[Estatua de bronce dedicada al rey Leónidas situada en las Termópilas, a unos 200 kilómetros al norte de Atenas.ASSOCIATED PRESS]
Jacinto Antón elpais.com 06/09/2020
La pandemia desluce la celebración griega del 2.500º aniversario de la heroica derrota de Leónidas y la victoria naval de Salamina, persistentes hitos de la civilización occidental pese a las nuevas lecturas de la guerra contra los persas
Se cumplen estos días, finales de agosto y principios de septiembre —no hay acuerdo sobre la fecha exacta dada la disparidad de los antiguos calendarios griegos—, 2.500 años redondos de la batalla de las Termópilas, aquel muy desigual y celebrado combate de tres días que enfrentó el verano del año 480 antes de Cristo, en un paso estrecho en la Grecia central, al poderoso ejército persa invasor, un verdadero Juggernaut, y a un reducido contingente heleno liderado por los legendarios 300 espartanos y su comandante, el rey Leónidas. El choque, que se saldó como es sabido con la derrota de los griegos, no sin haber ofrecido una resistencia asombrosa que permitió ganar tiempo al bando heleno, y la muerte de la práctica totalidad de esos tres centenares de guerreros —se salvaron dos, Pantitas que se ahorcó luego y Aristodemo el Temblón (vaya lacra el apodo), que trató de redimirse en Platea—, se ha visto como símbolo de coraje, de sacrificio heroico y paradigma de la lucha, de pocos contra muchos, por la libertad frente a la tiranía, con ecos en otros sucesos posteriores como la defensa de El Álamo.
El aniversario, que Grecia ha juntado con el de Salamina, la decisiva victoria naval junto a esa isla en el golfo Sarónico pocos días después (quizá el 28 de septiembre), llega en horas bajas para la épica y los festejos, a causa de la covid, aunque quizá en la desigual lucha de los sanitarios contra el virus resuene el valeroso ejemplo espartano. De manera que las celebraciones, aparte de la acuñación de una moneda de dos euros conmemorativa o la representación en Epidauro de Los persas de Esquilo, han debido constreñirse en su mayoría a lo virtual o aplazarse al año que viene, incluida una prevista marcha internacional de paracaidistas en las Termópilas (Spartan March). A la frustración hay que añadir, en el ámbito de la antigüedad clásica, el drama del incendio del 30 de agosto pasado en Micenas, que afortunadamente parece no haber dañado los monumentos, aparte de ahumarlos como si hubieran vuelto los Pueblos del Mar que destruyeron en su día, se cree, las ciudadelas micénicas.
El escenario de la batalla, a unos 200 kilómetros al norte de Atenas, ese paso de las Termópilas, las Puertas Calientes —por las tres estrecheces o puertas, pylai, que presentaba en el camino hacia el corazón de Grecia y la presencia de manantiales termales—, está en la actualidad muy desvirtuado. En realidad, no se entiende nada de su antiguo sentido estratégico (el último corredor defendible por encima del istmo de Corinto), pues donde antes el mar casi se juntaba con los montes Kalidromos, dejando apenas 20 metros entre ambos, se extiende una larga planicie de cinco kilómetros creada por los depósitos aluviales del río Esperqueo. Además, la carretera nacional, surcada de camiones, pasa sobre el antiguo camino, así que hay que tener alma de Píndaro para evocar in situ el combate. Lo más emotivo y sugerente son los monumentos, sobre todo el moderno (1955) memorial de los 300 coronado por la ciclópea estatua de bronce de Leónidas desnudo y desafiante, y el posterior (1996) a los 700 tespios, el contingente aliado olvidado que peleó no solo a la sombra de las flechas persas sino a la de los espartanos. También hay una placa en la cercana pequeña colina de Kolonos, que se ha identificado con el sitio del last stand de los griegos en la batalla y que celebra el lacónico ethos de los lacedemonios con las sobrias palabras de Simónides de Ceos: “Caminante, ve y di a los espartanos que aquí yacemos, obedientes a sus leyes”. Es difícil no emocionarse, aunque no seas muy valiente.
