Francisco García Jurado Reinventar la Antigüedad
A menudo, vamos conformando sin darnos cuenta pequeñas colecciones bibliográficas en torno a temas concretos. Esto ocurre, naturalmente, en las bibliotecas que están vivas y a donde los libros llegan por razones diversas, como la amistad, el interés o la casualidad. Tres obras, en concreto, constituyen en este momento la pequeña colección de libros que hablan acerca de la belleza del latín y su literatura más allá de los estrictos cauces académicos: los libros de Wilfried Stroh (2007 y versión española en 2012), Jürgen Leonhardt (2009 y reedición en 2011) y Nicola Gardini (2016 y versión española en 2017). A esta pequeña colección se añade una cuarta sorpresa, más antigua, sobre la que trataré al final de mi ensayo: una guía práctica para los padres cuyos hijos estudian latín a cargo de Michelle Fornaciari (versión española de 1952).
La editora Laura Claravall se puso en contacto conmigo hace ya unos años para que reseñara una obra que acababa de editar en su flamante sello editorial “Ediciones del subsuelo”. Se trataba del libro titulado “El latín ha muerto, ¡Viva el latín! Breve historia de una gran lengua, cuya versión española, a cargo de Fruela Fernández y prologada por Joaquín Pascual Barea, vio la luz en Barcelona el año de 2012. El autor de esta obra es un popular latinista alemán, Wilfried Stroh, infatigable defensor del latín hablado. Stroh nos propone un intenso e interesante paseo por la historia de la lengua latina, que no puede entenderse independientemente de su literatura, desde la Antigüedad hasta nuestros propios tiempos. La sugerente hipótesis que sostiene su historia de las Latinae linguae tiene que ver con una interesante paradoja: el latín tuvo que morir para vivir eternamente. Es decir, el latín tuvo que dejar en cierto momento de ser una lengua “viva” para convertirse en una gran lengua de cultura sin cuyo influjo resulta difícil, cuando menos, explicar qué es la historia occidental. Stroh traza en su libro una amena historia de la lengua latina, sin perder jamás de vista el (difícil) anhelo de que el latín vuelva a ser una lengua hablada y de uso internacional. Este retorno del latín a la “vida hablada” supondría, por tanto, una suerte de culminación de una lengua milenaria y de cultura, que debería recuperar su función original como lengua de comunicación. El siglo XVIII, al crear el concepto de “lengua sabia”, dejó relegado al latín en el grupo de las antiguas lenguas, útiles tan sólo para conocer culturas del pasado. Aquel paso hizo que naciera la moderna filología clásica tal como hoy la conocemos, pero dio un giro radical con respecto al viejo humanismo.
Hace unos meses nos encontrábamos de vacaciones en la preciosa ciudad alemana de Trier, la antigua Tréveris romana. Mientras paseábamos por una de las calles principales, me llamó la atención un libro que se vendía entre otras ofertas a las puertas de una librería. Se trataba del libro titulado Latein. Geschichte einer Weltsprache München, C.H. Beck, 2009), es decir, El latín. Historia de una lengua mundial, escrito por un latinista de Tubinga, Jürgen Leonhardt. Aunque mis conocimientos de alemán están bastante oxidados (¡cómo se olvidan las lenguas si no las cuidas!), sí pude disfrutar de este libro mientras nos desplazábamos desde Trier a Luxemburgo, o luego hasta Metz y Nancy, en lo que fue un inolvidable viaje por la Lorena francesa. Lo que pude ver de característico en este libro fue la orientación filológica que ofrece, especialmente acerca de los diversos tipos de letra usados a lo largo de los siglos para escribir en latín, con profusión de fotografías sobre códices, así como imágenes de eruditos y filólogos. Todo ello constituye un precioso acervo de noticias que, acaso para otro público que no sea el alemán, serían más propias de una historia de la filología clásica que de un libro de alta divulgación. A mí me encantó el libro por esta profusión de detalles que muestran al latín como una fundamental lengua académica cuya milenaria historia depende de la historia de su escritura.
