www.diariodesevilla.com 04/09/2005
Es obligación de las generaciones volver la vista al legado de aquellos que nos precedieron, para releer, si se trata de libros, las palabras que nos dejaron los autores que vivieron antes que nosotros, su testimonio, su enseñanza, su guía. Pero una cosa es reinterpretar, con la mirada puesta en el presente, las obras heredadas, y otra muy distinta es reescribirlas, salvo que –como en el magistral relato de Borges– el resultado de la reescritura sea idéntico al original. El papanatismo, la pereza o la falta de imaginación de los creadores contemporáneos –a la suma de todo ello le llaman posmodernidad– les lleva a veces a revisitar, así lo dicen, las fábulas de los antepasados, no para leerlas, como hacemos todos, y aprender de ellas, sino con el absurdo propósito de corregir, bajo coartada pedagógica, la letra inmutable de los clásicos. Los resultados, convendrán con nosotros, suelen ser desoladores. Ocurre igual, por poner un ejemplo paralelo, con esa moda nefasta que promueve las recreaciones libérrimas del teatro antiguo, donde los austeros personajes de las tragedias aparecen encarnados por saltimbanquis descoyuntados, travestidos –qué horror– de pandilleros juveniles, de cortesanas achulapadas, de cosmonautas pendoneando por el espacio tiempo.
Se queda uno perplejo leyendo los desmesurados elogios que ha merecido esta relectura de la Ilíada, algunos de ellos debidos a doctos conocedores de la literatura antigua, que para colmo, en algún caso, se han adelantado a las más que previsibles objeciones ajenas arremetiendo contra el purismo de los "cancerberos de la filología". Trataremos a continuación de justificar nuestras reticencias. Alessandro Baricco (Turín, 1958) es un narrador de éxito que ha trascendido las fronteras italianas con novelas como Seda, un long seller en varias lenguas, u Océano mar. Un día, se propuso hacer una lectura pública de la Ilíada de Homero, el poema fundacional de la literatura griega y europea, pero enseguida comprendió, nos dice, que "el texto era ilegible", y entonces se propuso "adaptarlo", poniendo en práctica "una serie de intervenciones" de las que nació, pasada la ocasión de la lectura, su Homero, Ilíada. Baricco es un hombre cultivado y sensible; esto, aun sin conocer su obra anterior, salta a la vista. Su Ilíada es un libro hermoso y bien escrito, sabiamente contado, emocionante y conmovedor…, sólo que no es "la" Ilíada. Baricco, claro, tampoco es Homero, pero en el ejercicio de releer a los griegos ni siquiera se ha acercado, como veremos, a su compatriota el gran editor, narrador y ensayista Roberto Calasso.
Para cumplir su laudable pero mal realizado propósito de divulgar, entre los lectores contemporáneos, la venerable materia de Ilión –véase, como feliz contraejemplo, la excelente Guerra de Troya de Robert Graves–, Baricco intervino en el original en varios sentidos: interpolando unas pocas adiciones –incluido un capítulo final, tomado de la Odisea, donde Demódoco narra la caída de la ciudad–, cambiando a primera la persona del narrador, eliminando las "asperezas arcaicas" del estilo que son –como en el caso de los templos dóricos o de los coros de Esquilo– uno de los fundamentos de su encanto perdurable. Pero la más grave y arbitraria de las intervenciones, a nuestro juicio, es la que le llevó a eliminar la presencia de los dioses para alumbrar, qué disparate, una Ilíada laica.
En una excelente colección de ensayos del mencionado Calasso, La literatura y los dioses, se refería éste a la imposibilidad de explicar lo humano sin referirse a lo divino, tomando ambas categorías en un sentido amplio. Pero es que los dioses homéricos, al contrario por ejemplo que los epicúreos, son fieramente humanos, y como tales aman, odian, sufren, lloran, se engañan y se solazan, copulan y hasta pecan, ay, contra natura. En el curso de la guerra, cuyo origen mítico se remonta a una querella entre diosas, ayudan a unos combatientes y perjudican a otros. De modo que es literalmente imposible hacer entender la Ilíada sin atender a esta dimensión, que forma parte de la entraña misma del poema homérico, de su recepción y del mundo en el que nació, que es todavía, no lo olvidemos, en muchos sentidos, el nuestro.
Luego del relato, Baricco añade una breve e interesante nota final –Otra belleza. Apostilla sobre la guerra– que sin ser tampoco estrictamente novedosa, aporta una bien razonada reflexión en torno a la presencia y la fascinación de la guerra en el poema homérico, y aunque quizá sea excesivo hablar del "lado femenino" de la Ilíada, es verdad que los griegos nos legaron, "entre las líneas de un monumento a la guerra, la memoria de un obstinado amor a la paz", a menudo encarnado –pero también o sobre todo en Aquiles– en las mujeres que observan, con cuánta dignidad, la ceguera de los bravos combatientes, su dramático pero voluntario destino de guerreros inmolados. Sólo tomando conciencia de la belleza atroz pero innegable de la guerra, argumenta Baricco, será posible acabar con ella: "Construir otra belleza es tal vez el único camino hacia una auténtica paz. Demostrar que somos capaces de iluminar la penumbra de la existencia sin recurrir al fuego de la guerra. Dar un sentido, fuerte, a las cosas, sin tener que llevarlas hasta la luz, cegadora, de la muerte". Pero estas juiciosas conclusiones no precisaban para nada de la alteración del poema.
Durante milenios, el relato de Homero ha obrado el prodigio de fascinar a los lectores tal como salió, luego de un secular proceso de composición, de las manos del aedo ciego. ¿Por qué habríamos de necesitar nosotros, a estas alturas, una glosa mutilada? ¿Qué sentido tiene adaptar a la mentalidad o el gusto contemporáneos lo que siempre se entendió? ¿Qué nos falta, qué hemos perdido? Quizá la sabiduría, la humildad o la paciencia para escuchar a los padres sin obligarles a prescindir de sus palabras, que son, en este caso, las palabras inaugurales de la cultura occidental. El empeño de Baricco, así pues, además de innecesario, es perfectamente inútil, a pesar de su encomiable pulcritud, tanto más por causa de ella.