Bernardo Souvirón 01/10/2018
Lo decía en los artículos anteriores, en España todo estudio humanístico, en el sentido literal, ha sido claramente excluido de las líneas maestras del sistema educativo. Desde hace años, el cinismo de los políticos que nos dirigen parece haberse hecho más ladino, si cabe, en asuntos de educación. Siempre, los responsables del PSOE o del PP se han llenado la boca con frases hechas del tipo “invertir en educación es invertir en el futuro”, “la inversión en educación aumenta cada año”, “los jóvenes son el futuro”, etc.
Frases huecas que contrastan con la realidad: en mis más de treinta años como profesor no he visto más que un deterioro sistemático del sistema educativo. Un deterioro de la calidad, medida en términos “humanos”, no en términos estadísticos. Ese deterioro puede analizarse, pues está basado en la misma ideología que ha desplazado sistemáticamente la concepción humanística de la educación para sustituirla por otra, basada en algo que en los artículos anteriores llamé “las nuevas humanidades”, atentas, sobre todo, a la estadística, pero también a las cifras y a las comparaciones absolutas más que a la calidad y la excelencia.
Hay sin duda más profesores que antaño, más institutos, más aulas. Y, sin embargo, los estudiantes actuales, en contra de lo que se dice demagógicamente, están peor preparados que nunca. Saben menos, en una palabra. ¿Por qué? La respuesta es relativamente sencilla: se ha sacrificado la calidad en nombre de la cantidad. Y se ha hecho en todos los aspectos: más alumnos, peor preparados. Más profesores, peor preparados. Más edificios, peor dotados. El resultado de esta práctica produce un efecto que agrada a nuestros dirigentes: una estadística decente basada en una realidad humanamente indecente.
Desde la entrada en vigor de las últimas leyes que rigen el sistema educativo no universitario (la LODE, la LOGSE y todos sus epítomes), los antiguos Institutos de Bachillerato han vivido (y están viviendo) una lenta y dolorosa agonía. La extensión de la enseñanza obligatoria hasta los 16 años, de manera universal, sin ninguna contrapartida por parte del alumno, ha distorsionado gravísimamente la vida de los centros educativos que, poco a poco, con la coartada de una jerga pedagógica y psicológica “ad hoc”, se han ido convirtiendo en auténticas guarderías de adolescentes en las que lo prioritario, lo más importante, no es la transmisión del conocimiento ni el desarrollo práctico de mecanismos intelectuales que hagan que cada alumno desarrolle plenamente todas sus capacidades.
Y en un contexto como éste, en el que los conocimientos (y la exigencia de los mismos) se han visto relegados por otros conceptos como los “procedimientos” y las “actitudes”, el profesorado ha cambiado notablemente. Desde mediados de los años ochenta se han ido instaurando sistemas de selección que han culminado con una especie de parodia de lo que eran antes una oposición o un concurso-oposición. Una verdadera pantomima en la que, en algunas Comunidades Autónomas, ni siquiera se exige un ejercicio práctico a quien pretende convertirse en profesor. Lo sé muy bien, pues yo mismo he tenido que formar parte de esos tribunales que seleccionan a los nuevos profesores. El resultado es fácil de constatar: el nivel de los profesores se ha deteriorado al mismo ritmo que el de los alumnos.
Todo el sistema se ha degradado. Los profesores no son una excepción. Se han puesto al nivel de sus alumnos.
Sin embargo, para la mayor parte de nuestros dirigentes (y de nuestros conciudadanos) el sistema va mejor. Es difícil explicarlo, pero creo que, en realidad, toda nuestra sociedad está sufriendo lo que Sócrates llamaría una ilusión de perspectiva. Una ilusión basada en el hecho de que, consecuentemente con el destierro de la concepción humanística de la educación y de la sociedad, lo que importa no es la perspectiva humana, sino la perspectiva de las cifras.
En efecto, la implantación de las nuevas leyes educativas, la puesta en funcionamiento de sistemas de evaluación pintorescos (que permiten promocionar de curso a alumnos que no han aprobado el anterior), el acceso a los cuerpos de profesores de profesionales que jamás han demostrado su nivel de conocimientos y, como decía, el destierro de las humanidades y de la concepción humanística de todo ámbito educativo, ha empezado a producir los efectos que, desde hace tiempo, algunos de nosotros nos temíamos.
