Carlos Mtnez. Aguirre http://erasmusreloaded.blogspot
Como la mayoría de los que nos dedicamos a la enseñanza de lenguas clásicas, estudié los cursos de latín y griego del bachillerato y, posteriormente, los cinco años de la facultad. No fui mal estudiante, creo que muy pocos estudiantes de clásicas lo son: casi todos elegimos esta carrera por vocación y dedicamos muchísimo esfuerzo a la misma, y en mi caso tales esfuerzos se vieron recompensados con un buen expediente, con bastantes matrículas de honor tanto en lengua latina como griega, y en general pienso que mis profesores estaban satisfechos conmigo.
No es que trate aquí de presumir. Todo lo contrario. Porque lo cierto es que al terminar la carrera yo era incapaz de traducir sin diccionario el texto griego o latino más simple, e incluso provisto de diccionario aún me llevaba un tiempo considerable y el resultado no era siempre el más deseable. Creo que esto es algo común a la gran mayoría de los licenciados de clásicas, aunque muy pocos se atrevan a confesarlo (como en el cuento de El traje nuevo del emperador, el que diga la verdad será acusado de ignorante).
Es lo que yo denomino, parafraseando el título de un famoso documental sobre los Sex Pistols: La gran estafa de la Filología Clásica.
Me refiero a que al empezar a estudiar Clásicas yo pensaba que cuando terminase la carrera dominaría el latín o el griego con la misma facilidad con que un licenciado de filología inglesa -por ejemplo- domina el inglés. Es decir: pensaba que al terminar mis estudios sería capaz de poder charlar y escribir en latín, o de sentarme tranquilamente con mi pipa junto a la chimenea a leer a Platón o a Séneca… y lo cierto es que mi dominio del latín era menor que el que tiene de inglés cualquier licenciado…¡de bachillerato!
La verdad es que eso era algo de lo que ya me fui dando cuenta durante la carrera. Creo que fue en tercero cuando le pregunté a una profesora: «¿Pero algún día llegaremos a poder leer el griego sin tener que «traducir»?» y ella me contestó: -bueno, eso se consigue después, cuando lleves unos años dando clases.
He hablado de este tema con muchos amigos licenciados como yo y todos comparten la misma frustración. Y os aseguro que algunos de estos amigos con los que he hablado de ello son estudiantes brillantísimos, pero todos estamos de acuerdo en sentir una profunda insatisfacción con la competencia adquirida en la Universidad. La mayoría de ellos -como me pasaba a mí antes- simplemente lo aceptan como algo fatal: es como si las lenguas clásicas fueran solo accesibles a unos pocos hiperbóreos, grandes gurús de la filología, mientras que el resto de los mortales nos tenemos con conformar con revolotear alrededor la morfología y la sintaxis, pero sin poder llegar nunca a dominar las lenguas totalmente.
Lo curioso es que varios de estos compañeros míos, a lo largo de estos años han llegado a dominar otras lenguas extranjeras -inglés, francés, alemán- con una competencia mucho mayor que la de su supuesta especialidad y, curiosamente, dedicándoles mucho menos esfuerzo. La respuesta al misterio parece otra vez relacionada con el mito de los hiperbóreos: está claro que no se puede comparar la complejidad y sutileza de las lenguas clásicas con la de las modernas, y es por ello que estas son mucho más fáciles de aprender.
Con estas peregrinas ideas, dignas de la élite filológica que pretendemos representar, terminé yo la carrera y, por casualidades de la vida, al año siguiente fui a parar a Atenas, donde me dediqué a trabajar como profesor de español lengua extranjera (ELE) y a aprender griego moderno. Mi experiencia en Atenas fue crucial para mí pues me ayudó a resolver de una forma absolutamente inesperada muchas de las dudas de las que acabo de hablar respecto a esa sensación de «frustración» que tuve al terminar la carrera.
Tanto mi experiencia como profesor de ELE como la de alumno de griego moderno fueron importantes en este aspecto. Cuando me contrataron como profesor de español en el Instituto Cervantes, la verdad es que yo estaba bastante preocupado debido a mi total falta de experiencia y, sobre todo, a cómo sería yo capaz de dar clase dado que mi conocimiento del griego moderno en aquel entonces era absolutamente nulo. Para mí enseñar una lengua consistía, fundamentalmente, en enseñar su gramática, y hacer esto sin utilizar la lengua del alumnado, me parecía imposible. Así se lo hice saber a mi jefe de estudios (con cierto temor, la verdad, de que eso me costase el recién adquirido puesto), y la respuesta me dejó totalmente perplejo:
-¿Que no sabes griego moderno? ¡Ni yo tampoco! ¿No pensarás que vas a enseñar español hablando otra lengua?