Si se suman los 700 soldados de la polis de Tespia, en Beocia, a los 300 espartanos (que iban acompañados de periecos, habitantes de Esparta sin derechos de ciudadanía, y de sus esclavos ilotas) ya se ve que no había tan pocos griegos en las Termópilas. Pero es que, además, hay que añadir otros contingentes —mil de Tegea y Mantinea, 120 de Orcómeno y mil más del resto de Arcadia, 400 de Corinto, 200 de Fliunte, 80 de Micenas, 400 tebanos, y mil focenses, entre otros—. Lo que da una fuerza nada despreciable de quizá hasta 7.000 hoplitas, sobre todo si se tiene en cuenta que la panoplia de ese soldado griego de infantería pesada revestido de bronce —casco, armadura, escudo (el famoso aspis que había de servirte de camilla), grebas, lanza y espada— superaba con mucho todo lo que pudieran enfrentarle los persas. Si combinamos la estrechez del paso, defendido además recuperando una vieja muralla en la Segunda Puerta, con el muro humano de la falange hoplita, que presionaba y empujaba (el famoso othismos, ¡uh, ah!) como un tanque de carne y bronce, no es tan raro que detuvieran tres días al embotellado ejército persa. Jerjes, confiando en el número, lanzó contra ellos tropas muy desiguales (llevaba gente tan rara como los paflagonios, los etíopes y los meonios) hasta hartarse y enviar a la élite, los Inmortales, que tampoco podían hacer mucho ante el superior armamento y la resolución de los griegos encabezados por los espartanos. El descubrimiento a cargo del traidor Epialtes de un paso en las montañas —la senda Anopea— que permitía flanquear a los griegos y atacarlos por detrás puso punto final a las esperanzas de estos. Leónidas dio permiso para marcharse a los que prefirieron no morir (como siempre una preclara mayoría) y se quedó a cubrir la retaguardia con los espartanos, animados por un pundonor suicida, los fieles tespios (con su héroe Ditirambo) y los al parecer renuentes tebanos (que se rindieron al final). Pelearon —¡y lanzaron contrataques!— hasta romper lanzas y espadas y seguir luchando con manos y dientes y retrocedieron, tras caer el sesentón Leónidas (ese Custer de manto rojo), a la colina donde los persas los liquidaron con una lluvia de flechas que cayó como un afilado telón sobre su valor.
La historia de Leónidas y sus hombres está llena de mito y fábula, que no han dejado de acrecentarse con el correr de los siglos y el aprovechamiento del episodio en aras de motivaciones ideológicas o artísticas, incluyendo la admiración de los nazis por los espartanos y su musculada marcialidad (Goering comparó Stalingrado con las Termópilas), numerosos cuadros (como el de David), novelas (Puertas de fuego de Steven Pressfield o Talos de Esparta de Valerio Manfredi, ambas en De Bolsillo), poemas (Cavafis: “En la roca batida por las olas, los espartanos se sientan y se arreglan el cabello”) y, entre otros varios filmes —como el El león de Esparta (1961)—, ese ampuloso y violento canto a los pectorales que fue la película 300 (2006), de Zack Snyder, adaptación a la pantalla del cómic de Frank Miller. Por cierto, se contaba con la participación ahora en algún acto del actor Gerald Butler, el Leónidas de 300, que ya estuvo en Esparta en marzo para hacer un relevo de la antorcha olímpica y soltar el inevitable “¡esto es… Esparta!”, frase que compite ya en popularidad, y en el lema en camisetas, con la histórica “Molon labe”, ven a cogerlas, que le contestó Leónidas al rey persa Jerjes cuando le exigió entregar las armas, según Plutarco.
También se ha buscado comparar la rivalidad de griegos y persas con la muy actual de Grecia y Turquía; y, como ha hecho recientemente algún alto militar griego, al presidente turco Erdogan con Jerjes.
