Arístides Mínguez | El antro de la arpía www.lacolumnata.es 20/01/2013

Quinto Horacio Flaco nació el 8 de diciembre del 65 a. C. en Venosa, población meridional de Italia, en la provincia de Potenza, región de la Basilicata, la otrora Lucania. Venosa, conocida como Venusia, estaba consagrada a la diosa Venus, señora del amor, de la pasión.

Su padre fue esclavo y consiguió ser liberado. Ya como liberto, trabajó cobrando impuestos y consiguió adquirir un pequeño terreno cuyas rentas le ayudaron a encauzar el destino de su hijo. Perdió de muy niño a su madre y su padre decidió alejarlo de su ciudad natal, donde sufría los prejuicios de sus compañeros, dados sus modestísimos orígenes. El liberto quería para su hijo la mejor educación posible. Costara lo que costara.

Cuando contaba siete años, se trasladaron a Roma para que fuese educado junto a los hijos de los nobles y de los ‘equites’ o caballeros. En la primera etapa de su educación, entre los siete y los doce años, fue encomendado a un ‘ludi magister’, cierto Orbilio, al cual recordaría con desagrado motejándolo como ‘Plagosus’ por su insano apego a abusar de la vara con sus discípulos. A él le debe también una venal aversión a la literatura latina arcaica, a pesar de que dos paisanos suyos, Livio Andronico y Ennio, fueran figuras señeras de este período. ¡Cuánto daño ha hecho el infame lema “la letra con sangre entra”!

No obstante, reconocería que con Orbilio aprendió la Odisea en la traducción de Andronico, y leyó en griego la Ilíada.

Parece ser que su padre lo acompañaba personalmente a las lecciones, preocupado por su formación. Tal amor paterno es reconocido más tarde llegando a decir, ya en el culmen de la fama, que, de volver a nacer, no elegiría otro padre diferente.

Para continuar con la segunda fase de su enseñanza, con unos dieciséis años, su padre lo envió a Nápoles junto a dos preceptores de la escuela epicúrea. Quieren algunos estudiosos que en este período coincidiera con Virgilio, al cual le uniría una fraternal amistad.

Acabó sus estudios secundarios y su padre asumió un nuevo sacrificio costeándole la estancia en Atenas para completar estudios superiores. Valoramos más el titánico esfuerzo que debió asumir su progenitor si tenemos en cuenta que sólo las élites de aquel momento podían costearse enviar a su vástagos a Atenas, una de las capitales culturales de la Antigüedad.

Cursó estudios en la Academia y en la Escuela Peripatética, instituciones ambas de enorme prestigio, pues fueron fundadas por Aristóteles. Mantuvo su independencia y no se adhirió a ninguna escuela ni a ningún maestro. Se manejaba perfectamente en griego y escribió en esta lengua sus primeros versos. Composiciones que no nos han llegado, exceptuando un epigrama atribuido a un tal Flaco, si aceptamos que escribiera firmando con su ‘cognomen’ o apodo.

El 15 (los ‘idus’) de marzo del año 44 a. C., en Roma, fue asesinado Julio César. Sus asesinos, defraudados al ver que el pueblo no los aclamaba como libertadores, se refugiaron en Atenas. Buscaban organizar un ejército con el que oponerse a los cesarianos, comandados por Marco Antonio y por Cayo Julio César Octaviano (que posteriormente sería llamado Augusto). Horacio, inflamado como tantos otros jóvenes romanos por el ideal republicano, se alistó a las órdenes de Bruto, uno de los asesinos de César. A pesar de su bisoñez, fue nombrado oficial superior con el rango de ‘tribunus’.

En octubre del 42 sufrió su bautizo de fuego en la batalla de Filipos, Macedonia. Las tropas republicanas fueron derrotadas y sus caudillos Bruto y Casio se suicidaron. El joven Horacio no mostró un comportamiento muy heroico y él mismo confiesa (Carm. II, 7) que, al igual que ya hiciera antaño su admirado lírico griego Arquíloco, arrojó el escudo para poder huir con más celeridad y se lanzó al suelo para no ser descubierto. Confiesa que en su fuga lo amparó Mercurio, el veloz dios de mensajeros y ladrones.

Derrotado y amparándose en la amnistía promulgada por los vencedores, hubo de volver a Roma. El terreno, que con tantos sacrificios su padre adquirió y que le proporcionaba las rentas para subsistir, fue expropiado para entregárselo a los soldados cesarianos vencedores en la contienda civil.

Gracias, presuntamente, a su amigo Asinio Polión, consiguió un puesto como funcionario del Tesoro (‘scriba quaestorius’). No descuidó su labor poética y continuó escribiendo para engordar sus magros ingresos, sobre todo yambos y sus primeras sátiras. Consiguió así hacerse un nombre en la Roma de la posguerra.

