Lidia Ballester www.lacolumnata.es 18/02/2013
Distraída, sentada en mi sillón de trabajo, el cuello se me carga un poco y giro la cabeza, en un acto involuntario, hacia la izquierda. Por la ventana entra un sol avasallador, hacia la derecha. Mis virginales ojos se posan, de manera fortuita, sobre el lomo de un ejemplar de las Metamorfosis de Ovidio. Lo que hasta ese momento estaba mirando a través de la pantalla del ordenador comienza a dejar de tener sentido. Me sumerjo en el mundo ovidiano de tiernos amores. Ovidio, el preceptor del lascivo amor, el maestro en el arte de amores.
Es muy probable que asociemos la figura de Ovidio a la mitología clásica, pero a lo largo de la Edad Media y, dentro de esta, en el siglo XII (conocido como ‘aetas ovidiana’), este cantor era el maestro de la seducción. Su Ars amandi (Arte de amores) llegó a ser modelo de imitación y también se enseñaba en las escuelas. Este manual de conquista está dividido en tres libros y más de uno hoy en día sería capaz de poner en práctica sus enseñanzas. El primer libro instruye a los hombres sobre cómo encontrar y conquistar a una amante. El segundo, sobre cómo retenerla. El tercero, dedicado a las mujeres, sobre cómo conservar a un amante. Es indiscutible la misoginia que rezuma la obra: la mujer es un trofeo sexual, un desahogo físico, pero hay que tener cuidado a la hora de elegir dicho trofeo. Recordemos que en la Roma del primer emperador, Octavio Augusto, las relaciones con esclavas, prostitutas y libertas no se consideraban adulterio, lo cual quiere decir que los hombres podían dar rienda suelta a su imaginación y necesidades con estas mujeres, pero nunca con una matrona o mujer casada, que quedaba relegada a la honrosa tarea de la procreación.
Así, los esposos, en un ensalzado acto de estoicismo, jamás debían dejarse dominar por la pasión sexual entre ellos. La mujer quedaba al margen y no existía ningún miramiento relacionado con sus necesidades fisiológicas. En cambio, el hombre podía desahogar su naturaleza con mujeres de baja condición. Pero si el susodicho no era muy docto en las tareas de la conquista, podría acudir a ciertos manuales que le facilitarían en extremo la mundana tarea del cortejo femenino. Y ahí es donde entra la utilidad del Ars amandi del nasón.
Tanto en una obra del siglo XII erróneamente atribuida a Ovidio, llamada Pamphilus de amore, como en De amore, de Andreas Capellanus, de finales del siglo XII, o en el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita, del siglo XIV, encontramos la herencia ovidiana de recomendaciones para una conquista infalible, tales como la importancia de cultivar amistades comunes con la mujer, incluso con el propio marido, el alardeo del valor propio, las promesas vanas, la presión “sensual” que puede llegar incluso a la violación, la ocultación de infidelidades y, cómo no, el empleo de una alcahueta o tercera experimentada, a la que, bajo ningún concepto, hay que seducir, y por eso se prefieren las viejas (no olvidemos a la “vieja puta” Celestina). Resulta, así mismo, interesante el comentario que don Amor hace sobre el tipo de mujer ideal en el Libro de buen amor: “Que sea en la cama muy loca y en la casa muy cuerda” (c. 446 a).
Pero en la Edad Media, el Ars amandi ovidiano se ve modificado, pues ahora lo importante es amar a un ser virtuoso, que transmita al pobre amador todos sus dones y lo ennoblezca. Esto entroncará de manera directa con el amor cortés, que contagia de su platonismo y servidumbre a toda la poesía de finales de la Edad Media.
No es casualidad que Ovidio escoja como guía en su Arte de amores a Apolo, en su faceta de dios del amor, pues más allá de ser un tratado de amores, Ovidio pretendió ridiculizar el sistema instaurado por el emperador para lograr una Roma “libre de pecado”. Apolo era el protector de Augusto, y este dios, ligado a los deberes militares, es utilizado por Ovidio para guiar y animar a los amantes.
Apolo es un motivo recurrente en otros momentos de la obra de nuestro poeta. Ligado a Dafne, en las Metamorfosis, Apolo corre tras esta cándida ninfa, muerto de amor, y la desdichada Dafne antes prefiere transformarse en laurel que sucumbir a los embistes del dios. Apolo, con sus lágrimas, abonará la tierra que cobija los miembros de la joven, ahora convertidos en raíces, ramas y verdes hojas palpitantes. Partiendo de aquí, Garcilaso de la Vega, en pleno Renacimiento español, en su famoso soneto XIII, “A Dafne ya los brazos le crecían”, se sirve de esta metamorfosis para exponer su propia situación amorosa. El dolor, el sufrimiento de amor a causa del desdén con que lo trata la amada. Utiliza, además el tópico del amor cortés y lo funde, una vez más, con la herencia ovidiana y el ideal de sencillez que Juan de Valdés proclamada en su Diálogo de la lengua (escribo como hablo). Es sencillo sin caer en lo vulgar.
Al parecer, además de la inspiración ovidiana, Garcilaso capta en su soneto el mismo instante de la transformación que el pintor florentino Antonio Pollaiuolo en su pintura Apolo y Dafne, del siglo XV. Es muy probable, pues, que contemplara esta obra cuando componía en Nápoles este soneto. Pero esto es solo una hipótesis.
Apolo no consigue consumar su amor con Dafne, pero otros dioses sí que lo harán, y entre todos ellos se alza Zeus, símbolo de la insaciabilidad y de la imposible satisfacción. Sus tretas metamórficas son lo suficientemente hábiles para hacer caer en ellas a cualquier fémina que se proponga. Esto lo supo captar a la perfección el genial pintor Tiziano, conocido por sus contemporáneos como “el sol entre las estrellas”. Volvemos a contemplar la sensualidad de la literatura en la pintura. Pongo ante mis ojos su Rapto de Europa (1560), me acerco a esa abertura de piernas, a la blancura de unos muslos con una deliciosa celulitis incipiente, al estiramiento de unos minúsculos dedos de los pies al aire, al pecho descubierto y a esa expresión facial que deja tanto a la imaginación. Mis ojos, los de ahora, ya están contagiados de esa fuerza brutal que embiste sin volver la vista atrás.
Europa, a lomos del toro que ha de poseerla, coronado de flores, es muy distinta de la Danae, también de Tiziano, que mira impasible la lluvia de monedas doradas que pagan su entrega.
Cierro el tomo de las Metamorfosis que tanto me han suscitado esta tarde y me doy cuenta de que, a estas alturas, mis virginales ojos de antaño se han transformado en ojos taurinos. La luminosidad ha cambiado y los últimos rayos de sol de la izquierda están dejando paso a una espectacular luna menguante, asta de toro del firmamento.
FUENTE: http://lacolumnata.es/firmainvitada/la-firma-invitada-cultura/la-luz-de-ovidio-bajo-mis-pupilas