Daniel Pérez | Cádiz www.lavozdigital.es 25/09/2010
El descubrimiento es digno de un relato literario. Pero la ‘señora’ todavía esconde algún misterio: ¿Y si fuera, en realidad, un hombre?. Mañana se cumplen 30 años del mayor hallazgo arqueólógico del siglo XX en la provincia.
A cada genio le corresponde una obsesión. Un teorema, una fecha, una clave, una nota, un color. La del arqueólogo Pelayo Quintero Atauri tenía forma de mujer. Desde que llegó a Cádiz, en 1904, su principal empeño había sido encontrar la réplica femenina del sarcófago fenicio que ejercía de estrella central del Museo. Aunque excavó necrópolis púnicas y romanas, recuperó joyas de oro de los ajuares funerarios de los hipogeos, urnas, ánforas, ungüentarios y lucernas, e incluso estableció la primera tipología exhaustiva de enterramientos gaditanos, Pelayo Atauri se ‘autoexilió’ a Tetuán en 1939 con esa obsesión intacta. Nada. Ni rastro de la chica que buscaba.
El 26 de septiembre de 1980, en un solar de la antigua calle Ruiz de Alda, los dientes metálicos de una excavadora quebraron lo que parecía una enorme placa de mármol. El operario introdujo la mano en uno de los huecos y extrajo trozos de hueso. Avisó a las autoridades. Pero era el mediodía de un viernes, y Ramón Corzo, tras ordenar que se paralizaran las obras, pospuso la visita de inspección hasta después del fin de semana.
Cuando, el lunes siguiente, acompañado de buena parte de su equipo, Corzo descubrió, tallada en la piedra, la serena belleza de un rostro de mujer, se dio cuenta de lo maquiavélico que puede llegar a ser el destino: el sarcófago estaba justo debajo de la casa de Pelayo Quintero. Las raíces de las palmeras que el arqueólogo ordenó plantar para darle sombra al patio habían terminado, buscando el asiento húmedo del terreno, por sortear la tapa y calar en el poso último de los restos.
La anécdota adquiere, así, el significado de una fábula con moraleja. Felipe Benítez Reyes escribe en ‘Mercado de Espejismos’: «Quintero Atauri tuvo, en fin, un sueño, pero nunca supo que dormía sobre ese sueño.. Jamás se nos ocurre mirar la tierra que pisamos cada día de nuestra existencia, aunque la mayoría de las veces esa tierra pisoteada es el único tesoro accesible: un lugar insignificante en el universo».
El potencial literario del asunto era tal que Fernando Quiñones le dedicó un cuento ( ‘Los perdedores’), y Pilar Paz Pasamar, algo más tarde, otro.
Casi todos los grandes descubrimientos llevan aparejada su dosis de leyenda, y han contado con el concurso de la suerte o la casualidad. Pero en muy poquitos de ellos el relato es tan redondo, tan eficaz, que acaba por encubrir la verdadera dimensión científica del hallazgo.
El precedente
Los sarcófagos antropoides de Cádiz son los únicos ejemplares de ese tipo encontrados hasta la fecha en España. En toda Europa sólo existen, además de los que se exponen todavía juntos en el Museo Provincial, algunos (de peor calidad) en Sicilia. La mayoría de los investigadores piensa que las piezas gaditanas son importaciones del Mediterráneo Oriental o del sur de Italia, lo que confirmaría el destacado papel de Gadir en el mundo fenicio. No obstante, también hay quien ha defendido la presencia de un taller local. En cualquier caso, está claro que las personas que podían permitirse el lujo de ser enterradas en este tipo de sarcófagos pertenecían a la clase dirigente, pese a que los ajuares que poseían fueran muy escasos. El propio contenedor del cuerpo era por sí solo un elemento de prestigio al alcance de muy pocos.
El hallazgo del sarcófago antropoide masculino se produjo de manera casual, como consecuencia de los desmontes realizados en Punta de la Vaca, en 1887. Este descubrimiento fue el que llevó a pensar a Pelayo Quintero, años más tarde, que esa pieza no podía ser única en Cádiz. La que despertó su interés y fijó su obsesión.