Hoy se acepta ampliamente que las fuentes griegas (no las hay persas), con el genial Heródoto a la cabeza, cargaron las tintas en su glorificación de la batalla de las Termópilas, en su desproporción (los few griegos no eran tan pocos, los persas desde luego no los 5.283.220 hombres , sin contar a los eunucos, que menciona Heródoto) y en la descalificación del enemigo, para enfatizar el enfrentamiento de las polis contra el imperio persa, enmarcándolo en una lucha por la supervivencia de la frágil e incipiente democracia occidental frente a la autocracia y el despotismo orientales. La verdad, tiene bemoles presentar a los espartanos, una de las sociedades más militarizadas y crueles que han existido, adelantados practicantes de la eugenesia (Hitler los alabó por eso) y la guerra total, como defensores de las libertades (además en las Termópilas los 300 llevaban a sus eclavos), mientras que los otros grandes protagonistas de la resistencia contra los persas, los atenienses, como los demás griegos, eran unos misóginos, esclavistas y colonialistas del copón, y a menudo unos demagogos y corruptos. La única mujer con un papel significativo en la guerra luchaba del lado persa: Artemisia, que ejercía de tirano de Halicarnaso tras la muerte de su marido, y que tomó parte en la invasión como almirante aportando cinco naves “impulsada por su bravura y arrojo”, como dice, con admiración, Heródoto.
La pretendida unidad griega frente a la invasión es falsa: las ciudades griegas estaban a la greña unas con otras, muchas se sometieron —algunas de buen grado—, entregando los simbólicos tierra y agua, a los persas, en cuyo Gran Ejército había numerosos hoplitas griegos colaboracionistas, otras se declararon neutrales (como Argos) y en realidad solo 30 de las 700 polis se opusieron a la invasión de Jerjes, según recalca uno de los grandes expertos en las guerras médicas, Paul Cartledge, autor de Termópilas, la batalla que cambió el mundo (Ariel, 2007). Jerjes incluso llevaba como asesor a un exrey espartano, Demarato, que trataba de explicarle el carácter de sus compatriotas.
Pocos personajes históricos han sido tan vilipendiados como el Gran Rey persa, del que los únicos detalles simpáticos que nos da Heródoto (que, por cierto, no acredita que se perforara los pezones como en 300) es que lloró de emoción al contar a sus “innumerables” tropas y que se enamoró de un árbol, un plátano. Curiosamente, pese a la imagen afeminada con que se le muestra en el filme, su nombre significa literalmente “rey machote”, Se le muestra, ayer como hoy, como un tirano asiático atroz y decadente, que consideraba esclavos hasta a sus muchos parientes comandantes del ejército, cortaba cabezas a mansalva, azotaba al Helesponto, hacía sacrificios humanos, y cometía verdaderas monstruosidades: cuenta Heródoto que al pedirle el anciano lidio Pitio que eximiera de sus deberes militares a uno de sus cinco hijos que marchaban con los persas, para asegurar su descendencia, indignado ante la petición, el rey hizo cortar en dos al chico y poner una mitad a cada lado del camino por el que desfilaba el ejército, para que sirviera de ejemplo. También demostró escaso fair play al ordenar decapitar el cadáver de Leónidas y clavar la cabeza en una pica, aunque probablemente con el embotellamiento perdió los nervios y no hay que olvidar que los espartanos le habían matado en la batalla quizá hasta 20.000 hombres, y a dos hermanastros.
