Ramón Muñoz http://elviajero.elpais.com 19/03/2011
De Trapani al Etna y vuelta por el sur, en un apasionante viaje en coche. Primavera italiana en Sicilia.
Convengamos en una obviedad: Sicilia es un destino obligado. Es difícil, si no imposible, encontrar en Europa otro lugar que concentre en tan escaso territorio un álbum tan variado de épocas artísticas, contrastes paisajísticos y maneras de buen vivir. Pero como todo buen destino tiene dos inconvenientes: es caro y está atestado en verano. Para solventarlos, solo hace falta una buena planificación y visitarla fuera de temporada (hasta mayo). Con un presupuesto de 1.000 euros por persona se puede recorrer la isla sin perderse casi nada, comer bien (más bien cenar) y dormir en hoteles aceptables. Renunciar a las playas tendrá como recompensa contemplar a solas los templos griegos mejor conservados del mundo o pasear en silencio por callejas repletas de palacetes e iglesias.
El viaje ideal se puede hacer en nueve días (diez si se quiere visitar el interior), rodeando la isla, casi todo por autopista, en cinco etapas y pernoctando en cinco ciudades, desde donde planificar excursiones. Como hay mucho que ver, poco tiempo y anochece pronto, es preciso guardar dos reglas: madrugar moderadamente y dejar los placeres culinarios para la cena. Un panini (sándwich), una minipizza, una arancine (croquetas de arroz con carne o queso) o una scacciata (empanada) servirán con creces para aguantar hasta la noche. También se pueden adquirir bocadillos al gusto en las tiendas de ultramarinos.
Primera etapa
El noroeste
Aterrizaje en el aeropuerto de Trapani (aprovisionarse en el duty free de origen de una botella de champaña). A pocos kilómetros del aeropuerto está Paceco, un poblacho de fachadas grises y terrosas, pero ideal para alojarse por su facilidad para aparcar y menor precio que Trapani, que está a escasos dos kilómetros. La ciudad vieja de Trapani, en la zona del puerto, se estructura en torno a tres calles: Via Torrearsa, Via Garibaldi y el Corso Vittorio Emanuelle. Recorriéndolas por la noche, con palacios espléndidos como el de Riccio di San Gioacchino, Cavarreta o Senatorio, y magníficas iglesias como la del Purgatorio o la catedral de San Lorenzo, todas ellas iluminadas, comienza uno a hacerse una idea del hechizo de Sicilia. Para digerir este encanto, una pizza en Calvino, el local más popular y atestado del puerto, con sus salitas laberínticas repletas de familias locales, niños chillones incluidos.
Al día siguiente, una excursión circular nos permite recorrer de un plumazo todo el oeste de la isla. El inicio es Erice, un pueblo con trazas normandas y árabes encaramado en la cima de una montaña. Su castillo (cuyo interior no guarda ningún misterio) ofrece unas vistas espléndidas. El pueblo, que se recorre en dos patadas, vende el pintoresquismo de sus casas de piedra y sus iglesias medievales. Tras el paseo, busque la autopista en dirección a Palermo y llegue a Segesta. Aquí recibirá su primer sacramento de clasicismo, y puede estar seguro de que no olvidará el fogonazo. Su majestuoso templo dórico justificaría ya solo de por sí el viaje. Alzado sobre la falda de una pequeña colina, aislado como un tótem heleno en medio del campo, está casi tal y como lo dejaron sus constructores, allá por el 430 antes de Cristo, es decir, inacabado. Esa precisamente ha sido la causa de que se conserve casi intacto. También está muy bien conservado el teatro griego, al que nos acerca un minibús, a unos 500 metros colina arriba.
Segesta tenía un enemigo acérrimo, Selinunte, en la costa suroeste, con la que guerreó durante décadas. Allí debemos dirigirnos por la autopista. Su parque arqueológico, que presume de ser el más extenso de Europa, es igual de impactante. Cuesta creer que aún esté en pie, en medio de la nada silvestre, el llamado templo E, en la colina oriental, y que se pueda ingresar en su altar, rodeado de sus columnas de 10 metros de altura imaginando la estatua colosal de la diosa Hera a la que estaba consagrado. Tomando un carrito de golf, a un kilómetro, se llega a la acrópolis donde habitó este pueblo enfrentado a Atenas, conquistado por los cartagineses y arrasado por los romanos. Caminar entre restos de columnas, apilados junto a capiteles, triglifos y metopas, con el mar de fondo y la única presencia de un discreto guarda rural, vale mucho más que los nueve euros que cuesta la entrada (y que sirve también para Segesta).
