Aldo Cazzullo publica ‘Roma, el Imperio infinito’, un repaso por el legado cultural, militar, político y arquitectónico que dejó en el viejo continente la Ciudad Eterna
Manuel P. Villatoro www.abc.es 19/06/2024
Aldo Cazzullo resplandece bajo el sol madrileño. El vicedirector del ‘Corriere della Sera’ pasea por la Feria del Libro recién llegado de Italia para presentar su nuevo ensayo: ‘Roma, el Imperio infinito’ (HarperCollins). Y no se amedrenta pese a jugar fuera de casa. El periodista, autor de una veintena de libros sobre el pasado de su país, está convencido de que el viejo Imperio regó de cultura y tradiciones toda Europa, pero también de que su legado sigue vivo en parques como el que hoy pisa. Que si una estatua por aquí, que si un estilo arquitectónico por allá… Nos habla de emperadores, de la expansión del latín y de mil cosas más. De su discurso, sin embargo, se pueden extraer los axiomas que llevaron a la Ciudad Eterna a dominar el viejo continente, y van desde una revolución militar, hasta la integración.
–¿Por qué se convirtió Roma en un gran imperio?
Para empezar, por la profesionalización del ejército. Los romanos sabían hacer y pensar la guerra. El legionario romano no era un héroe, era un soldado, un militar de profesión. Soldado deriva de ‘solidarius’, el que trae una paga. Su objetivo no era una muerte gloriosa, era una retirada tranquila para disfrutar de la tierra y el oro robados al enemigo. Y el general no buscaba ganar o morir, sino obtener la victoria a golpe de estrategia; era un organizador, un ‘manager’. Además, todos ellos luchaban y morían por algo más grande que ellos: Roma. Eso es clave.
–¿También fueron pioneros a nivel político?
Claro. Aunque fue una monarquía, Roma como tal nació con la república. ‘Res pública’, la ‘cosa pública’. Allí nació la idea de que el Estado era de todos. Fueron pioneros hasta en el lenguaje: emperador, pueblo, ley, senado, capitolio, presidente, socialismo, fascismo… Todo deriva del latín. La primera democracia en la historia fue la república de Roma. Era el pueblo, y no el Senado, quien elegía a los magistrados y quien hacía las leyes. El problema es que el territorio se expandió demasiado para poder ser regido por aquel aparato político.
–¿Era Roma más que una urbe?
Roma no fue una ciudad, fue una civilización, un sistema, una idea. Las últimas palabras de Máximo Décimo Meridio en ‘Gladiator’ describen esta idea a la perfección: ‘Había un sueño que era Roma, y se hará realidad’. ¿Cuál era el sueño romano? El gobierno del mundo, la paz universal. Una comunidad grande y un mundo conocido en el que no hubiera guerra.
–Pero también tenía su lado oscuro…
No quiero idealizar. Roma era también sangre, violencia, dominación, colonialismo, esclavitud… Pero el sueño sigue vivo. Vive en nuestra lengua, nuestros edificios, nuestras palabras, nuestros pensamientos… La idea de un mundo global, multicultural y multiétnico donde los problemas se afrontan juntos es muy moderna y sigue todavía en alza. Y los problemas que tenían entonces son los mismos que los de hoy. La inmigración, por ejemplo, o la guerra permanente.
–¿Cómo solventaban el problema de la inmigración?
Con la integración. Era posible convertirse en romano fuera cual fuera tu origen, el color de la piel o el dios al que rezaras. Los romanos no eran racistas, quizá tan solo con los godos, considerados demasiado altos y demasiado rubios [ríe].
–¿Y a nivel geográfico?
La estrategia de los romanos, tanto durante la república como durante el imperio, fue convertir a los pueblos derrotados en aliados. Eso es algo que los americanos hicieron con los italianos, los japoneses, los alemanes… Para los romanos lo importante no era la ocupación de los territorios, lo importante era la influencia político cultural: el poder sobre las almas y la economía.
–Esa integración sucedía también a nivel militar…
En efecto. Roma luchaba contra los bárbaros con ejércitos compuestos por bárbaros. En ese sentido era un imperio integrador; un ejemplo es que podían mantener su grito de guerra. A cambio, los comandantes sí eran de la Ciudad Eterna. Cuando cayó el imperio, aunque a nivel cultural sostengo que nunca cambió, lo hizo porque había demasiados enemigos y era imposible hacer frente a todos ellos.
