Arístides Mínguez Baños www.papeldeperiodico.com 15/04/2014

Cual la generación de las hojas, así la de los hombres.
Esparce el viento las hojas por los suelos y el bosque,
reverdeciendo, produce otras al llegar la primavera.
De igual forma una generación humana nace y otra perece.
Ilíada, VI, 145-149

Homero, mi buen y viejo Homero. Por siempre, Homero. ¿Cómo pudo un ciego ver con tanta hondura el alma de un hombre? Paris dejó el papiro en el que había estado leyendo. Sin salir de la ensoñación que le habían causado los hexámetros del vate de Quíos, reflexionó sobre su propia vida.

A diferencia de los de la generación de su padre, la vida no les había sido demasiado adversa a los nacidos durante o después de las dos Guerras contra los Medos. Sus progenitores sí que debieron batirse por la libertad de la Hélade contra la tiranía. Fueron años terribles, sin duda. Como mancha indeleble estaban la devastación de Atenas y sus demoi, los saqueos y matanzas indiscriminadas,… Pero hazañas tales como Maratón, Salamina, Platea, jamás serían borradas de la memoria de la humanidad. Para eso estaban poetas como sus venerados Esquilo (absurda forma la suya de morir: golpeado en la cabeza por una tortuga, que un águila dejó caer, mientras el trágico sesteaba a la orilla de un mar extranjero), Sófocles (el bienamado por las musas) o el mismo Eurípides. Y también estaban los actores cuales él: Paris el ‘Hipócrites’, el devoto servidor de Melpómene y de Thalía, musas de la Tragedia y de la Comedia.

Helene_Paris_DavidSu nombre no era Paris. Lo habían llamado así por aquella legendaria pantomima en la que su compañía antigua, Los Thespides, parodiaba las bodas de Tetis y Peleo y el subsiguiente Juicio de Paris. Él, aparte de representar el papel de la diosa Tetis, encarnaba también el del pastor troyano, Paris, al que el comediógrafo de la compañía había trazado con rasgos gruesos, convirtiéndolo en un gañán en celo. Estrenaron en el demos de Eleusis, patria, precisamente, de Esquilo y sede de una de las congregaciones religiosas más poderosas del Ática, los Servidores de Deméter y Perséfone, encargados de la celebración de los sacrosantos Misterios Eleusinos.

La apuesta era muy fuerte. Presentarse allí con su carro, que les servía de escenario además de transportar la tramoya, a representar aquella farsa irreverente en plenas Dionisias Rurales era muy arriesgado. Podían enfrentarse, incluso, a ser condenados por impiedad. Pero el taimado empresario y primer actor no erró.

La gente estaba tan harta de guerras y conflictos, tan desmoralizada tras la desolación persa que agradeció aquel soplo de aire fresco, sazonado con sal gruesa, sí, pero condenadamente divertido. Sólo el beaterío local se escandalizó y los denunció ante las autoridades. Fueron apresados por los arcontes, pero la masa acudió en tromba a liberarlos y los pasearon subidos en un carro hasta el ágora, en la que hubieron de volver a representar (por dos veces, tanta era la expectación) El juicio de Paris.

A partir de ahí, gracias al escándalo provocado y a la feliz resolución del mismo, se les invitó a actuar en todos los demoi del Ática y en algunos de la lindante Beocia. La recompensa la recibieron al ser reclamados por los mismos arcontes, que habían intentado detenerlos, a las Grandes Dionisias en la propia Atenas. En un tablado que construyeron junto al Teatro de Dionisos, un coloso en madera que se levantaba en las laderas de la Acrópolis, cuando se celebraban las fiestas.

A pesar de que ese año ganó el agón el divino Esquilo con su trilogía Tebana y su drama satírico, se recordarían aquellas Dionisias por las Dionisias de Paris. El mismo Esquilo acudió a ver su representación dos veces, atraído, al principio, por el escándalo que habían causado, precisamente, en su Eleusis. Luego el autor quedó maravillado de las dotes de aquel adolescente que cautivó a todos con su prestancia, su gracejo, su arte escénico. Sólo tenía 13 años, cuando recibió el nombre que lo haría inmortal: Paris. Esa fue su nueva y radiante personalidad.

Esquilo lo fichó para su propia compañía. De forma natural se convirtió en su erómenos. De su amante aprendió a modular su voz, a proyectarla a través de la máscara, a caminar con elegancia sobre las plataformas de los coturnos. Su éxito fue fulgurante: en dos temporadas se hizo con el cargo de primer hipócrites de la compañía. Lo que levantó en su contra los primeros resquemores.

