augusto, el Partenón. El Foro de Trajano que contenía la columna homónima. Los monumentos inmensos del Domus Aurea y el Anfiteatro Flavio o Coliseo. Augusto se jactará de haber convertido en mármol la Roma republicana de terracota y ladrillos. La ciudad es decididamente la expresión práctica de una arquitectura que no se consumó en teorizaciones. (…)
Ruinas
El viajero asistió una vez a una muestra de los grabados de Giambatista Piranesi. Ahora recordó esa extraña sensación que le produjeron: las formidables construcciones eran ruinas. El conjunto se asemejaba a un vasto cementerio abandonado. La grandeza y la desolación marchaban juntas. Mejor, estaban detenidas en los precisos grabados de ese deslumbrado artista que, en pleno apogeo neoclásico, había agregado una nota de trágico color romántico. En las grietas de esos muros desvencijados brotaban hierbas. Una naturaleza lenta, implacable, se imponía a los sueños de eternidad de los hombres. La preferencia por un pasado ya imposible de recuperar, y esos detalles, marcaban la sutil diferencia de sensibilidad.
“Lo peculiar y profundo de la ruina romántica es que de ella emana este doble sentimiento: por un lado, una fascinación nostálgica por las construcciones debidas al genio de los hombres; por otro lado, la lúcida certeza, acompañada de una no menor fascinación, ante la potencialidad destructora de la Naturaleza y el Tiempo. Símbolos de la fugacidad, las ruinas llegan a nosotros como testimonios del vigor creativo de los hombres, pero también como huellas de su sumisión a la cadena de la mortalidad.” (Rafael Argullol, La atracción del abismo. Un itinerario por el paisaje romántico.) (…)
La mirada de Freud
“Los historiadores nos enseñan que la Roma más antigua fue la Roma Quadrata, un recinto cercado sobre el Palatino. A ello siguió la fase del Septimontium, reunión de los poblados sobre las colinas: después, la ciudad circunscrita por la muralla de Servio Tulio y, más tarde, luego de todas las transformaciones del período republicano y de los primeros tiempos del Imperio, la ciudad que el emperador Aureliano rodeó con sus murallas. No prosigamos con esas mudanzas, y preguntémonos qué hallaría aún de esos primeros estadios, en la Roma actual, un visitante o quien imaginamos provisto de los conocimientos históricos y topográficos más completos. Verá la muralla aureliana casi intacta, salvo en algunos trechos. En ciertos lugares encontrará, exhumados, tramos de la muralla de Servio. Si supiera lo bastante –más que la arqueología de hoy–, acaso podría delinearla en el plano de la ciudad e indicar la traza de la Roma Cuadrada. De los edificios que otrora poblaron esos antiguos recintos no hallará nada, o restos apenas, pues ya no existen. Lo máximo que podrá procurarle el conocimiento óptimo de la Roma republicana sería que supiera señalar los lugares donde se levantaban los templos y edificios públicos de entonces. Lo que ahora ocupa estos sitios son ruinas, pero no de ellos mismos, sino de sus renovaciones, más recientes, erigidas tras su incendio o destrucción. Ni hace falta decir que todos esos relictos de la antigua Roma aparecen como unas afloraciones dispersas en la maraña de la gran ciudad de los últimos siglos a contar desde el Renacimiento, si bien es cierto que mucho de lo antiguo está enterrado todavía en su suelo o bajo sus modernos edificios. Este es el tipo de conservación del pasado que hallamos en lugares históricos como Roma. Adoptemos ahora el supuesto fantástico de que Roma no sea morada de seres humanos, sino un ser psíquico cuyo pasado fuera igualmente extenso y rico, un ser en que no se hubiera sepultado nada de lo que una vez se produjo, en que junto a la última fase evolutiva pervivieran todas las anteriores. Para Roma, esto implicaría que sobre el Palatino se levantarían todavía los palacios imperiales y el Septizonium de Septimio Severo seguiría coronando las viejas alturas: que el castillo de Sant Angelo aún mostraría en sus almenas las bellas estatuas que lo adornaron hasta la invasión de los godos, etcétera. Pero todavía más: en el sitio donde se halla el Palazzo Caffarelli seguiría encontrándose, sin que hiciera falta remover ese edificio, el templo de Júpiter capitolino: y aun éste, no sólo en su última forma, como lo vieron los romanos del Imperio, sino al mismo tiempo en sus diseños más antiguos, cuando presentaba aspecto etrusco y lo adornaban antefijas de arcilla. Donde ahora está el Coliseo podríamos admirar también la desaparecida domus aurea, de Nerón; en la plaza del Panteón no sólo hallaríamos el Panteón actual, como nos lo ha legado Adriano, sino, en el mismísimo sitio, el edificio originario de M. Agripa; y un mismo suelo soportaría a la iglesia María sopra Minerva y a los antiguos templos sobre los cuales está edificada. Y para producir una u otra de esas visiones, acaso bastaría con que el observador variara la dirección de su mirada o su perspectiva.” (Sigmund Freud, El malestar en la cultura.)
* Relatos de Roma. Prólogo, selección y posfacio: Roberto Faggiani y Héctor Roque Pitt. Colección Geografías Literarias. Editorial Cántaro. Lectores en viaje. Buenos Aires, 2005.