Octavio Medina, Pablo Simón, y Juan Font 18/11/2018 www.jotdown.es
El debate académico sobre nuestra deuda con roma recuerda a una escena de La vida de Brian, donde un militante del Frente Popular de Judea organiza, sin quererlo, una discusión en torno al acueducto, el alcantarillado, el vino, la paz, y una larga lista de logros. La diferencia es que en la película al final llegan a un acuerdo, mientras que en el mundo académico la discusión todavía continúa.
Este debate del legado romano está íntimamente ligado a otra cuestión, la de la naturaleza del declive y fin del Imperio, sobre la que ha habido teorías encontradas a lo largo de la historia —a menudo relacionadas con la ideología política imperante—. Aunque la admiración por el mundo clásico viene de muy atrás, la visión del fin de Roma como antesala de un periodo de barbarismo y pobreza se la debemos a la obra magistral de Gibbon de fines del siglo XVIII: La decadencia y caída del Imperio romano. Esta visión gozó de tanta popularidad que encontrar las causas para la caída se convirtió en un deporte académico; el profesor alemán Demandt compiló una lista con nada menos que doscientas diez alternativas, entre las que vale la pena destacar la impotencia, el bolchevismo o la glotonería. No obstante, esta visión cambió hace pocas décadas, cuando un nuevo paradigma, el de la antigüedad tardía, comenzó a cobrar relevancia de la mano de Peter Brown. Bajo esta nueva perspectiva, la transición entre el fin del Imperio de Occidente y los reinos germánicos posteriores se considera más como un continuo que como un evento discreto. Eso nos deja con dos visiones contrapuestas, caída otransición, que además suelen ir asociadas a una opinión sobre el Imperio el general: la visión de la transición sugiere que ni Roma fue tan maravillosa como la pintan, ni los bárbaros tan salvajes; mientras que los partidarios de la caída defienden que el Imperio fue algo único.
Cuando se debaten los logros de la civilización romana se enumeran los acueductos y los molinos, sus leyes, su política, su burocracia, la Pax Romana y el latín, pero en realidad el gran legado de Roma para el mundo occidental es el de la sofisticación que esos logros conllevaron y exigieron. Gracias a su aparato estatal y burocrático, Roma fue la primera entidad occidental con una economía compleja, que permitió a sus ciudadanos, incluso de clases desfavorecidas, gozar de un nivel de prosperidad inusitado hasta la época.
Una economía sofisticada
Como sugiere Temin, una buena forma de plantearnos cómo de sofisticada era la economía romana es considerar la forma en que se distribuían las mercancías para el consumo de los ciudadanos.
Pensemos, por ejemplo, en el caso paradigmático del grano. Si bien suele acusarse a Roma de basar su economía en la extracción de los recursos de las provincias sometidas, lo cierto es que el porcentaje de grano obtenido a través de métodos coactivos, léase impuestos, apenas era entre un 15 % y 30 % del total. Este grano estaba en su mayor parte destinado a la annona, un impuesto pagado en especie para mantener el Ejército y dar de comer a los habitantes de la capital imperial, dependiendo de la época. La mayoría de las mercancías que suministraban sustento al millón largo de habitantes de Roma se producían, transportaban, y distribuían a través de agentes privados en la capital y en las provincias. La existencia de esta industria para el consumo privado es evidente gracias a restos arqueológicos de rutas comerciales que carecerían de sentido si estuvieran definidas por patrones de consumo gubernamental. Por ejemplo, se han encontrado platos y otros enseres domésticos provenientes de una fábrica cercana a Oxford distribuidos por todo el sur de Inglaterra, una zona sin campamentos militares ni empresas estatales que justifiquen la producción o la difusión de estas piezas.
Suele decirse también que este comercio privado respondía solo a las necesidades de las élites, pero lo cierto es que las clases medias y bajas también tenían acceso a productos de primera necesidad de una calidad jamás vista antes. Un ejemplo ilustrativo es el de la cerámica. Una de las principales características de los asentamientos romanos —compruébenlo la próxima vez que visiten uno— es la abundancia de trozos de teja, de ánforas y otros artículos cerámicos de uso cotidiano. No es casualidad. La cerámica romana se caracterizaba por su estandarización y gran calidad, su producción en masa y su difusión tanto geográfica como por nivel social. Comparados con los cacharros que más tarde utilizarían los entes políticos de la antigüedad tardía, la diferencia es abismal. Por otra parte, incluso en áreas remotas del Imperio se han excavado pequeños asentamientos donde los campesinos gozaban de casas de construcción sólida con tejados de teja al estilo de la que se utiliza hoy en el sur de Europa. Compárese eso con la proliferación de cabañas de madera con tejados de paja posteriores a la caída del Imperio.