Como aún no le había cambiado la voz, se especializó en los papeles femeninos. Jamás olvidaría el éxito que tuvo en Siracusa, cuando acompañó a su maestro, reclamado por el tirano Hierón, y presentaron allí Los Persas. Su actuación en el papel de la reina madre, Atosa, viuda de Darío, y, al mismo tiempo, en el de Jerjes, el Gran Rey humillado en Salamina, fue inolvidable. Más de una clepsidra duró la ovación que recibió al quitarse la máscara para saludar.

Luego, le cambió la voz, pero no le abandonó su arte. Esquilo le confió los roles de Agamenón, de Orestes y tantos otros con los que alcanzó gloria imperecedera.

Los celos de la esposa del maestro ante el amor que, según aquélla, duraba ya demasiado, pues Paris hacía tiempo ya que había abandonado la efebía, acabó por distanciarlos. Esquilo viajaba cada vez con más frecuencia a Sicilia y él acabó por entrar como primer actor en la compañía de Sófocles, que había revolucionado el panorama teatral introduciendo un tercer actor en sus dramas.

Esquilo no se lo tomó nada bien. Le supo a cicuta la traición de su antiguo pupilo. Pero Paris no podía desaprovechar este regalo de los dioses. Su viejo maestro estaba anquilosado: sus nuevos dramas parecían nacer ya viejos. La musa comenzaba a abandonarlo.

En cambio, Sófocles estaba lleno de promesas. Cuatro Olimpiadas atrás había irrumpido como un relámpago en Atenas venciendo a Esquilo con su tetralogía en las Grandes Dionisias.

Sófocles, Sófocles, el hermoso Sófocles. A los 16 años fue coregos de un coro con el que la polis quiso celebrar la victoria de Salamina. Justo la misma temática que Esquilo cantó en su inmortal Los Persas.

El muchacho dejó encandilados a todos por su gracia al danzar, con su virtuosismo tocando la cítara, con su dulcísima voz. Y además, por Afrodita, era tan bello. Cuentan que le rompió el corazón a más de una docena de respetables varones.

Sófocles había nacido en el demos de Colono, en el seno de una próspera familia de artesanos y comerciantes. Su padre, Sófilo había hecho fortuna en aquellos años tan convulsos de sangre y fuego, fabricando armas para los hoplitas. Decían que sus armaduras eran las mejores del Ática y que sus espadas no tenían parangón. Incluso hubo quien consideró las victorias en Salamina y en Platea no como fruto de la pericia de los estrategos y del valor de los helenos, sino como muestra de la superioridad de las armas griegas, muchas forjadas en Colono, sobre las medas.

Gracias a los dioses, Niké, la victoria, voluble cual ave migratoria, se había asentado en Atenas y parecía sentirse a gusto. Seguía habiendo contiendas a lo ancho y largo del Egeo, pero los arcontes habían sabido conformar la Liga de Delos y, merced a los esfuerzos de estrategos como Arístides El Justo, Atenas se enseñoreaba sobre todo el Egeo con su armada de trirremes.

sofoclesAsí, Sófocles pudo dejar de lado el oficio paterno y consagrase a servir a las musas. Lo intentó primero como actor, pero, según llegaba a la madurez, constató que su voz era demasiado débil para llegar a todos los rincones del teatro. Sufrió una crisis emocional hasta que encontró su camino: los dioses lo habían designado no como hipócrites, sino como dramaturgo. Y era bueno, muy bueno plasmando sobre el pairo las emociones y acciones de los hombres en su eterna lucha contra los dioses o contra sí mismos o sus semejantes.

Revolucionó el mundo teatral al introducir un tercer actor en el desarrollo de sus tragedias, intentando vencer el anquilosamiento y la solemnidad de los dramas tradicionales, que se le hacían a mucha gente ya tediosos y rancios. Y empatizaba tanto con el alma de la mujer que su arte se desbordaba con los papeles femeninos, alcanzando cotas sublimes. Sus mujeres, sus emociones no dejaban indiferente a nadie.

El arte de los histriones atenienses era tan sublime que los espectadores veían  a verdaderas mujeres en sus personajes, sin que les importara que detrás de la máscara, sobre esos insufribles coturnos había hombres. Sólo hombres.

En esos papeles femeninos brillaba con luz propia Paris, eclipsando a los demás histriones. Parecía don de los dioses el que un mismo actor pudiera representar en una escena a un tirano terrible y, en la siguiente, a una cándida doncella, condenada injustamente. Sólo cambiándose máscaras y vestimenta.

FUENTE: http://papeldeperiodico.com/2014/04/15/melampo-el-mercader-paris-el-hipocrites/