–También hubo integración en las más altas esferas. De hecho, se dice que uno de los mejores emperadores era hispano. Usted, en cambio, sostiene que los italianos son los herederos de aquella idea. ¿No le parece injusto con el resto de pueblos?
Sí. Adriano, Trajano o Teodosio eran hispanos. Y Séneca, el filósofo más grande de la Roma antigua, también. Es cierto que los italianos no somos los herederos directos porque hubo otros pueblos que se mezclaron: godos, árabes, griegos… Pero somos herederos a nivel moral. En todo caso, Roma vive en toda Europa a través de nuestros pensamientos, lenguas, edificios, estilos arquitectónicos… Occidente es una construcción que se rige sobre los cimientos del imperio. Si nosotros rezamos a Jesús, si el Papa está en la Ciudad Eterna, es porque se hizo cristiana.
–¿Ayudó el cristianismo a su expansión?
Sin duda. Es verdad que algunos emperadores persiguieron a los cristianos porque en principio no comprendían esta creencia. En realidad es lógico. Para Roma la pobreza era una condena; para los cristianos, una virtud. El cuerpo, en lugar de ser admirado y ungido con aceite, se convertía en el símbolo de la material, algo malo. Y la cruz, que representaba la muerte más dolorosa, humillante y atroz, se transformaba en el símbolo de la salvación y la esperanza. Pero un emperador muy inteligente, Constantino, entendió que esta religión no se podía destruir y que debía ser abrazada. Comprendió que era clave como instrumento de poder y de control social. Antes, en todo caso, Pablo y Pedro habían ido a Roma porque era el centro del mundo. Fueron enterrados allí.
–Pero, durante siglos, fueron integradores también en ese sentido…
Los romanos no imponían sus dioses a los extranjeros; aceptaban los del resto. Por cada dios había una patria. Isis en Egipto; Mitria en Persia; Yahvé en Judea… El dios cristiano era un dios celoso, que rechazaba al resto. Por eso fueron perseguidos hasta Constantino, cuando todo cambió.
–Roma se apoyó también en los mitos fundacionales. ¿Fueron útiles para unificar el imperio?
Cuando Augusto fundó el imperio, los romanos buscaban un padre. Algunos decían que debía ser Aquiles, el más fuerte; otros, que ese honor correspondía a Ulises, el más inteligente. Virgilio prefirió a Eneas, el más piadoso. La ‘pietas’ romana incluía misericordia, lealtad, responsabilidad, fuerza moral… Eneas no era un ganador, era un héroe derrotado que huyó de una patria destruida, Troya. Pero se fue con su hijo de la mano y su padre sobre sus hombres. Es decir, que se preocupaba del pasado y de los descendientes. Por eso fue el seleccionado, y por eso Dante lo escogió como guía a través del infierno y del purgatorio.
–¿Qué nos queda de Roma en Europa?, ¿qué diría un romano si viera los resultados de las elecciones de hace unas semanas?
La derecha y la izquierda son categorías modernas, pero existían ya. César era el jefe de lo que ahora podríamos llamar izquierda; era partidario de distribuir de forma gratuita el pan. Los senadores, a cambio, representaban a la aristocracia. Quiero subrayar que los romanos tenían un grave problema que no ha desaparecido: la inmigración. Ellos lo resolvieron con la integración: todo el mundo podía convertirse en romano fuera cual fuera el color de su piel, su origen o el dios al que rezara. Es verdad que hubo emperadores que expulsaron inmigrantes. Augusto fue uno de ellos; decidió que solo se quedarían los que trabajaban y que había que proteger a los profesores y a los médicos. A cambio, sacó del imperio a los adivinos y los cuentacuentos. Me pregunto qué opinaría de los periodistas…
–¿Creían los romanos que eran mejores que los pueblos bárbaros?
Los romanos estaban convencidos de su superioridad, pero pensaban que todos podían convertirse en romanos. César fue el primero en dar la ciudadanía a los italianos del norte. Virgilio nació bárbaro, galo cisalpino, pero eso cambió con él. Y con Caracalla, toda la gente que vivía en el imperio se convirtió en ciudadana. Eso fue clave. Cuando entrevisté a Santiago Abascal me dijo que apoyaba la integración, pero solo la de aquellos que podían ser integrados: la esfera iberoamericana. Estaba convencido de que era más difícil con los árabes y los africanos.
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