Finalmente, durante una conversación telefónica con Carlos García Gual, fuente inagotable de libros antiguos y nuevos, tuve conocimiento de que un profesor italiano ubicado en la Universidad de Oxford, Nicola Gardini, había compuesto un libro titulado ¡Viva el latín! Historias y belleza de una lengua inútil (Barcelona, Crítica, 2017) donde se hacía un recorrido por la lengua latina de los autores que lamamos “clásicos”. El libro no deja de ser una suerte de historia sentimental de la literatura latina, si bien concebida desde el interés por observar cómo los grandes autores latinos, como Ennio, Lucrecio, Cicerón o Virgilio, se han servido de manera particular de los recursos gramaticales de la lengua para lograr sus propios universos literarios. Así pues, Nardini vuelve a unir dos realidades que quedaron separadas en la enseñanza de los clásicos durante el siglo XIX: el contenido y la expresión. De manera diferente a lo que propone Stroh, Gardini no desea una vuelta al latín hablado, sino este reconocimiento literario que, entre otras cosas, permite entrever el comienzo de la primera bucólica de Virgilio en “El infinito” de Leopardi.
En otra ocasión, mis amigos y colegas Teresa Jiménez Calvente y Ángel Gómez Moreno me regalaron un vetusto y raro ejemplar titulado Latinorum. Guía práctica para los padres cuyos hijos estudian latín (Barcelona, Gustavo Gili, 1952). Su autor, Michel Fornaciari, un profesor de latín, trata de dar respuesta en su obra a esa tópica pregunta de para qué sirve la enseñanza de una lengua antigua. Entre otras cosas ciertamente curiosas, se nos habla acerca del latín de Garibaldi, no de manera diferente a como Stroh nos habla del latín de Carlos Marx, dando a entender de esta manera que la historia del latín también está estrechamente unida a la historia de nuestras modernas figuras históricas gracias a la educación. El libro es, quizá de manera imprevista, una suerte de precursor de nuestros actuales libros de autoayuda, donde se trata de orientar a los padres de los estudiantes de latín a la hora de afrontar momentos tan delicados como los de los exámenes, pero sin perder de vista una idea fundamental: la conciencia de que los muchachos van a adquirir un tesoro cultural, algo que va mucho más allá del mero período académico.
Esta es, en definitiva, mi pequeña e improvisada biblioteca de libros que tienen como asunto básico el papel de la lengua latina en la historia de nuestra cultura occidental. Como podemos ver, a excepción del libro de Leonhardt, todos los ejemplares citados han sido traducidos al español. A menudo, esta traducción se resiente del proceso que supone pasar de una cultura como la alemana o la italiana al mundo hispano. En este sentido, los traductores intentan poner ejemplos más apropiados al nuevo público, como mayor o peor suerte.
Quizá fuera pertinente llevar a cabo un libro de estas características desde nuestra propia circunstancia de lectores hispanos, con referentes tomados de nuestro propio acervo cultural. Al igual que ocurre con la Tradición Clásica, la enseñanza del latín y su literatura presenta características nacionales distintas en cada país. La tarea, sin embargo, no es sencilla, ya desde el mero hecho de poder encontrar un editor valiente que se atreviera a publicar un libro de estas características. Los libros de Stroh y de Gardini parecen haber sido “best Sellers”, en la medida de sus circunstancias. De hecho, el otro día, paseando por la FNAC del centro comercial Madrid Rio2 me encontré varios ejemplares destacados en un expositor de la obra de Gardini. Es cierto que, en lo que a este tipo de ensayos respecta, nuestros editores prefieren guiarse por libros que vengan del extranjero, ya avalados por cierto interés editorial, antes que embarcarse en la creación de un producto propio. En cualquier caso, al margen de que llegue a existir un libro propio sobre este asunto en España, hay toda una historia cultural subyacente, a menudo ingrata, pero poblada de pequeños hitos que la harían, con seguridad, inolvidable. Recuerdo la jocosa crítica que Moratín hacía acerca de un falso erudito en su Derrota de los pedantes. El “sabio” en cuestión, utilizaba la frase horaciana Pauperiem pati (“soportar la pobreza”) con un sentido bien errado y bien castizo: “pauperiem (“la pobreza”) pa-ti (“para ti”), que yo no la quiero”. Y no me olvido del glorioso comienzo del Quijote traducido al latín macarrónico que compuso aquel inmortal alcarreño llamado Ignacio Calvo: “In uno lugare manchego, pro cujus nomine non volo calentare cascos…”. El latín, de maneras harto peculiares, también ha formado parte de la historia de los españoles.
En fin, lo dicho, que más latín y menos barbarie. DIXI. FRANCISCO GARCÍA JURADO, CATEDRÁTICO DE FILOLOGÍA LATINA DE LA UNIVERSIDAD COMPLUTENSE.