Uno de esos efectos, quizá el más dañino de todos, es que el ser humano ha sido desplazado del centro de nuestras concepciones. Por decirlo de una manera que los antiguos griegos entenderían muy bien, nuestra civilización ha dejado de ser “antropocéntrica”, en el sentido en que la entendía Protágoras cuando afirmaba que “el ser humano es la medida de todas las cosas”.
En nuestra sociedad, en toda la sociedad europea, el ser humano (“ánthropos”) ya no es la medida (“métron”) de todas las cosas. Al adoptar este punto de vista, que significa una ruptura radical con la tradición humanística heredada de Grecia y Roma, nuestra sociedad ha comenzado a transformarse, pues ha abandonado un modelo para tomar otro basado en la preponderancia de los números, de las estadísticas, de la tecnología y de la “inhumanidad”.
Así puede entenderse que toda la política europea se esté llevando a cabo a costa del sufrimiento de las personas. El caso de la Grecia actual es especialmente doloroso, pues allí (donde la concepción antropocéntrica del mundo fue concebida, desarrollada y legada a toda la humanidad), los nuevos tiempos parecen estar experimentando, también hoy, el cambio de rumbo decisivo: ha dado igual el sufrimiento humano; ha dado igual la desesperación de toda una generación que sigue viendo su futuro amenazado de muerte; ha dado igual que algún jubilado llegara a suicidarse delante de las puertas del parlamento; ha dado igual que los neonazis hayan conseguido entrar en el parlamento de Atenas; ha dado igual que el orgullo de todo un pueblo se haya visto pisoteado a diario por los comentarios maledicentes de analfabetos con poder.
Sigue dando igual que los responsables de la situación sigan en el parlamento, en sus despachos de los bancos o en sus casas de lujo.
Todo da igual si las cifras, los números, las estadísticas cuadran. Todo da igual si las cifras de déficit son las que Bruselas dice que deben ser. Todo da igual. El ser humano ya no es lo importante. Lo importante es una moneda que evoca una vieja idea de unidad entre los pueblos. Lo importante es el euro. En su nombre, en pro de su estabilidad, de su cambio, de su existencia, todo sufrimiento humano es secundario.
El tipo de bárbaros que nos gobiernan hoy son los hijos de una concepción del mundo que ha basado su preponderancia en la extensión de sistemas educativos que han denostado, ridiculizado y perseguido los estudios humanísticos. Al cabo del tiempo, las ideologías que dignificaron la Europa de la postguerra, la socialdemocracia y la democracia cristiana, han sido abandonadas en su esencia por aquellos que más obligación tenían de recordar el contexto terrible en el que surgieron. Ésta es, en realidad, la consecuencia más dramática de la Historia, que pasa por encima de aquellos que olvidan sus orígenes.
Lo peor de la falta de memoria de nuestra clase dirigente (y de buena parte del pueblo de toda Europa) es que propicia una idea completamente errónea: creer que en la historia hay situaciones que están superadas para siempre y logros que son una ganancia permanente.
Los que hemos estudiado (y seguimos haciéndolo) la Historia, sabemos muy bien que, al contrario, la única característica inmutable de la libertad es que puede perderse en cualquier momento, y, por tanto, una de las pocas consecuencias, también inmutable, que cabe extraer del estudio de la Historia, especialmente de la historia europea, es que los logros conseguidos a través de generaciones, de años de esfuerzo, de sudor y de sangre, pueden desaparecer; pueden perderse cuando el rumbo de la nave en que viajamos es trazado por las manos de gente que ha dejado de lado, ignorado y maltratado los principios sobre los que una vez se asentó el prestigio, la superioridad moral y la prosperidad de Europa.
Continuaré.
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(*) Bernardo Souvirón Guijo es escritor, profesor de lenguas clásicas, divulgador de cultura helénica, músico, locutor de radio durante años y colaborador en diversos medios culturales. (www.bernardosouviron.com)