Patricia Ameijeiras | Lisboa www.elperiodico.com 12/12/2008
Las catacumbas romanas, desconocidas para la mayoría de los turistas y de los propios lisboetas, no fueron descubiertas hasta 1771.
Lisboa es una ciudad con encanto. Prueba de ello son los batallones de turistas que pasean por sus calles, aunque son pocos los que conocen sus entrañas. Las leyendas sobre las galerías subterráneas de la ciudad son muchas. Unas dicen que esos pasadizos albergaron pueblos de lenguas extrañas. Otras, que de la Sé (catedral) salen caminos sin fin que pertenecen a un templo dedicado al sol, o que la catedral está comunicada con el castillo de San Jorge y el convento do Carmo por una red de túneles subterráneos y que una maldición fatal caerá sobre el profano y curioso que ose penetrar en esos misteriosos corredores.
Estas fábulas no pasan de ser fantasías y la realidad se impone, pero en este caso la realidad es un tesoro: las catacumbas romanas, del año 1 antes de Cristo, desconocidas para la mayoría de los turistas y de los propios lisboetas. No fueron descubiertas hasta 1771, durante la reconstrucción de la ciudad tras el terrible terremoto que la arrasó. Aunque al principio se creyó que habían sido termas con fines terapéuticos, debido a una inscripción en un pedestal dedicada a Escolapio, dios de la medicina, en los años 80 se confirmó que se trataba de galerías romanas que los primeros cristianos convirtieron en catacumbas, lugar subterráneo de culto y cementerio.
Hace tres siglos llegaron incluso a ser usadas como prosaicos frigoríficos en los que los frailes y las familias almacenaban los víveres. Con el paso del tiempo se llenaron de agua, y hasta el siglo pasado sirvieron de cisterna a los lisboetas, que la consumían y, además, le atribuían efectos medicinales, especialmente para las enfermedades de los ojos.
Es uno de los grandes monumentos desconocidos de la ciudad, que a pesar de estar bajo tierra intenta brillar con luz propia. Se abrieron al público hace tres años y solo se pueden visitar tres días al año, sin fecha fija, ya que las galerías están sumergidas y para poder visitarlas es necesario que los bomberos estén constantemente succionando el agua que las cubre. Por ello, quien quiera ir tiene que estar pendiente de que el Ayuntamiento anuncie la apertura. Suele ser en septiembre.
Aunque ya sabemos que en las catacumbas no vivían seres extraños, el encanto y el misterio siguen envolviéndolas. Para empezar porque se accede a ellas, después de muchas horas de cola, a través de una alcantarilla situada en el corazón de la Baixa lisboeta, en la calle de la Concepción. Tras bajar las pequeñas y estrechas escalinatas, mientras sentimos cómo la humedad se apodera de nuestros huesos, llegamos a un criptopórtico, abovedado, con celdas en las paredes desnudas, húmedas y muy bajas (1,5 metros de alto por 80 centímetros de ancho), construido por los romanos en la época de oro de Olisipo. Una vez dentro, la visita es rápida, de unos 10 minutos, pero uno no puede dejar de pensar que sobre sí hay grandes edificios que tienen como estructura estas construcciones romanas, cuya integridad depende de la humedad. Si se secasen, se correría el riesgo de que se rompieran y se llevaran con ellas los edificios que sostienen. Pero tranquilos, es seguro; eso sí, no es recomendable para claustrofóbicos.