Me parecía increíble. Yo insistí con mis dudas: entonces cómo iba a explicar la gramática, el vocabulario…
-No te preocupes, me dijo. Tu sigue el manual y háblales todo el rato en español; verás como te entienden.
Parecía como cosa de magia, pero ante mi sorpresa vi que aquello funcionaba. Y lo mismo me sucedía como alumno en mis clases de griego moderno: en el grupo donde estudiaba la profesora sólo nos hablaba griego moderno ¡y la entendía perfectamente desde el principio! -y que nadie piense que el haber estudiado griego clásico me ayudó mucho… como me iba a ayudar, si los estudiantes de clásicas casi no aprendemos vocabulario.- Lo cierto es que en seis meses de estudiar griego moderno había aprendido más -y con muchísimo menos esfuerzo- que en siete años de griego clásico.
Alguien podría pensar que esto es normal debido a que, además de las cuatro horas de clase que recibía cada día, vivía en el país en contacto con griegos. Reconozco que esto es cierto -aunque sigue sin justificar qué diablos había yo aprendido en mis siete años de griego clásico- , pero hay otro detalle que me gustaría destacar: mis alumnos de español (que obviamente no estaban todo el día en contacto con españoles) también avanzaban a una velocidad inmensamente superior a la de cualquier estudiante de clásicas de primer curso. Lo que es más: los alumnos de segundo curso habían adquirido una competencia mucho mayor que la de nuestros licenciados de clásicas. Yo ya había sacado mis propias conclusiones: el problema no estaba en las lenguas, sino en el método empleado para aprenderlas. Desde aquel momento tuve la absoluta certeza de que si durante la carrera me hubiesen enseñado latín o griego con el mismo método con el que yo aprendía griego moderno o enseñaba español a mis alumnos, al acabar la carrera sí que hubiese podido leer tranquilamente a Ovidio o Herodoto sin tener que echar mano del diccionario cada cuatro palabras.
Todas estas reflexiones me llevaron a entusiasmarme con la didáctica de las lenguas modernas. Tuve la ocasión de leer bastante al respecto -la bibliografía científica sobre didáctica de las lenguas modernas es espectacular- e incluso realicé un máster del Instituto Cervantes sobre el particular.
Según fui profundizando en la materia mis ideas acerca de la necesidad de aplicar los métodos de la didáctica de lenguas modernas a las clásicas se fue haciendo más firme. Recuerdo que en cierta ocasión asistí a una conferencia en la que una profesora de ELE hacía un resumen de los distintos métodos de enseñanza de las lenguas en donde -sin citarnos- describía el que empleamos en clásicas (conocido generalmente como método de gramática-traducción) y lo ponía como ejemplo claro de cómo no se debe enseñar una lengua. (Años después descubrí este interesantísimo artículo ‘Como NO se enseña latín’, donde a cada línea reconocía mis mismas ideas y experiencias.)
Cuando regresé de Grecia la verdad es que no estaba muy seguro de a qué me iba a dedicar. Me interesaba muchísimo el mundo de la enseñanza del español lengua extranjera, y anduve tanteando las posibilidades de seguir en él en España o en algún otro país, y en esto estaba cuando me enteré de que salían oposiciones de griego.
Llevaba tres años sin dedicarme al griego clásico y, sin embargo, era consciente de que entendía los textos clásicos mucho mejor que cuando terminé la carrera. ¿Por qué? Sencillamente porque ahora dominaba bastante bien el griego moderno y eso me beneficiaba enormemente en el vocabulario. Al acabar la carrera no era capaz de entender casi nada de un texto sin diccionario que no hubiese preparado previamente; después de aprender griego moderno mi caudal léxico era muchísimo mayor, así que me presenté a las oposiciones y las saqué. Estoy seguro de que la clave estuvo en la traducción sin diccionario.