En realidad, Jerjes parece haber sido un gran monarca, capaz de llevar las riendas del mayor imperio que había conocido la humanidad hasta entonces y planificar concienzudamente, tras los pasos de su padre Darío (derrotado en Maratón una década antes), una campaña tan increíblemente compleja como la invasión de Grecia. Es cierto que no le salió muy bien y el territorio no se convirtió como él proyectaba en una nueva satrapía persa, pero algunos autores apuntan que el revés no fue tan tremendo como quieren hacernos creer los historiadores griegos y desde luego no hubo tal cosa como un declive de los aqueménidas —su dinastía— o una tragedia como muestra Los persas. Mucho de lo que no logró Jerjes con el hierro lo consiguió después con oro. Y no olvidemos que 50 años tras la fracasada invasión, Grecia se abismaría en la fratricida Guerra del Peloponeso que abriría luego la puerta a la conquista macedónica.
Sea como fuera, pese a todos los peros, las exageraciones y mitificaciones, la moda de lo políticamente correcto y las nuevas perspectivas de historiadores pro-persas (como Pierre Briant), es innegable que Jerjes, a la cabeza de un inmenso imperio de 70 millones de habitantes, no conquistó la pequeña Grecia (dos millones), lo que no dejó de ser sorprendente, y que pervivió la llama de una idea, exótica para su tiempo, de sociedad en la que el concepto de libertad era importante y en la que todo era susceptible de ser discutido (aunque luego te condenaran a muerte como a Sócrates o al ostracismo o te lapidaran como a Lícides y su familia: nadie es perfecto). En Matanza y cultura, batallas decisivas en el auge de la civilización occidental (Turner, 2004), el profesor de lengua y cultura clásicas Victor Davis Hanson subraya que los atenienses en Salamina llevaban trirremes con nombres como Demokratia, Elehuteria (libertad) y Parrhesia, denominaciones que hubieran supuesto la decapitación de sus capitanes en la flota persa. “La idea de que un navío persa se llamase Libertad de expresión (que es más o menos lo que significa parrhesia), resulta inconcebible”, apunta. Mientras Jerjes veía la batalla desde un trono de oro, Temístocles empuñaba un remo junto a sus hombres y lanzaba una de las grandes frases de la democracia (a su rival en el mando de la flota, Euribíades): “Pégame pero escúchame”. Por mucha imperfección que tuviera su sistema (el propio Temístocles acabó tiempo después buscando refugio junto a Jerjes), y tanto que progresar (la democracia tenía solo 27 años), los griegos éramos nosotros, y los persas, todo y su multiculturalidad, no. La victoria de los segundos hubiera supuesto aplastar en su origen la mayoría de lo que nos define a Occidente como civilización (como dijo Sófocles, “los hombres libres tienen lenguas libres”), aparte de que hubiéramos llevado pantalones mil años antes.
Las Termópilas no fue la batalla decisiva en esa perspectiva que fue Salamina (rematada al año siguiente en Platea, donde destacó Sófanes, ese Cocles ateniense, que llevaba un ancla de hierro para asegurar que no retrocedería nunca), pero es un episodio esencial de nuestro imaginario colectivo que contribuyó a forjar las ideas de sacrificio, tesón, valor individual, disciplina y heroísmo que asociamos, junto con la mayor destreza tecnológica, con el espíritu occidental, para lo bueno y lo malo (como toda la épica colonial, incluyendo Zinderneuf y Rorke’s Drift). En las Termópilas un puñado —o no tan puñado, pero indiscutiblemente un contingente mucho menos numeroso— plantó cara a un ejército que infundía pavor y venía en plan rodillo. “¿Quién no admiraría el valor de estos hombres?”, escribió Diodoro de Sicilia. “Solo ellos, entre los hombres que recuerda la historia, han conseguido de su derrota una gloria mayor que la que otros han obtenido por las más brillantes victorias”. Añadió que “sería, pues de justicia considerar a estos hombres como los verdaderos creadores de la libertad de todos los griegos”. El luego Nobel de Literatura William Golding, tras una visita a las Termópilas, lo remató —en The Hot Gates and other ocasional pieces (1965)— de manera que nos implica aún más en aquella lejana escabechina: “Hay un poco de Leónidas en el hecho de que puedo ir adonde quiera y escribir lo que quiera. Él contribuyó a liberarnos”.
FUENTE: elpais.com