R. Pastrana www.hispaniaromana.es diciembre 2008
El instinto y la carne. Moral y costumbres sexuales en Roma.
No está demostrado, pero se dice que Domenico Fontana, descubridor accidental de Pompeya en 1550, se escandalizó tanto con lo que halló en la ciudad sepultada que decidió devolverla al subsuelo.
Esta hipótesis la propagaron quienes, cientos de años después, rescataron lo que había sido cubierto dos veces. En sus informes, algunos arqueólogos afirmaban que, en ciertas partes de la ciudad romana, se había excavado y vuelto a cubrir. Desde el principio, las sospechas apuntaron a Fontana, amigo personal del Papa Sixto V. Según esta teoría, el pío arquitecto andaba excavando un nuevo curso para el río Sarno cuando se topó con una ciudad casi olvidada en la que pétreos miembros erectos indicaban el camino a los burdeles y en donde las paredes mostraban crudamente posturas, gustos y prácticas sexuales muy diversas.
Los restos arqueológicos nos confirman algo que los autores satíricos ya dejaban bien claro: los romanos eran explícitos a la hora de hablar de sexo. Sin tapujos ni prejuicios, las escenas amatorias cubrían desde las paredes de los burdeles hasta exquisitos frescos y cráteras de las casas señoriales, a la vista de los moradores y las visitas.
La naturalidad con la que la faceta carnal aparece en calles y casas pompeyanas contrasta con el velo que el cristianismo corrió sobre todo lo que tuviese algo de voluptuoso. Son legión los que piensan que la victoria de aquella oscura herejía judía supuso un gran retroceso en el disfrute de la sexualidad. En una reacción a la severa moral cristiana, la Roma pagana aparece como el reino de los sentidos, un lugar en el que la concupiscencia se podía satisfacer fácilmente.
Es cierto que la Ciudad Eterna no renegó del instinto carnal de la naturaleza humana. Pero también es cierto que era el hombre el tenía más posibilidades de buscar el placer. La mujer, a despecho de periodos de cierta liberación, estaba predestinada a ser propiedad del cabeza de familia (ya fuese el padre o el marido) y rehén de su prestigio.
Cuando se encierra a la mujer «de bien» en la jaula de su honor, las opciones de los jóvenes quedan reducidas a las profesionales del sexo y poco más. Quizá por eso los romanos nos han legado pocas obras en las que se hable de sentimiento: los elocuentes artistas de la entrepierna se volvían torpes adolescentes cuando hablaban del corazón.