Tomamos un respiro y un helado en la aldea a la salida del parque, y rumbo a Marsala por la carretera costera. Pasear por su zona peatonal bastará para hacerse una idea del antiguo esplendor de esta ciudad famosa por su vino. Una visita a una de las enotecas del centro se hace, pues, imprescindible. De regreso a Trapani, una cena estupenda en alguna de las excelentes osterias.
Segunda etapa
Palermo-Cefalú
El tráfico de Palermo es irritante. Su seguridad, dudosa. Así que conviene dejar el coche con el equipaje en uno de los aparcamientos vigilados del centro y recorrerla a pie. La ciudad muestra en cada fachada y en cada monumento las costras de una restauración cuyos fondos saqueó la Mafia, la misma que asesinó a los jueces Borsellino y Falcone, dos de los ciudadanos ilustres de la capital siciliana. La ruta monumental tiene que comenzar por las catacumbas de los Capuchinos, la atracción turística de la que se sienten más orgullosos los palermitanos, una mezcla de morbo, gore y devoción, con algunas momias que parecen figuras de cera como la de la niña de dos años Rosalía Lombardo. Siguiendo la Via Vittorio Emanuele se llega a la catedral y luego a Quattro Canti, una plaza octogonal con cuatro fuentes. Situada en la confluencia de la calle Maqueda y Emanuele, entre estas dos vías y sus alrededores se encuentran casi todos los monumentos reseñables (Fontana Pretoria, Santa Caterina, San Cataldo, y los palacios de Mirto, Abatellis y Normando). En esa lista no están las callejas sin apenas luz, con la ropa colgada y una mixtura olorosa de suavizante y fritanga, atrapadas en una siesta permanente, de otro tiempo, que son la esencia de Palermo.
Después de patear la ciudad durante siete u ocho horas, y tras una obligada visita a la catedral de Monreale a las afueras de Palermo, conviene tomar la autopista y buscar un refugio sosegado para la noche. La localidad costera de Cefalú (uno de los puertos desde los que salen barcos para las míticas islas Eolias) cumple esa función perfectamente. Una especie de Peñíscola en verano, el resto del año se transforma en un animado pueblo en torno a Corso Ruggero, su calle principal, con vetustas casas de nobles e iglesias por doquier, bajo el vasallaje de su impresionante catedral normanda, una mole austera con aspecto de fortaleza a la que hace unos años le arrancaron con buen criterio mármoles y otros adornos añadidos. Dominado por la Roca, un peñasco natural que encajona el pueblo, Cefalú es el lugar perfecto para el descanso. Si además consigue una habitación con vistas al mar Tirreno en los hoteles que hay siguiendo la carretera pasado el pueblo, después de la Roca, gozará de un escenario natural majestuoso y con una excusa para el romanticismo. Algunos de los hoteles han construido escaleras y plataformas de cemento, como playas artificiales, para los bañistas en verano. Ahora están vacías. Darse un chapuzón en estas aguas frías y transparentes, con el albornoz y un buen vino de Marsala esperando a la salida, puede ser una experiencia reconfortante.
Tercera etapa
Taormina-Etna
Taormina era la localidad chic de Sicilia. Dicen que aquí llegaban los aristócratas y banqueros europeos a relajarse en sus magníficos hoteles mientras contemplaban el Etna. Hoy es un lugar masificado, con aparcamientos de hormigón de siete pisos flanqueando cada una de las dos entradas del pueblo. Aun así, fuera de temporada aún resulta excitante pasear por el Corso Umberto I entre palacios e iglesias hasta desembocar en el teatro griego. No olvide rondar por los jardines de Villa Communale de Florence Trevelyan, una inglesa que se enamoró de la belleza del lugar y peleó para que los lugareños no la destruyeran.
Taormina además es el lugar ideal para afrontar la etapa al Etna. Al volcán, que este invierno volvió a despertar, se puede ascender desde dos flancos, noreste y sur. El más fácil es el último, desviándose desde la autopista a Nicolosi y ascendiendo hasta el refugio Sapienza, desde donde sale un teleférico que nos deja a 2.500 metros de altitud. De aquí hasta el llamado refugio de la Torre del Filósofo (2.900 metros) queda una caminata ascendente de entre hora y media y dos horas. Las primeras fumarolas y dos cráteres menores nos harán comprender que las fauces del monstruo están cerca. Se supone que está prohibido seguir la ascensión hasta la cumbre (3.250 metros) a menos que se vaya con un guía, debido a la muerte de varios excursionistas en los últimos años. Pero la vigilancia es casi nula y el guía es caro. Así que si tiene buena forma física, ropa de abrigo y mucho cuidado, puede ascender por su cuenta hasta el mismo redondel de la cima. Este año está activo. Le tomará al menos otra hora y media.
