Luis Martínez 8/04/2019
Lo peor que le puede pasar a un romano es que le invadan los bárbaros. Eso o que se le caiga el imperio. Si no ocurre nada de esto, no hay forma de ponerles una pega. Durante años, cuando el latín cumplía la función de que aprendiéramos las declinantes declinaciones, terminábamos por memorizar la primera frase de las Catilinarias y con eso ya tirábamos. Eso sí, siempre estaba en cuestión para qué servía que tradujéramos El bello gallego, que es como Roldán, siempre tan dispuesto, vertió al castellano De bello Gallico.
Nadie se planteaba, y parece que ahora tampoco, si tenía sentido pasarse un semestre entero con los límites exponenciales y logarítmicos, o una vida, sus días y sus correspondientes noches con el sacrosanto análisis sintáctico. Sobre la lógica de que Don Álvaro o la fuerza del sino fuera lectura obligatoria no me pronuncio. Ya lo hice cuando me tocó. Pero el latín siempre salía a la palestra. Y con él, los romanos, esas personas tan cultas, tan viciosas y con el pecho tan de lata. Es una lástima que las humanidades, que es donde se encuentra adscrito el latín, hayan perdido tanto predicamento entre el apostolado de la única enseñanza verdadera: el verbo to be. Nótese que el aprendizaje del inglés en España rara vez pasa de aquí. Nos pongamos como nos pongamos, un anglosajón siempre será peor que un romano. Dónde va a parar.
Y eso es así porque un romano, con sus virtudes, sus defectos y sus acueductos se parece a nosotros más que cualquier otro espécimen que haya poblado la Tierra. Se diría que por primera vez en la Historia, la cosa pública adquirió la suficiente complejidad para que la estupidez -no sólo la codicia o el afán de poder- jugara un papel primordial en la administración del Estado. Es decir, había llegado el momento para que el más tonto fuera también el más útil. Y de ahí no nos hemos movido. Una inmejorable demostración de todo esto es Justo antes de Cristo, la delirante, rara y a la vez muy común serie de Movistar ideada por Pepón Montero y Juan Maidagán. Es decir, por los antes creadores de la película tan imprescindible como oculta Los del túnel.
La idea no es tanto jugar a las parábolas ocurrentes al modo de La vida de Brian como reconstruir el día a día de unos personajes en un lugar extraño: las legiones en Tracia. Y desde ahí, desde esa rareza tan similar a la de cualquiera de nosotros, dignos (o indignos, como se quiera) herederos de Roma, levantar una parodia que es a la vez espejo. Genial sin duda. De repente, descubrimos que las tradiciones locales llevan siendo insoportables desde bastante antes de nuestra era; que las sandalias llevan sin admitir calcetines siglos, y, lo más relevante, que el patriotismo lleva toda la vida masacrando gente y encumbrando cretinos. Esto es así, pero explicado por un romano queda mucho más claro. Dónde va a parar.