Mi primera idea al verme profesor de griego -y latín debido a que en la mayoría de centros basta con un profesor para impartir ambas materias- fue el buscar métodos para poder impartir las lenguas clásicas como si fuesen modernas. Para mi desesperación no había nada; ni siquiera existía una bibliografía mínima sobre el tema. La filología clásica se había quedado obsoleta, y así no era de extrañar que nuestras disciplinas cada vez
estuviesen más arrinconadas y casi al borde de la desaparición: todos los estudios de los filólogos más importantes desde Chomsky que tienen como fruto la renovación de los métodos didácticos de lenguas extranjeras, son ignorados por los filólogos clásicos. La filología clásica parece vivir de espaldas a los principales avances de la lingüística general.
La lingüística general actual ha apostado de forma científica e indudable por el enfoque comunicativo como el mejor y más productivo método de la enseñanza de las lenguas y, sin embargo, en el mundo de la filología clásica esto es absolutamente ignorado. Cuando en filología clásica se habla de «métodos modernos» en lo que se piensa es en aplicaciones informáticas con paradigmas que hay que rellenar en el ordenador o análisis sintácticos realizados con ayuda de un retroproyector. En mi opinión todo esto solo demuestra lo atrás que nos hemos quedado respecto a los avances reales y científicos de la filología. Una pena que los que presumíamos de ser la vanguardia y la éliete de los estudios filológicos nos hayamos quedado casi un siglo atrás de nuestros colegas de las filologías modernas.
Finalmente, y tras mucho buscar, encontré algunos materiales interesantes y que realmente proponían metodologías distintas de la tradicional (y me refiero a metodologías didácticas basadas en fundamentos científicos, porque insisto en que cambiar el libro y la cuartilla por un ordenador o un video para seguir enseñando listas de paradigmas no es proponer una metodología distinta). Todo ello me valió para hacerme un cuadro de los distintos métodos -incluyendo el tradicional- con los que se enseñan las lenguas clásicas en la actualidad.
En los últimos tres cursos he trabajado en clase con el método del profesor H.H. Ørberg y estoy enormemente satisfecho de los resultados obtenidos: lo único que lamento es no tener un año más de bachillerato para poder trabajar con este método, pues creo que, si lo tuviésemos, podríamos presumir, como el profesor Luigi Miraglia, de tener alumnos de bachillerato capaces de «leer páginas enteras de Livio o de Cicerón sin esfuerzo, comprender el significado de ellos palabra por palabra, saber repetir su contenido en un buen latín y superar incluso a licenciados en Clásicas en traducir a simple vista».
La situación del griego, sin embargo, es bastante distinta: no hay ningún manual que aplique el método inductivo-contextual (y mucho menos el comunicativo). Cuando descubrí y me enamoré del método de Ørberg, vi que en la web de la misma academia italiana donde lo conocí (Vivarium novum, dirigida por el citado profesor Luigi Miraglia), recomendaban un método similar para griego llamado Athénaze.
Conseguí la edición inglesa del mismo y con gran entusiasmo me dediqué a estudiarlo, pero en seguida me llevé una gran decepción al ver que el texto de Athénaze incumplía lo que, en mi opinión, es la clave del éxito del método de Ørberg: el enfoque inductivo-contextual. En el método Orberg, como ya se ha explicado, cada palabra nueva, cada elemento gramatical nuevo, puede ser deducido por el alumno en el mismo texto (regla de i+1), mientras que el método Athénaze presenta continuamente vocabulario y elementos gramaticales nuevos que el alumno no es capaz de deducir si no se los explican previamente (es decir: para entender el texto tiene que memorizar o consultar un vocabulario adjunto; para entender la gramática el profesor tiene que explicarle los conceptos nuevos que van a aparecer).
He tenido ocasión de ver la edición que Miraglia ha hecho del Athénaze y aunque no lo he podido leer a fondo, algunos colegas me aseguran que los resultados merecen la pena. Desde el punto de vista tipográfico y de presentación se parece mucho al método de Ørberg, desde luego, aunque el que el texto griego sea el de Balme (autor de la edición inglesa original) que no tiene un enfoque inductivo-contextual, me hace dudar un poco de la eficacia del manual.
Sin embargo Miraglia trata de suplir las carencias del texto mediante una enorme cantidad de ejercicios que ayudan a la asimilación del texto y la gramática de forma más inductiva. En cualquier caso todos esperamos con impaciencia que los profesores de culturaclasica.com, que tanto han contribuido a la difusión del Ørberg en España, consigan también publicar la traducción de la edición italiana del Athénaze, y lo podamos probar en las aulas.