Inés Marín Rodrigo www.abc.es 25 de abril de 2020
Su libro «El infinito en un junco», inesperado fenómeno de la temporada editorial en España con diez ediciones y su traducción a veintidós idiomas, sigue enganchando a lectores durante la cuarentena
Corría el año 1934. Las estadísticas oficiales, esas cifras que sólo miramos cuando nos conviene, reflejaban que en Kentucky (Estados Unidos) contaban únicamente con un libro por persona. Y eso con suerte. La realidad era tan escarpada como la geografía del montañoso territorio del este de aquel estado, donde era impensable, por imposible, montar un sistema de bibliotecas móviles como el que ya se estaba desarrollando, con éxito, en otras zonas del país a iniciativa de la Work Progress Administration (WPA), que puso en marcha el presidente Roosevelt para combatir la crisis y, de paso, el analfabetismo mediante la cultura. La única alternativa era que alguien se animara a tomar las riendas, literalmente.
Y ese alguien fueron cerca de mil bibliotecarias que, reconvertidas en amazonas, llevaron libros a cuestas a las zonas más aisladas de la cordillera de los Apalaches hasta 1943. Esta historia asombrosa, de solidaridad y valentía, no pasó a la Historia, o no al menos a la que recogen los libros de la materia, pero Irene Vallejo (Zaragoza, 1979) la rescata, junto con muchas otras, en «El infinito en un junco» (Siruela), un ensayo que, en realidad, es una carta de amor a los libros y que se ha convertido en el inesperado éxito de la temporada en España, con diez ediciones y su traducción a veintidós idiomas.
Un fenómeno que, en plena cuarentena, se ha consolidado todavía más, pues son muchos los lectores que buscan refugio en las palabras de Vallejo, una Scheherezade moderna en tiempos de pandemia. En Twitter, cada día desde que empezó el Estado de Alarma en España debido al coronavirus, Vallejo ( @irenevalmore) recibe mensajes de agracedimiento de cuantos lectores se cruzan con su libro, y ella misma, en sus tuits, sigue apelando a la lectura como bálsamo y vía de escape en estos días. «Cipriano, apenas un adolescente, contempla los días más duros de la epidemia de peste en Valladolid. Se desplaza por las calles repartiendo bolsas de comida entre los menesterosos. Así lo cuenta Delibes en “El hereje”. El mundo de los adolescentes está en construcción. Leamos», escribía la autora en la mencionada red social hace unos días.
«Irene tiene el grandísimo don de contarte cosas eruditas de una forma muy amable, y no se pone en una superioridad intelectual con respecto a ti. Siendo un libro erudito, es popular, y eso es muy difícil. Muchas veces, te irrita que te den lecciones todo el rato, que es algo que pasa muchas veces con los ensayos. Irene acompaña al lector, y ese es el éxito de este libro», explica Ofelia Grande, editora de Siruela. Su publicación fue, además, «un acto de generosidad de otro editor», Contraseña, un pequeño sello de Zaragoza de cuyo catálogo formaba parte Vallejo.
«Son amigos suyos y le publicaban sus libros. Llegó con el manuscrito, de 600 o 700 páginas… Alfonso, el editor de Contraseña, es amigo de Julio, uno de los editores de Siruela, y le dijo que tenían esa preciosidad de libro que no podían publicar por motivos diversos. Nos lo leímos el fin de semana. Les estamos eternamente agradecidos. Son gente que es buena de verdad», rememora Grande, emocionada. «Ver cómo de una editorial pequeña o mediana pueden salir estos fenómenos de venta reconforta mucho, porque siempre vives con la sensación de a ver cuándo se acaban las buenas rachas», remata la editora.
Historia anónima
Lo curioso es que en la escritura de «El infinito en un junco», en su materialización, también tuvo mucho que ver el tino bondadoso de otro escritor, en este caso veterano, como explica la propia autora. «Siempre hay varios ríos que confluyen y desembocan en la idea final. El momento esencial es una conversación con Rafael Argullol. Yo le hablé de investigaciones que había hecho mientras estaba en la universidad, y él fue el primero en darse cuenta de que ahí había un libro». Nadie había reparado en ellos, en los «salvadores de los libros» y había llegado el momento de contar su «historia anónima».
«Los libros han sido -argumenta Vallejo-, hasta la invención de la imprenta, muy frágiles, y que sobrevivieran exigía un esfuerzo constante. Hay una cadena invisible de gente que trabajó para salvarlos, desde los copistas, los escribas, los monjes y monjas, los viajeros, los inventores que los perfeccionaron prolongando la esperanza de vida de las palabras, los lectores apasionados, gente que los escondió en momentos de censura y persecución para que pudieran sobrevivir…». El ensayo es, por tanto, un homenaje a todos ellos, a «esos salvadores de libros que conectan ahora con los editores, con los traductores, con los libreros, con los bibliotecarios, con ese mundo al que todavía pertenecemos». Un mundo que hoy vuelve a correr peligro y debe ser reivindicado.