La tecnología romana
Por supuesto, una economía sofisticada y con patrones de producción industrial está íntimamente relacionada con la maquinaria y herramientas de que dispone. No obstante, el de la tecnología y la innovación es un caso donde el sesgo desfavorable hacia Roma ha sido predominante, en concreto cuando hablamos de molinos de agua. Como dice Jean-Pierre Brun, hasta hace unos años el mito que persistía de Roma, y previamente del mundo helenístico, era el de una sociedad donde los descubrimientos tecnológicos y la ciencia no se ponían en práctica. Las razones aducidas son dos. Primero, la de los incentivos económicos. Los romanos no habrían tenido el menor interés en aplicar la tecnología puntera de la época por la existencia de grandes cantidades de mano de obra barata: los esclavos. Segundo, por un argumento psicológico. Los romanos, o en concreto sus élites, ralentizaron la implantación de las nuevas tecnologías, debido a su mentalidad aristocrática y al desprecio por el trabajo físico y la industria. Los dos argumentos se apoyan en abundantes evidencias anecdóticas, que nos han llegado a través de textos clásicos. Plutarco nos cuenta que Arquímedes consideraba las aplicaciones prácticas de sus molinos de agua algo degradante —si bien Plutarco lo hace como ejemplo de lo raro que era Arquímedes—. También se cuenta que cuando a Vespasiano le ofrecieron un invento para llevar columnas al Capitolio de forma más eficiente, respondió que no estaba interesado porque su prioridad era mantener a los trabajadores empleados.
¿Cayeron los autores en este sesgo antitecnológico por malicia? Cabe pensar que no. Ocurre que el conocimiento del que disponían era limitado, por varios motivos. Por un lado, la evidencia arqueológica de instalaciones industriales que probaran el uso de innovaciones tecnológicas era escasa, y tampoco abundaban las referencias sobre la preponderancia de estas instalaciones en los escritos de la época que han sobrevivido.
El problema, claro está, es uno de selección. Las obras construidas con materiales más duraderos, y por lo tanto las que han pervivido hasta la actualidad, tienden a ser edificios religiosos, civiles o de entretenimiento. Por otra parte, los textos romanos de que disponemos no son en absoluto una muestra representativa. Miles de escritos, entre ellos la autobiografía del propio emperador Adriano, se perdieron para siempre. Los textos que resistieron lo hicieron por azar (como los textos que sobrevivieron por estar escritos en papiros egipcios, que duran más por el clima seco de la región y el material), o porque tenían un valor particular, por ejemplo estético. Como se pueden imaginar, las norias y molinos de agua no entraban muy a menudo en el imaginario de los poetas y artistas romanos por su escaso sex appeal. Afortunadamente, aun así nos han llegado textos deliciosos, entre ellos el del Talmud de Jerusalén, que dice mucho del pragmatismo religioso de algunas comunidades. El Talmud no permite el uso de los molinos de agua para moler grano el día del sabbat, por estar claramente en contra de la prohibición de trabajar. No obstante, si el molinero ha tomado la precaución de dejar la tolva o caja colectora de grano del molino llena el día anterior, le está permitido dejar que el artefacto funcione por su propia cuenta el sábado.
Pese a estas dificultades, en los últimos años ha habido un auge de descubrimientos arqueológicos que ponen en entredicho la visión de la sociedad perezosa del Imperio. Las innovaciones técnicas como las de los molinos de agua mecánicos estaban mucho más extendidas de lo que se pensaba, especialmente en las ciudades y campamentos militares. Esto no debería sorprendernos, dado que la existencia de redes comerciales para bienes de uso cotidiano nos sugiere que tenían que existir centros de producción a nivel industrial que permitieran abaratar costes y abrirse mercados más allá de la provincia donde se encontraban. Los restos arqueológicos de la factoría de La Graufesenque, en Francia, son un ejemplo de la escala gigantesca de algunas de las fábricas imperiales, con hornos capaces de cocer decenas de miles de piezas de cerámica de forma simultánea.