De regreso a Taormina, y tras una cena convincente, no deje de tomarse un cóctel en la terraza de algún hotel con vistas a la bahía de Naxos. Las del Metropole Maison D’Hôtes, en pleno Corso Umberto I, o el Villa Ducale le harán sentirse como Bismarck o Rothschild, que dicen que estuvieron aquí. Las copas son carísimas (16 euros o más), pero merece la pena divagar con la bahía a los pies, apenas iluminada por las farolas de algún barco de pesca y el vislumbre del Etna en noches de luna.
Cuarta etapa
Siracusa-Valle del Noto
Desde Taormina por autopista llegamos a Siracusa (se puede hacer un alto en Catania, pero no es imprescindible: la plaza del Duomo concentra casi todo lo que hay que ver). Mejor ganar tiempo y llegar temprano a la patria de los tiranos Dionisio e Hierón, y dejarse otra vez empapar por los efluvios del clasicismo. La zona arqueológica de Neapolis, a las afueras de la ciudad actual, aglutina todo el tesoro clásico. El deteriorado anfiteatro romano o el altar de Hierón II, un enorme túmulo de piedra donde se sacrificaban hasta 400 toros en honor de Zeus. Y el teatro griego -uno de los mejor conservados del mundo y aún activo-, donde estrenaron sus obras los grandes trágicos como Esquilo. Curiosamente, lo que más llama la atención de los visitantes son las latomías, las canteras de donde se sacaban las piedras para todas estas construcciones excavando enormes cuevas artificiales. La conocida como Oreja de Dionisio da pie a interesantes juegos de acústica (¡chille desde su interior!), lo que permitía, según dice la leyenda, que el tirano espiara a los presos políticos que encerraba allí para abortar sus conspiraciones. También impresiona la Grotta del Cordari, ocupada hasta hace poco por los comerciantes de la ciudad.
Para el que quiera ahondar en la historia clásica siciliana, y muy cerca del yacimiento, está el museo arqueológico, con una colección de estatuas y cerámica admirable. No tiene pérdida. Le sirve de guía el edificio más imponente y de diseño más polémico de Siracusa. Basta levantar la cabeza y toparse con la cúpula cónica del santuario de la Virgen de las Lágrimas, de 80 metros de altura, con aspecto de pabellón de deportes más que de lugar de culto, que tardó 30 años en edificarse. Conmemora un milagro reciente: el de una figura de yeso del Corazón Inmaculado de María que colgaba encima del lecho de un humilde matrimonio, y que derramó lágrimas durante cuatro días en 1953. Tras su contemplación, conviene acercarse a las catacumbas de San Giovanni Evangelista, a escasos 200 metros.
Una vez solventada la asignatura clásica, hay que volver los pasos a Ortigia, la isla que concentra casi todas las maravillas arquitectónicas siracusanas. Separada de la otra parte de la ciudad por el puente Umbertino, andurrear por sus callejas es recrearse a cada paso con palacios renacentistas, iglesias bizantinas y barrocas, algunas restauradas, otras abandonadas, muchas en obras. El mejor ejemplo de esta mezcolanza es la plaza del Duomo, dominada por su impresionante catedral, una verdadera alianza de civilizaciones en sí misma. Su coqueta portada rococó no permite adivinar su sobrio y clásico interior, cuya nave aún se sostiene en las sólidas columnas dóricas del antiguo templo de Atenea del siglo V. A la noche, la plaza se vacía y adquiere un aire de decorado de opereta. Un paseo nocturno saboreando uno de los deliciosos helados que venden en los cafés de los soportales le ayudará a comprender que la felicidad se escribe con minúsculas porque está hecha de estos pequeños momentos.
A la mañana siguiente, lávese bien la cara. Necesita estar despejado para asimilar el atracón de barroco que se va a dar en las ciudades del valle del Noto, declaradas todas ellas patrimonio mundial. La etapa comienza en la propia Noto, nacida de la nada -un terremoto en 1693- y sin otro fin que servir de ostentación a la nobleza terrateniente y al clero que compitieron por ver quién construía edificios más aparentes. Deje el coche a las afueras y atraviese de punta a punta Noto por su avenida principal (Via Marconi-Vittorio Emanuele). La catedral, el palacio Ducezio (actual ayuntamiento), el convento de Salvatore, Santa Chiara, San Carlos Borromeo, el teatro municipal y el palacio Trigona son algunas de las maravillas que va a encontrar. Si luego vuelve sobre sus pasos y recorre en sentido inverso el pueblo por la paralela Via Cavour, repleta de palacios como el Nicolasi (uno de los pocos cuyo interior merece la pena visitar, con un aire de Il Gatopardo inconfundible), habrá completado su primera lección de barroquismo.
