Valencia www.abc.es 23/09/2005
DOS lecturas recientes me han recordado un viejo parentesco: el sexo y los latines; una provecta relación venida a menos y ya casi en desuso, vencida por las pretensiones de claridad terminológica que imperan hoy en el ámbito de la educación y la divulgación sexual, poco proclive al misterio y los tabúes que antaño rodeaban al apasionante y luctuoso mundo del erotismo humano. Pero hace unos años, pongamos veinte o treinta, las cosas eran muy distintas, y las locuciones latinas más o menos macarrónicas -vagamente opacas para algunos y por completo ininteligibles para otros- cumplían con suma eficacia dos funciones estratégicas: el eufemismo encubridor -que la retórica escolar definía como un rodeo perifrástico destinado a evitar los verba obscena, sordida, humilia-, y la imposición autoritaria del lenguaje inaccesible de los expertos, el prestigio de lo oscuro, de lo que no se entiende a causa de la propia ignorancia. El efecto secundario y acaso imprevisto de tanta oscuridad semántica -combinada con la musicalidad latina- era un incremento del misterio de lo que ya por sí mismo era misterioso, con el consiguiente aumento de su capacidad de atracción.
Pero vamos con las dos lecturas. La primera de ellas es Caballeros de fortuna, de Luis Landero (Tusquets, 1994). En la pequeña población donde se desarrolla la exquisita novela hay un cura erudito, «amojamado y tembloroso», el padre Juan Mirón, que habla con «trémolos de balido de cabra y camina como asomándose a un abismo». Siguiendo la estela de El libro del buen amor, el nonagenario cura ilustra a una generación entera de feligreses acerca de los más sofisticados placeres de la carne. Por ejemplo: ante la confesión de un mero coito, el padre Mirón pregunta: Et fuit per vas naturale, aut per vas praeposterum? Porque claro, «el primero es el molde fértil y anverso de la mujer, mientras el segundo el yermo y ulterior, y todo ello es de suma importancia para calibrar el número y la magnitud de los pecados». Efusión extra vas siempre es pecado contra naturam, más cuando se acompaña de frotamientos, ósculos y tactos in partibus verendis. Ahora bien: Refricare membrum in superficie vasis praeposteri feminae, cum animo consumandi copulam in vase naturali, non est peccatum mortale.
El segundo libro, no tan humorístico pero desbordado de humores, es El sexo y el espanto, de Pascal Quignard (Ed. Minúscula, 2005), una excelente indagación sobre los usos y los ritos sexuales en el paso de la civilización griega a la romana (Augusto-Tiberio), que se nutre de selectos textos clásicos y observa los deslumbrantes frescos pompeyanos, intactos gracias a la erupción del Vesubio. El escándalo -o el espanto- que produce su lectura -por lo depravadas que algunas costumbres romanas pueden parecer ahora- se ve atemperado por las deliciosas expresiones latinas intercaladas con profusión entre sus páginas. Hay arcanarum libidinum (deseos secretos) y deficientis libidines (deseos desfallecientes). El pene, mentula, se llama fascinus cuando está erecto, aunque, como afirma Marcial (Epigamas, VI, 23), Crede mihi, non est mentula quod digitus (créeme, uno no le da órdenes a este órgano como se las da a su dedo). Irrumare es sodomizar la boca y pedicare sodomizar el ano, mientras cunnilingus y fellatio es chupar espontáneamente. Y Ovidio, en Ars amandi II, nos informa de lo siguiente: al acariciar a la mujer donde le gusta (loca quae tangi femina gaudet) se le ponen los oculos micantes, con tremulo fulgore, amabile murmur y dulces gemitus. ¿No les parece todo esto mucho más excitante y turbador que la terminología erótico medicinal vigente en manuales y consultorios?