La lengua y la alfabetización
Cabe preguntarse también si esta sofisticación económica y tecnológica vino acompañada de un aumento de la complejidad social y, en concreto, de la alfabetización. Intentar saber en qué medida la población del Imperio estaba alfabetizada es muy difícil porque carecemos de registros. Sin embargo, en esta cuestión parece que los críticos con Roma podrían tener razón. Sabemos que una fracción de las clases populares, al menos en determinados contextos y regiones, podía leer y escribir. De una manera no muy elegante, pero igual de elocuente que el Talmud, tenemos evidencia en los muros de Pompeya y en otros lugares de grafitis cuyos autores esperaban que fueran entendidos por los demás (recuerden el célebre, «Phoebus se echó un buen polvo aquí»). Los temas tratados, como pequeños robos, disputas amorosas y anuncios de comercios, indican una cierta diversidad de perfiles entre los grafiteros. No obstante, como apunta William Harris en su magistral libro Ancient Literacy, Pompeya era una excepción. La sociedad romana no era una sociedad de masas alfabetizadas. Más bien lo contrario: Harris ofrece unas cifras de alfabetización del 10 % de la población, un 15 % de los hombres y un 5 % de las mujeres, y eso solo en las regiones alrededor de Roma. Estos números pueden parecernos desastrosos, pero hay que tener en cuenta que en 1871 el sur de Italia tenía niveles de alfabetización cercanos al 15 %, casi dos mil años después.
La palabra escrita se usaba, por lo tanto, donde era más necesaria para llevar a cabo las actividades u oficios que lo requerían, pero no era priorizada por el Estado. Así la alfabetización aumenta con la necesidad estatal de administrar y controlar ingresos y gastos: el analfabetismo disminuyó a golpe de contabilidad. Por supuesto, en las élites del mundo grecorromano, como dice Harris, un cierto nivel de cultura escrita era una necesidad social, al menos para los hombres. Pero eso no implica que todos los ricos pudieran escribir con soltura, ni que las clases bajas tuviesen vetado el acceso a la escritura; es más, tenemos decenas de ejemplos de esclavos encargados de escribir cartas y despachos ante la incompetencia de sus señores, y se cuenta la historia de un aristócrata al que le preocupaba tanto que su hijo fuera disléxico, que les puso a veinticuatro de sus esclavos las letras del alfabeto por nombre.
Más allá de estas élites, la alfabetización sigue el mismo patrón de interdependencia con la complejidad y la sofisticación. Los funcionarios imperiales necesitaban saber leer y escribir para mantener la contabilidad del Estado, recopilar leyes y fiscalizar lo que estaba ocurriendo cada día. Los comerciantes, aunque se guiaban por reglas sociales y orales, también mantenían archivos y registros de sus transacciones, especialmente cuanto mayores eran. Los juicios, aunque a menudo basados en argumentos orales, empezaron a incluir argumentos escritos basados en la ley codificada a medida que los casos aumentaban en complicación. Por lo tanto, la alfabetización respondía a las necesidades de una burocracia estatal jamás vista y de un mercado globalizado para la época, pero no más. Mientras algunos han querido ver en el Imperio una glorificación de la lectura y la escritura, la cruda realidad es que las escuelas, aunque numerosas, nunca fueron accesibles para la mayoría.
Roma, la sociedad compleja
Roma fue una de las primeras sociedades complejas del mundo, capaz de interconectar su sistema económico con el político. Un mundo que pese a las limitaciones de la época permitió la emergencia de la producción industrial de bienes de consumo y de redes de comercio sofisticadas, capaz de proveer una riqueza material que no habría de verse hasta siglos después. Un Estado que con el desarrollo de un sistema legal sin precedentes, una maquinaria burocrática implacable y unas fuerzas militares temibles hizo posible una era de estabilidad y prosperidad como nunca antes. Esto convirtió a la sociedad romana en la más opulenta, desarrollada y quizá poderosa de todas las que la habían precedido. Sin embargo, esas virtudes la hicieron a la vez más vulnerable, y la expusieron a que una migración bárbara o una mala cosecha tuviera implicaciones para todo el Mediterráneo. Las aldeas sirias que antes malvivían del grano cosechado en las terrazas rocosas que las rodeaban se enriquecieron especializándose en el aceite de oliva que compraba Roma. Pero cuando Roma dejó de comprar, no quedó grano ni dinero en aquellas aldeas.
Si hoy nos sigue causando asombro aquel mundo perdido de Roma es por sus enormes similitudes con muchos mitos románticos de nuestro tiempo: el imperio transnacional, complejo y vulnerable, Roma como la luz de la civilización frente a un mundo que se agosta, la imagen de una Europa fortificada contra los bárbaros. Por esas semejanzas las historias de Roma seguirán teniendo sobre nosotros la ascendente propia de un pasado que hemos idealizado y que, como es sabido, era más complejo que nuestros sueños de legiones y gladiadores. Por eso, y porque sus ruinas no son otra cosa más que los restos de gloria de un mundo sobre el que está edificado el nuestro.
FUENTE: https://www.jotdown.es/2018/11/que-le-debemos-a-roma/