En la tapa del sarcófago femenino que encontraron Corzo y su equipo se distinguían claramente los rasgos físicos de una mujer. La cabeza, en altorrelieve, corresponde a una joven peinada con tres filas de bucles en forma de bolas. Los ojos grandes, los párpados gruesos, la nariz recta y la boca simple le dan un aire hermoso y sereno. El cuello queda marcado por una pequeña depresión que imita el borde superior de la túnica. La poca policromía que permanecía intacta era la del pelo, de color rojizo. Ramón Corzo, por entonces director del Museo, recuerda con detalle la sorpresa que les supuso: «En realidad, nadie esperaba encontrar allí (en un solar sin restos aparentes de otra ocupación que no fuera moderna), un sarcófago antropoide, la pieza más destacada de toda la arqueología fenicia». Después de rellenar el interior del sarcófago de arena limpia, para proteger los restos, Corzo encargó la limpieza de los sillares y de la parte superior del enterramiento, su traslado al Museo y el vaciado y análisis del ocupante del sarcófago».
Una nueva generación
Esa tarea correspondió al arqueólogo Antonio Álvarez, quien se la tomó con tanta precaución que excavó el interior «con un pincel y una cucharilla». Al igual que para Corzo, la velocidad a la que pasó todo no le hizo ser consciente de que estaban «ante el hallazgo arqueológico más importante de Cádiz en el siglo XX». «Lo único que queríamos era cumplir con nuestro trabajo en esos momentos. Más tarde, cuando la gente empezó a preguntarnos ‘¿Oye, tú estabas allí?’, comenzamos a darnos cuenta de la repercusión que había tenido el tema».
Corzo y Álvarez coinciden con el análisis de Juan Alonso de la Sierra, que habla del sarcófago femenino como un revulsivo importante para un Museo que, por entonces, se encontraba en plena transformación. «Fue una suerte, y creo que marcó a toda la generación de arqueólogos, como Antonio Álvarez, Luis Parodi, Paco Blanco, Ángel Muñoz, Antonio Sáenz, o Carmen García Rivera, que estaban allí y que luego se han hecho un nombre en esta profesión».
«Para muchos de nosotros fue un empujón definitivo», explica Lola López de la Orden, actual conservadora del Museo y que, recién licenciada, estaba por entonces viviendo su bautizo de fuego. «Nos íbamos de casa a las ocho de la mañana y regresábamos a las diez de la noche, pero totalmente encantados y felices, porque el sarcófago nos entusiasmaba». Aunque era voluntaria y trabajaba «por poco más que un bocadillo y una Coca Cola», el descubrimiento fue el resorte que la hizo ver que «ésta era una vocación demasiado fuerte», y la obligó a continuar en el tajo. Carmen García Rivera, que hoy dirige el CAS, admite que cada vez que pisa el Museo no puede evitar echarle un vistazo a la pieza y decirse: «Yo estuve allí».
Cuestión de sexo
El tirón popular del hallazgo (ese mismo año, en Carnaval, ya había gente disfrazada de Dama) también ha hecho que pasen desapercibidas las reservas del propio Antonio Álvarez, posteriormente director del Museo, sobre la rotundidad con que se afirma que lo que yacía dentro del sarcófago era una mujer. «Yo estuve analizando los huesos, no sólo porque tenía muy recientes mis cuatro años de Medicina, sino porque por entonces me dedicaba a la antropología física. Lo que todo el mundo sabe es que en antropología física, un solo individuo no delimita con exactitud el sexo. Hay que hablar en series estadísticas. No obstante, el esqueleto de la persona que estaba allí enterrada presentaba indicios de una musculatura fuerte, con una apófisis mastoides muy desarrollada, y eso puede indicar, normalmente, que se trata de un elemento masculino. Pero, como digo, no se puede asegurar radicalmente».
Ramón Corzo confirma que, lo que se ha estudiado al respecto hasta el momento, «no permite arriesgar conclusiones definitivas». Por ejemplo, «las caderas, una de las partes de la anatomía humana que mejor permite identificar el sexo, no estaban bien conservadas, eran los huesos que más se habían desecho por la acción de las raíces de las palmeras». Aun así, invita a las instituciones «a retomar el asunto, a recuperarlo, porque hoy en día sí hay métodos modernos y eficaces que nos permitirían solventar esas dudas, y otras». Corzo se refiere a las que también se tuvieron, en los 80, sobre si los restos que albergaba el sarcófago masculino podrían pertenecer a una mujer.
Antonio Álvarez afirma que no sería descabellado pensar que las familias pudientes del Cádiz fenicio de la época no encargaran estas piezas de lujo ‘a la carta’, sino con independencia del sexo del receptor. Es posible, quién sabe, que la Dama de Cádiz sea un hombre, y el ‘Señor’, una mujer. Los sueños, incluidos los de Pelayo Quintero, siempre terminan cuando y como ellos quieren.