J. Félix Machuca | Sevilla www.abc.es 22/10/2005
Aquellos martillos que vio en manos de los jóvenes y niños que trabajaban en las minas de hierro de Munigua y ayudaron a enriquecer su existencia son hoy, más de dos mil años después, los mismos que vemos en el Museo Arqueológico de Sevilla. Forman parte de la exposición que celebra los cincuenta años de excavación continuada en la ciudad por el Instituto Alemán de Arqueología. A principios de nuestra era, la ciudad bética de Munigua, Municipium Flavium Muniquense, era una emergente comunidad que labraba su prosperidad sobre el hierro de sus yacimientos. Su generoso subsuelo había proporcionado, en primera instancia, cobre y, posteriormente, hierro. Tan abundante y aceptable que se exportaba vía fluvial hasta las lejanas tierras de Roma, quedando en la Bética el mineral necesario para satisfacer las necesidades locales y la de los carpinteros de ribera que, a lo largo del Betis, trabajaban para tan lucrativo negocio minero.
Lucius Fulvius Genialis había sido un excelente administrador de la fortuna de su amo, Fulvius, quizás un rico empresario minero local de origen itálico. Su buena disposición para los números, la honrada actitud de su servicio y la lealtad casi ibérica que le había proporcionado a los intereses de su dueño debieron comprar su libertad. Solo así pudo pensar en tener mujer, familia y derechos. Pese a que, jurídicamente, seguía vinculado a su amo como especie de hijo adoptivo. L. F. Genialis jamás cogió un pesado martillo para picar mineral. Pero a diario veía cómo esclavos y libertos con peor suerte que él lo hacían. Con absoluta seguridad puede mantenerse que salir de semejantes filones con vida y con la cédula de hombre libre en las manos era casi un milagro. Lucius veía entrar en las galerías de aquellas minas en continua explotación (con turnos diversos a lo largo del día) a esclavos capturados en las últimas refriegas militares o a hombres que se habían enemistado gravemente con la justicia. Hombres jóvenes, apenas muchachos, capaces de soportar por algunos meses o pocos años las exigencias de un trabajo brutal. Los veía allí esforzarse con los pesadísimos mallei (martillos de piedra dura y de forma oval) manejando cuñas de hierro y pequeñas piquetas, portando espuertas y palas para recoger el mineral. Los veía allí hasta que dejaba de verlos…
Porque entrar en aquel infierno de humedad y tinieblas, cerca ya de los dominios del Dis Pater (Padre Rico, dios del submundo asociado al infernal Pluto) con templo en el Foro de Munigua costeado por la fortuna casi petrolera que manejaba un rico hombre local llamado Lucio Valero Firmo; porque entrar en aquel infierno, decía, y salir con vida era alimentar una esperanza casi imposible. A veces, mientras apuraba una copa de vino caliente con miel y tonificaba su espíritu con la visión de un bosque de pinos y alcornoques que sumergía a la ciudad, solía pensar, con indiferente resignación, que las minas eran los lugares donde más trabajo tenía la barca de Caronte. Se entraba vivo y se salía con los pies por delante. No fue nunca su caso. Estuvo cerca de las minas pero no dentro. Estuvo al lado del negocio y llegó a entenderlo tan bien, tan ventajosa y ordenadamente que, con la libertad en la mano, pasó a convertirse en uno de los hombres más afortunados y emergentes de la ciudad de Munigua. El mismo sistema que lo había esclavizado le permitió no solo ganar su libertad, sino también un puesto sumamente importante en la sociedad de aquel rico municipio minero.
Fue sacerdote de Munigua y, como un gesto de su poder, inteligencia y subordinación, mandó labrar una estatua con plata bética a la Fortuna Crescens Augusta. Divinidad esta asociada al culto imperial y que honraba las virtudes más afortunadas de los emperadores de Roma. No sería descabellado imaginar aquella deidad como una figura adornada por la generosidad y abundancia que rebozaban de los cuernos de la Fortuna. En su ciudad, en Munigua, han aparecido testimonios arqueológicos que atestiguan el honroso presente de Lucius a la Fortuna Crescens Augusta.
Sostiene la arqueología que la riqueza minera de la zona atrajo a inversores y negociantes de los más diversos ámbitos del imperio. Si al reclamo del oro y la plata americana se movilizó España y parte de Europa, en aquel tiempo ocurrió igual con los minerales hispanos, verdadero Potosí para la ambición romana. Aquel aluvión de buscadores de oro, plata, cobre e hierro consolidó en Munigua una élite municipal formada por familias que controlaban las minas, la producción y sus operarios. Así por ejemplo conocemos a familias vinculadas a la minería como Valeria, Aelia, Licinia o Quinta, entre otras. Un tal Lucius Quintius Rufus fue miembro del senado municipal y pudo estar vinculado a la explotación minera a base de esclavos y de libertos. En la epigrafía de Munigua aparecen libertos que podrían haber sido mineros o vinculados a los trabajos administrativos de las minas, tales como Saltius, Tertivis y Lucius.
Las labores sacerdotales de L. F. Genialis las desconocemos. Pero resulta hasta cierto punto revelador el hecho de que una ciudad absolutamente minera como Munigua tuviera templo dedicado a Dis Pater. Esta deidad del submundo no era latina. Los romanos acabaron sincretizándolo con Pluto, dios del infierno. Y es posible que su culto ya fuera común en época turdetana. Parece que es de origen céltico y, en cualquier caso, nada común en la España romana. Dis Pater (el Padre Rico) es de alguna forma el señor de las entrañas de la tierra, que la minería viola para obtener beneficios. La otra cara de esa divinidad es la propia tierra, Ceres o Demeter, principio femenino que propaga la vida por la naturaleza. Es cierto que de nuestro sacerdote liberto de Munigua sabemos poco. Así como de los cultos que dirigió. Pero viendo los mazos de mineros que muestra la exposición intuimos lo que llegaron a simbolizar en su vida. Las llaves, ni más ni menos, de su pasado y futuro. Gracias a ellos pasó de ser esclavo a hombre libre en una lejana ciudad minera de la Bética llamada Munigua.