En el 38 a. C. fue presentado por sus amigos Virgilio y Vario a uno de los principales ministros del nuevo gobernante, Augusto: a Cayo Cilnio Mecenas. Éste es un personaje crucial en la historia de la cultura occidental, no sólo por ser ministro y consejero del futuro Augusto, sino también, sobre todo, por haber tomado bajo su protección a prometedores artistas y haber hecho posible que éstos desarrollaran sin agobios económicos sus talentos.

Horacio llevaba preparado un elocuente discurso a su primera entrevista, pero los nervios que sintió ante tan señero personaje, de rancia estirpe etrusca e íntimo amigo del nuevo señor de Roma, lo traicionaron y sólo pudo balbucear unas palabras.

Perdida la esperanza de ingresar en el círculo de Mecenas, tornó a su anodino oficio. Ocho meses después, recibió un mensaje del ministro comunicándole que, a partir de ese momento, se considerase entre sus amigos.

El ser admitido en el Círculo de Mecenas le permitó a Horacio desentenderse de su trabajo rutinario, recibir una finca en las inmediaciones de Tibur (Tivoli), en las montañas sabinas, para que subsistiera con sus rentas, y dedicarse única y exclusivamente a cultivar su musa. Mecenas pasó a la historia también por haber brindado la misma protección a figuras clave de la denominada Edad de Oro de la literatura romana: Virgilio y Propercio entre otros.

En una de sus Sátiras, Horacio nos da referencias de un viaje que hizo acompañando a su protector a una crucial entrevista con Marco Antonio, en el sur de Italia, a fin de limar asperezas entre éste y Octaviano. En ella descubrimos que en la comitiva viajaba también Virgilio, que abrazaría la inmortalidad componiendo la Eneida a instancias de Mecenas y Augusto. Nos conmovemos observando cómo, mientras Mecenas y sus amigos se fueron a jugar a la pelota en uno de los descansos, Horacio declinó acompañarlos y se quedó a hacerle compañía a su íntimo amigo Virgilio, cuya salud era más bien precaria. Tampoco es que nuestro poeta fuera muy atlético: él mismo confiesa que es rechoncho y corto de talla.

Horacio se nos manifiesta como un poeta tocado por los dioses, pero que se sabe, fundamentalmente, humano. Se desliza en sus poemas entre un estoicismo moderado y un tibio hedonismo. Nada es desmedido en él: ni la pasión que le insuflan algunas mujeres o varios efebos, ni la burla que hace de determinados personajes y costumbres de su entorno. Invita a sus amigos y a sus lectores a ser contenidos en los reveses de la fortuna y en los momentos de gloria. Se nos muestra amigo cabal y fiel, profundamente agradecido a Mecenas por su protección, pero sin renegar jamás de sus humildes ancestros. Es comedido en sus pasiones, aunque no casto. Aconseja huir de burdeles y de relaciones adulterinas y frecuentar a libertas o a esclavas.

Sabía que su poesía no estaba hecha para ser apreciada por el vulgo, para convertirse en popular. Se conformaba con que sólo los amigos a los que amaba fuesen capaces de valorarla en lo que vale.

Trataba con las figuras más relevantes de su momento, sin renegar jamás de sus humildísimos orígenes. Aunque se codeaba con el Príncipe y sus ministros, sabía guardar su independencia. Así, rechazó cortésmente el ofrecimiento que le hizo Augusto para ser su secretario personal. Prefirió transcurrir su vida en lo que llama “la Aurea Mediocritas”, la dorada medianía, disfrutando de su finca sabina, de los atardeceres frente al Soracte, bebiendo junto a sus amigos. No eran para él ni sedas ni oropeles. No los buscaba, pero tampoco criticaba con saña a los que lo hacían. Consiguió que Augusto respetara su independencia, pero puso sus versos al servicio de su causa, como hiciera su amigo Virgilio.

Es la suya la poesía de un hombre, consciente de su humanidad, que saborea con templanza los dones y reveses de la vida, que, sin pretenderlo nunca, se ha convertido en maestro de vida para muchos a lo largo de los siglos.

Son sus versos idóneos para ser paladeados a pequeños sorbos. En una versión bilingüe si fuera posible, para poder descubrir la música en ellos. Son versos para gustarlos en el velo del paladar, para descubrir el aroma a tierra, a frutas del bosque, a ser humano que se disfraza en ellos. Son versos para saborearlos en solitario o compartirlos con amigos al amor de una candela o de una botella de vino. Sin prisas. Con pausas. Demorándonos en ellos. Abandonándolos cuando no nos digan nada, a la espera de que se restablezca la comunicación.

Descubriremos al hombre que se agazapa tras el poeta. Bendeciremos al poeta por haberse vuelto humano.

Murió un 27 de noviembre con cincuenta y siete años, cerca de dos meses después de su amado Mecenas, al que consideraba una de las mitades de su alma. Murió el hombre. Nació Horacio.

FUENTE: http://lacolumnata.es/cultura/el-antro-de-la-arpia-cultura/horacio-semilla-de-poetas