La segunda la recibirá en Módica, cuyo duomo se yergue en medio del centro histórico y al que se accede tras una interminable escalinata. Merece la pena el rebufo, porque solo la fachada de la catedral de San Jorge, considerada una de las maravillas del barroco, le dejará perplejo por su elegancia y estilismo. Justo al lado le sorprenderá ver el cartel de «Se vende» en el antiguo palacio arzobispal. Tras tomar un chocolate -caliente o frío- del que se precia la ciudad, tome rumbo a Ragusa, a unos 20 kilómetros. Es mejor comenzar por la ciudad alta o nueva, con su catedral como punto de referencia, y luego descender a la ciudad vieja, también llamada Ibla. Aquí se podrá dar otro empacho de barroco. Desde la catedral de San Giorgio, San Giuseppe o Santa María delle Scale, hasta cualquiera de sus decadentes palacios, como el Zacco, vigilado por sus amenazantes cariátides. Si aún le quedan ganas, puede completar la jornada con una visita a Caltagirone, especialmente empeñada en vender su cerámica, o regresar directamente a Siracusa y, tras una ducha relajante (el hotel tiene que estar necesariamente en Ortigia), disfrutar de una buena cena en alguno de los excelentes restaurantes de la isla fortaleza que perteneció a la corona de Aragón. También hay numerosos pubs y sitios de copas para cerrar la despedida.
Quinta etapa
Agrigento
El camino de Siracusa a Agrigento no es agradable. La autopista que bordea toda la costa de la isla se interrumpe aquí, así que es mejor tomar la ruta interior con Enna como punto intermedio. Esta ciudad, casi desconocida para el turista, produce cierto embeleso. Para empezar, se halla en el emplazamiento más alto de toda Sicilia. Su catedral es un amasijo de estilos, con un templo griego en su interior como base que le dejará boquiabierto. El ayuntamiento, de estilo fascista-mussoliniano, le presta un peculiar contraste. Y muy cerca está el castillo de Lombardía, con las mejores vistas y en muy buen estado. El acceso es gratuito.
A cien kilómetros, y por una carretera en obras, nos espera Agrigento. Nada más llegar hay que buscar el Valle de los Templos, evitando la ciudad alta, y alojarse en uno de los escasos hoteles que hay en la zona. Son cruelmente caros, salvo algunas villas reconvertidas en bed & breakfast como Villa San Marco, una granja surrealista con pavos reales, gansos y cervezas gratis desde donde se divisan los templos principales. La visita al valle está unificada en una sola entrada. Se tarda entre dos y tres horas, que bastan para intuir la grandeza, bajo los capiteles en ruinas y los arquitrabes derribados, que albergaron los templos coloridos de Castor y Pólux, Demeter, Heracles…, aunque, sin duda, los más celebrados ahora, por su excelente estado de conservación, son los de Hera y de la Concordia. Este último le hará sentirse en el escenario de una tragedia griega. Solo, con todo el templo para usted, arróguese el derecho de convertirse en Edipo Rey a punto de cegarse, o Agamenón sacrificando a su hija. O el de Antígona ante la horca, o Clitemnestra tramando el asesinato de su marido.
Los griegos de hace 2.500 años se las gastaban así de turbios en sus juergas teatrales, pero también sabían disfrutar de la comida y la bebida. Siga su ejemplo. Regálese la mejor cena inimaginable en Spizzulio, en el mismo valle. Probablemente no sea el mejor restaurante de Sicilia, pero sí el más insólito. Desde el local, que parece un pub retro, hasta su dueño-camarero-cocinero (hace las tres funciones), de aspecto hosco, pero que cocina unas delicias insuperables. Si aún le queda dinero, explore su carta de cervezas artesanas (cada botella vale 14 euros).
De vuelta a la villa o al hotel, no deje de contemplar iluminados los templos alineados sobre la cresta de esta antigua colonia griega, admirada en su tiempo como la ciudad más bella del orbe. Si es con una copa de champaña en la mano (el que compró en el duty free, ¿se acuerda?) y concierta con su pareja que el amor también son estos engaños escenográficos, habrá culminado un inolvidable viaje a Sicilia (aunque al día siguiente deberá hacer otros 200 kilómetros para tomar el avión en Trapani).
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