Andrés Montes www.lne.es 10/12/2009
El conflicto del Peloponeso, Heráclito y las memorias de un helenista.
En Grecia reside buena parte de lo que somos y, quizá por ello, el interés por un universo que está en nuestro sustrato más profundo nunca decae. En ocasiones, las publicaciones que nos remiten a ese tiempo fundacional pueden enlazarse con vínculos sutiles. Así quedan unidos aquí un conflicto que trastocó todo un mundo, el joven que en otra guerra equiparable, 2.300 años después de aquella, encauzó su vida hacia el conocimiento de momentos imperecederos y el hombre que propició el abandono de los mitos para buscar saberes más fiables.
«En las postrimerías del siglo V a. C. y durante casi tres décadas, el Imperio ateniense se batió contra la Liga espartana en una terrible contienda que cambió el mundo helénico y su civilización para siempre». Así, con resonancias clásicas, arranca ‘La guerra del Peloponeso’ de Donald Kagan, libro en el que este estudioso del mundo antiguo, profesor de la Universidad de Cornwell, comprime cuatro tomos, resultado de cincuenta años de estudio del conflicto que acabó con la pujanza de Atenas y debilitó la civilización griega, que no recobrará su vigor hasta la llegada de Alejandro Magno.
Pensado para que el lector no especializado se adentre en un conflicto que «sigue siendo la guerra más instructiva de toda la Historia de la humanidad» -en palabras de Robin Lane Fox, profesor de Historia Antigua en Oxford y otro de los grandes conocedores de aquel momento-, la obra de Kagan ilustra sobre la fragmentación del mundo griego y las profundas diferencias en el seno de lo que tendemos a percibir como un universo unitario. Vinculados por un territorio, una lengua y una etnia comunes, casi podría afirmarse que es más lo que los separa a la vista de las insalvables diferencias entre espartanos y atenienses. Y la distancia no reside sólo en la organización política. Pericles en la Oración Fúnebre con la que despide a los muertos en esa guerra expone el ideal ateniense y muestra el orgullo de un modo de vivir . Detrás de unas disputas territoriales entre aquellos que juntos frenaron el avance persa se ocultan, para Robin Lane Fox, «la completa diferencia de estilos de vida, de cultura y de mentalidad existente entre los atenienses y los espartanos».
«La guerra del Peloponeso fue un conflicto armado de una brutalidad sin precedentes, en el que incluso se violó el severo código que había presidido hasta entonces la forma griega de hacer la guerra, y en el que se quebró la delgada línea que separa la civilización de la barbarie», expone Kagan. «Un período de estancamiento, sombrío y pernicioso», añade Robin Lane Fox que «constituye una prueba evidente del fracaso político de los antiguos griegos».
Kagan refleja la magnitud de aquel conflicto cuando escribe: «Desde la perspectiva de los griegos del siglo V, la Guerra del Peloponeso fue percibida en buena manera como una guerra mundial, a causa de la enorme destrucción de vidas y propiedades que conllevó».
El mar Egeo era el centro de aquel mundo sometido a la bélica destrucción. Y hacia ese mar, el de Homero, navega en 1941, en el contexto de otra guerra también mundial aunque con unas dimensiones planetarias que empequeñecen hasta lo minúsculo al antiguo escenario griego, un joven oficial británico, estudiante de Cambridge alistado en la marina. Un joven que está llamado a convertirse en uno de los grandes expertos en el pensamiento presocrático, ese momento de transición entre el mito y el logos, entre la visión primitiva de la naturaleza y el intento de explicarla a partir de la materia y sus reglas. Un tiempo que aún hoy constituye un período de conocimiento intrincado y atractivo, sujeto a la interpretación, fragmentario y abierto. Y un tiempo que absorberá la inquietud intelectual de ese Geoffrey S. Kirk que en un mar, que ya lejos de ser el centro de la civilización es apenas una esquina de esa guerra mundial, se integrará en una flotilla británica de pequeños barcos camuflados -una rareza de la Royal Navy- dedicada a acometer acciones rápidas y sorpresivas por las islas del Egeo.
Kirk construye con la elección de ese destino su futura vida de helenista. Prolonga allí una admiración por el mundo clásico surgida en el jardín de infancia y la guerra le proporciona ocasiones de conocer sobre el terreno auténticas ruinas griegas, de adentrase en el escenario real de una pasión alimentada hasta ahora sólo por los libros. Avanza así en el camino que lo llevará convertirse, junto a Raven, en autor de Los filósofos presocráticos, un texto clásico imprescindible para conocer los grandes nombres de ese período. El Kirk estudioso descubre en estas aventuras «en el corazón de las aguas del color del vino» que también lleva dentro un hombre de acción… aunque sin pasarse. Sus memorias dejan además retazos deliciosos de la vida académica y aspectos nada risibles de la marina real británica.
Entre los primeros asuntos de interés intelectual de Kirk figura Heráclito de Éfeso, de sobrenombre El Oscuro, envuelto en esa confusión que impone la fragmentación de su saber, que nunca nos llega de forma directa ni completa y queda a merced de fuentes secundarias. Geoffrey S. Kirk comparte el desdén de Heráclito hacia «la erudición que no instruye al pensamiento» y reniega de «las eruditas notas a pie de página y las bibliografías exuberantes», con el propósito de conseguir «más claridad, al coste de que los críticos me atribuyan cierto desdén por la opinión de otros».
De ese Heráclito, en el que Hegel personifica el inicio de la filosofía, llega una nueva recopilación de 126 fragmentos con la singularidad de que cada uno de ellos se acompaña de las interpretaciones más significativas. Magnífico libro en el que encontramos al Heráclito que se aleja de los supuestos saberes de quienes lo preceden -«Maestro de muchos es Hesíodo. Atribuyen la más grande sabiduría a alguien que ni siquiera comprendía que el día y la noche son una misma cosa»-, capaz de explicar el mundo «por la discordia y necesidad» y que nos sustrae al capricho de los dioses, nos proporciona individualidad y autonomía cuando proclama que «el carácter del hombre es su destino».
Si Heráclito revelaba la consideración de la guerra como un proceso de desarrollo personal, de crecimiento del hombre, al afirmar que «las almas caídas en combate son más puras que las que sucumben a la enfermedad», Geoffrey S. Kirk, tras comprobar el modo en que los episodios bélicos barbarizan a quienes eran «auténticos héroes homéricos», advierte que la guerra sólo es «un negocio sucio». Una inflexión, en el pensar sobre asunto tan humano, que empezó a fraguarse en la guerra del Peloponeso, cuando su primer historiador, Tucídides, advertía ya que «la guerra es maestra de la violencia».