Jaime García Bernal | Sevilla www.diariodesevilla.es 11/01/2009
En ‘La Historia de las historias’, el académico inglés John Burrow presenta un novedoso ensayo que toma el relato histórico como documento para reconstruir la historia de las ideas en Occidente.
Hace un par de décadas apareció un libro que trataba de poner coto y método al estallido en pedazos de la historia de las grandes preguntas y de las visiones panorámicas todavía dominante a mediados del siglo XX. Se titulaba Formas de hacer historia y recogía en tres volúmenes las corrientes dominantes, entonces, en el oficio del historiador: desde la microhistoria a la historia política, pasando por el descubrimiento del sujeto. Aquel ensayo dejaba, en cambio, una pregunta en el aire: ¿qué impulso común alimenta a los historiadores actuales en su búsqueda de una explicación razonable sobre tiempos pasados, qué manera tienen de presentarlos, qué pasados interesan más que otros y porqué?
‘La Historia de las historias’ de John Burrow trata de responder a estas preguntas de segundo nivel, alejadas del fragor de las espadas escolásticas más recientes, para inscribir nuestras ideas sobre la historia en la larga tradición de los historiadores de Occidente. No es, sin embargo, un manual de historiografía que compendie los autores representativos de cada época y sus obras en el contexto de su tiempo. Sino, al contrario, una pesquisa por las estrategias de los grandes relatos históricos para extraer de ellas las claves, los indicios que definen los valores de cada época.
Fiel a estos planteamientos, el relato histórico se revela como documento para ensayar una nueva historia del pensamiento occidental. La Historia constitucional de William Stubbs (1825-1901) puede leerse como un canto romántico a la libertad del pueblo inglés medieval llamado a convertirse, superando todo tipo de obstáculos, en una nación próspera y moderna. La Decadencia y caída del Imperio Romano de Gibbons, publicada entre 1776 y 1788, esconde un sutil tratado de psicología colectiva, análogo a los que se escribían en el Siglo de las Luces, cuando se encamina a explicar la degradación y afeminamiento de los romanos a consecuencia de una paz tan larga como mortecina. Y ambos pueden considerarse deudores de Maquiavelo y Guicciardini, humanistas que desde la experiencia inmediata de la anarquía de Italia trataron de alcanzar, en proceso de progresiva abstracción, las leyes de la Historia. Sus relatos familiares y sus crónicas ciudadanas retratan precisamente el pasaje de la introspección individual a la vida pública, que rompió con la visión medieval del tiempo como testimonio del poder de Dios que podemos hallar, por ejemplo, en la Historia de los francos del Arzobispo Gregorio de Tours.
Tucídides y Tito Livio están en la memoria de los historiadores humanistas y, a través de ellos, toda la historia antigua que para Burrow constituye, pese a la larga duración del período, una comunidad intelectual y literaria bien definida. Las páginas dedicadas a Salustio, Polibio y, al historiador del tardo-imperio Amiano Marcelino, son las más logradas del volumen. Mientras, en el otro extremo, la historia contemporánea, la que nace con la profesionalización del oficio de historiador y el método científico, queda algo desdibujada y con significativas ausencias.
Estas lagunas no deslucen, sin embargo, la esencia de la apuesta del historiador inglés que nos redescubre el sentido primigenio de la historia como investigación sobre las acciones hechas por los hombres que Heródoto expuso en su obra, interpretada sin embargo con la distancia propia de un hijo de las filosofías del lenguaje del siglo XX. Su buscar y ver para saber es un dejar ver lo que otros vieron antes y un interrogarse sobre cómo lo vieron; una suerte de encuesta universal a los historiadores convertidos en testigos de su tiempo; y una confesión de la Historia a través de sus historias.